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Pamplinas
Columna
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La palabra matar

Matamos menos que nunca pero vemos más muertes que nunca: debe ser una metáfora de algo

Fotograma de la serie 'Los hermanos Sun' de la plataforma Netflix.
Fotograma de la serie 'Los hermanos Sun' de la plataforma Netflix.Netflix
Martín Caparrós

Fue hace décadas: recuerdo cuánto me impresionó cuando alguien me dijo que la palabra matar, en sánscrito, significaba madre. Es lógico y poco menos que evidente; todas nuestras palabras para progenitora tienen esa raíz: mutter, mother, moder, moeder, madre, mitir, mère, y así de seguido. Lo curioso, si acaso, es cómo ese sonido, en nuestro idioma, se convirtió también en lo contrario: de quien te da la vida al acto de quitártela.

Dicen que nuestra palabra matar viene de mactare, que en latín significaba “sacrificar un animal a algún dios” aburrido. Y del animal pasó a la persona, como el verbo coger: los argentinos adoptamos, para decir fornicar, la palabra que los españoles solo usaban para hablar de fornicios animales. En Castilla las cerdas y los cerdos cogen pero no las señoras y señores; en castellano, quienes matan le hacen a un hombre lo que antes les hacían a las bestias.

(Hace unos días, en un suburbio de Buenos Aires, una señora entró a una carnicería con su perro labrador, un tal Tobías, y preguntó cuánto costaría que se lo faenaran. ¿Faenarlo?, le preguntó inquieto el carnicero. Sí, que lo pele y lo corte y me entregue la carne troceada, le explicó la señora; está un poco viejo, dentro de un año o dos ya no lo vamos a poder comer. El carnicero seguía sorprendido, la señora le dijo que era lo que él hacía todo el tiempo y que para eso están los animales en el campo. Alguien, como ahora pasa siempre, lo filmó y el escándalo creció como la espuma en el país más carnívoro del mundo.)

La señora no calibró bien: ahora matar se ha vuelto más difícil. Hubo tiempos en que era muy común, cosas de la vida. Y no hablo solo de gallinas o conejos, que la mayoría había matado alguna vez; digo personas. En la Edad Media europea la tasa media de homicidios era de 100 cada 100.000 personas por año: 50 veces más que ahora en el mismo continente. Y cuando los agarraban los castigaban con la muerte. Un siglo atrás todos los países del mundo ejecutaban delincuentes —a veces por delitos como la homosexualidad o el robo de unos panes o la escritura de un panfleto. Durante buena parte de la historia casi todos los hombres anduvieron armados. En Europa los ricos —los caballeros— se reservaban el derecho de portar armas —sus espadas—, así que los pobres llevaban sus cuchillos, puñales y demás pinchos escondidos. Pero ahora la enorme mayoría de los europeos no tenemos armas, no las usamos, no sabríamos cómo. Eso nos diferencia de Estados Unidos, que tienen más armas que personas —y de tanto en tanto las usan para matar a 10 o 20 chicos en un centro comercial, en una escuela.

Su justificación es salvaje: reivindican la tradición de una tierra de pioneros, sin Estado para defenderlos —o reprimirlos. Los Estados se crearon para dominar a las personas pero, también, para que no tuvieran que matarse tanto las unas a las otras. Así que en el resto del mundo esos Estados intentan asumir el monopolio de la violencia, y los ciudadanos ya no andan armados ni los mandan a guerras por sus patrias. Ya casi nadie mata a casi nadie. Desde siempre me intrigó la duda: qué proporción de personas de nuestras sociedades ha matado. ¿Una de cada 1.000, cada 100.000, cada 14? O, dicho sin tanta cifra: ¿conocemos personas que mataron? Es probable que no, y en España menos: esta tierra, que según los circos de la televisión es un tsunami de violencia y sangre, es uno de los países del mundo con menor proporción de muertes violentas, 10 veces menos que la media global.

No matamos, y no sabemos cómo es. Es decir: qué efecto produce en el que mata el acto de matar. Sabemos, desde fuera, por mera observación, que hay un desequilibrio extremo: el efecto sobre una de las partes es evidente y absoluto, sobre la otra es elusivo.

Matar ya no forma parte de nuestras vidas y, al mismo tiempo, el cine y la televisión nos muestran tanta gente matando —tanta gente matada— que lo normalizamos. (Lo mismo que tantos follando o cogiendo: cosas que casi nadie veía casi nunca se han vuelto espectáculo común.) Vemos muertes: son raras las series o películas que no tienen ninguna, y también las vemos en las calles, en vivo e indirecto: con la proliferación de los teléfonos astutos y las cámaras de vigilancia, cualquier muerte violenta en cualquier rincón del mundo es pasible de devenir tiktok u otros caramelitos enredados. Así, parece que hubiera tantas más —y hay tantas menos. Pero, de tanto verlo, ahora nos resulta casi fácil suponer que matar es algo —más o menos— normal, que el que lo hace sigue su camino sin grandes cicatrices. Lo hacemos menos que nunca; lo vemos más que nunca. Es, sospecho, una metáfora de algo.

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