Bernardí Roig: el artista que decapitó a Goya
Lleva desde los 15 años fascinado por el genio de Fuendetodos. Durante la pandemia ejecutó 55 dibujos en torno a la cabeza desaparecida del pintor. Ahora los expone, tras adquirirlos, The Phillips Collection de Washington. Visitamos al dibujante y escultor en su estudio de Mallorca.
El artista contempla su estudio como “una cavidad craneal donde pasan cosas”. Una vez preguntaron a Bernardí Roig (Palma, 59 años) cómo definía su arte y él contestó: “Como una amalgama de mondaduras que mi cabeza ha expulsado”. También le gusta decir que su trabajo es “una avalancha de imágenes sin piedad con la intención de arañar el ojo del que mira para que el suelo tiemble a su alrededor”. Glups. Esas parecen formas bastante directas y honestas de autorretrato. La verdad es que contemplando sus tipos barrigudos y sus demonios quejosos, sus neones iluminando rincones oscuros, sus sopletes quemando caras y sus rostros desfigurados, cabe pensar que en esa cavidad y en esa amalgama conviven por igual los tormentos y los placeres, y los miedos y las serenidades, puede que todo destilado en territorios pantanosos del subconsciente, o mejor, del inconsciente, o del narcisismo patológico, o del sadomasoquismo inconfeso, o váyase a saber, el interesado lo sabrá mejor que nadie, lo demás es especular. En cualquier caso, él acepta esta conclusión: “Si no sacara de mi cabeza todas esas cosas, la cabeza me estallaría”. Sus cotizadas criaturas de resina de poliéster y polvo de mármol, o de grafito y carboncillo, sugieren parecidas dosis de exuberancia que de vulnerabilidad. Uno diría que transitan entre La metamorfosis, de Kafka, las esculturas de Messerschmidt, los cómics de línea chunga y la sequedad implacable de los textos de un Bernhardt. A lo lejos sobrevienen también esos gestos temibles y abocetados de ciertos rostros de las Pinturas negras de Goya. Y ahí se va llegando al meollo del asunto.
Hechos los prolegómenos, atravesamos la puerta metálica del estudio situado en una tranquila calle de Binissalem, en el centro de Mallorca. Es una antigua bodega de vino, un espacio de blanco inmaculado y alturas de cinco o seis metros, con un algo de catedralicio y un mucho de refugio, infestado de materiales artísticos, papelotes, cachivaches, libros y obras terminadas o en proceso. Bernardí Roig habla de todo, de por qué un artista es un artista, del vacío contemporáneo repleto de signos y mensajes superfluos, del buen vino, del llaüt con el que saldrá a navegar el sábado, de libros, de sus paseos por la montaña a las 7.30 con su perro Vito, de su nuevo invento consistente en ejecutar pequeñas pinturas sobre pequeños trozos de metacrilato para luego proyectarlas en la pared, y de convencer a su galerista de que convenza a sus coleccionistas de que los compren. Y, como se ha dicho, habla de Goya, el artista que siempre ocupó su mente desde que con 15 años iba a visitarlo al Prado.
En 2020, The Phillips Collection de Washington, uno de los museos privados más prestigiosos de Estados Unidos, adquirió a través de dos de sus patronos (Beatriz y Graham Bolton) el proyecto de Bernardí Roig La cabeza de Goya, un conjunto de 55 dibujos de 40,6 × 30,5 centímetros ejecutados en grafito, carboncillo y ceras. Una galería imaginaria en torno a la leyenda nunca resuelta de la cabeza del genio de Fuendetodos, desaparecida de su sepultura en el cementerio de La Chartreuse de Burdeos, donde fue enterrado en 1828, y nunca hallada. Expuestos al público desde primeros de abril en una sala del museo junto al San Pedro de Goya que atesora la Phillips, los dibujos serán oficialmente presentados el 10 de mayo en el transcurso de una cena de gala con los patronos de la institución y en presencia del autor.
El artista mallorquín los realizó durante 55 días seguidos, uno por día, en 2020 durante el confinamiento por la covid-19. Lo llamó “el itinerario mágico de una decapitación” y fue su personal rutina para lidiar con el enclaustramiento: “Me impuse no hacer más de un dibujo al día…, pero hacer uno cada día, y de una trazada, sin correcciones. No me ponía a ello a una hora determinada. Había días en los que me daban las nueve de la noche y me decía: ¡tengo que hacer la cabeza de hoy!, y entonces venía al estudio en pijama (está a dos calles de su casa). Podría haber hecho 55 dibujos o 1.000, no sé. Empecé el 1 de mayo de 2020 y terminé el 24 de junio, lo dejé, y punto. Las cabezas se quedaron ahí, en las cajoneras de mi estudio, y me olvidé de ellas”. Hasta que la entonces curadora de la Phillips, Vesela Sretenović, le visitó en Binissalem, vio las cabezas y le dijo que las iba a proponer como proyecto para integrar la colección, que ya contaba con otras tres obras suyas.
No solo esculpe, dibuja, pinta y hace videoinstalaciones Bernardí Roig. También es un lúcido analista teórico de todo aquello que tiene que ver con las sociedades contemporáneas y sus abusivos ecosistemas de signos, símbolos, mensajes y noticias que se disparan a la velocidad del rayo a través de los más sofisticados y bobalicones dispositivos y gadgets digitales. Lo que él llama “el rococó tecnológico”. La conversación se adentra en meandros conceptuales, de los que el artista saltará a los porqués y los cómos del proceso creativo. “A mí me parece un milagro seguir creando una imagen. Tenemos las paredes de nuestras retinas saturadas de imágenes en las que no hay nada que ver. Estamos hipercomunicados pero sin casi nada que decirnos. Pero persigues la perplejidad, el asombro, entrar en un territorio por el que nunca has pasado. Ese es el temblor… y también el temor, pero es lo que da sentido a que uno entre en el estudio y se ponga a hacer lo que hace. Lo resumiría así: quien crea algo, pone algo en el mundo pensando que al mundo le falta ese algo que él va a poner. Pero todo en el proceso de creación consiste en una cadena de fracasos, un estudio es un almacén de fracasos. No hay nada que esté a salvo. Ocurre como en nuestra propia cabeza, no hay nada a salvo, somos continuamente otros. Así que no hay posibilidad de acabar diciendo nada. Solo merodeas”.
