Cine de misterio
Háganse a la idea de que no conocen a ninguna de las cuatro personas de la imagen y que no saben nada de la celebración en la que se hallan comprometidas. Recortadas sobre un fondo de sombríos y pesados cortinajes, tres de ellas dirigen su atención a una joven que destaca de la oscuridad dominante por su traje blanco. La mujer que se encuentra a su lado, quizá su madre, atenúa un poco la rigidez ceremonial con una mirada entre atenta y ansiosa, como si le agobiara el futuro de la adolescente en la hermandad, cofradía o institución en la que parece iniciarse. Su sonrisa, apenas esbozada, da cuenta asimismo de esa duda existencial que fluctúa, juraríamos, entre el desaliento y la esperanza.
Todo son conjeturas, claro.
La actitud del hombre maduro y barba blanca (tal vez el padre), vestido para los grandes acontecimientos de carácter social y laureado de insignias que penden de cordones dorados sobre su pecho, aparenta ser más contenida. El precio de no revelar emoción alguna se traduce en el fruncido inusual de sus cejas y en la rigidez de sus labios apretados. Hay en la atmósfera una tensión latente que invita a contener la respiración.
La mujer de la melena suelta, que contrasta con el cabello recogido de la joven a la que da la impresión de tomar juramento, muestra por su parte un hieratismo más propio de un espectro que de un ser de este mundo, como si el coreógrafo la hubiera colocado ahí para acentuar el carácter asombrosamente onírico de la escena.
Una instantánea de la vida real, en fin, que podríamos confundir con el fotograma de una película de Hitchcock. Qué será, será.
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