—Habrá días en los que viene aquí, al estudio, teniendo claro lo que va a hacer y cómo. Y otros en los que entra por esa puerta y se dice: “¿Y ahora qué hago?”.
—Casi todos.
—Y habrá otros días en los que dirá: “Pues voy a hacer esto”, pero no puede porque no tiene el día…
—No, hacer cosas es fácil. Fecundarlas de sentido cuesta un poco más.
—¿Qué es fecundar una obra?
—Pretendes construir frases que puedan ser leídas por otros, no se trata de hacer pajas mentales.
El corolario de acciones que cuela cada mañana en su estudio en busca de ese “fecundar” puede resultar agotador: reflexionar, leer, buscar, dudar, escoger, descartar, dibujar, manchar, moldear, esculpir, quemar, estrujar… y ya luego, fuera del refugio, vendrán otros: viajar, comunicar, convencer y, sobre todo, exponer. “Es lo que más me gusta. Con lo que de verdad disfruto es con el montaje de una exposición”.
—O sea, que usted, que adora el cine [tiene en su casa una sala de proyección mejor que muchas profesionales], si hubiera sido cineasta, habría sido montador.
—Puede. Montador, el que pone todo en orden.
—Ordenar el caos. Muchas películas mejoran en la sala de montaje. A veces es clave ese proceso.
—Sí, y el padre de todo eso se llama Eisenstein.
—También habrá exposiciones que mejoren con el montaje, se supone…, o que empeoren.
—Sí…, yo introduzco siempre el espacio como materia prima. Y es verdad que estas obras mías pueden ser mostradas en muchos sitios muy diferentes, y lo han sido.
No habla por hablar. Sus creaciones viven lo mismo en los espacios blancos y neutros de galerías privadas que en los volúmenes de enormes naves y templos, como las catedrales de Burgos y Canterbury, en cuya sala capitular instaló un inmenso muro de luz con 400 tubos fluorescentes. Lo mismo en salas racionalistas dialogando con la asepsia que en el colegio de San Gregorio (Museo Nacional de Escultura de Valladolid) dialogando con el Renacimiento y el Barroco, con Berruguete y Siloé. Igual en el salón minimalista de alguno de sus coleccionistas que bajo las molduras del Museo Lázaro Galdiano de Madrid o en el palacio Ca’ Pesaro de Venecia. De hecho, ahora mismo, mientras sus cabezas de Goya descansan en una sala de The Phillips Collection, sus hombretones blancuzcos de gesto entre desternillante y trágico (¿será la tragicomedia el género en el que se mueve Bernardí Roig?), sus autorretratos gigantes de cuando se dejó crecer el pelo y la barba durante 365 días (Naufragio del rostro) y el vídeo en el que aparece cosiéndose la boca callada, salvaje y realmente (Otras manchas en el silencio) viven entre los restos árabes y visigóticos, los artesonados mozárabes y los inmensos muros y capillas de un edificio de hace 1.000 años, el convento de Santa Fe, en Toledo. La exposición La cabeza incolora, una asombrosa zambullida de las criaturas inquietantes de Roig en la antigüedad —resinas, neones y papeles bajo bóvedas de piedra y arcos milenarios— permanecerá abierta hasta el 31 de diciembre en la sede del Centro de Arte Moderno y Contemporáneo de Castilla-La Mancha.
Si la disposición de las testas de Goya en la Phillips de Washington apunta a la sobriedad, esta escenografía entre macabra y embriagadora de Toledo es puro combate entre el continente y el contenido. Las obras de Bernardí Roig y el edificio en el que nació Alfonso X el Sabio se prestan al dedillo. La exposición de Toledo viene a ser la metáfora de la relación que artistas como él mantienen con el Barroco y sus escenografías excesivas. “Quienes recurrimos a esa teatralidad tenemos una deuda con el Barroco”, apunta el creador mallorquín, “hay, como en el Barroco, una ampliación del punto de vista”.
La misma que acometió allá por 2012 cuando incrustó, en el suelo del edificio de La Lonja de Palma —una joya de la arquitectura gótica española—, 1.870 fotografías con los rostros de otros tantos habitantes y visitantes de la ciudad. Cada rostro ocupaba una baldosa y la intención era que el público transitara por encima de ellas hasta ensuciarlas y desgastarlas. Se ensuciaron pero no tanto y desde luego no se desgastaron. “Me ha sorprendido lo limpias que tiene las suelas de los zapatos la gente de Palma”, declararía el autor, que hoy recuerda así el combate entre sus obras y el edificio: “La gente entraba y miraba al suelo, y eso es increíble en un lugar como ese donde el edificio se lo come todo; la verdad es que con esto del continente y el contenido siempre estamos jugando al límite”. La exposición Walking on Faces recibió 240.000 visitas. Eso quiere decir casi medio millón de suelas pisando caras. Tras ser clausurada, cada modelo se llevó a su casa su baldosa personal. Así que las 1.870 imágenes se repartieron por Mallorca, por España, por el mundo… y es de suponer que ahí siguen. Eso sí que es una ampliación del punto de vista en una exposición de arte.
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