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El atlas de Pandora
Columna
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Ubicación exacta de la utopía

En realidad, toda época cumbre pertenece a los territorios de la imaginación más que a la memoria | Columna de Irene Vallejo

Irene Vallejo
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Irene Vallejo

Desde el principio de los tiempos creemos vivir a un paso del final: los discursos sobre la decadencia disfrutan de un auge envidiable. Somos el único animal capaz de imaginar su muerte y, por extensión, fantaseamos con la catástrofe universal. Hoy germinan aquí y allá apocalípticos de todo signo. En las redes y los medios, los profetas de la calamidad gozan de éxito y acumulan seguidores: los algoritmos favorecen el cataclismo y, por algún extraño motivo, el desastre resulta rentable.

El gusto por la hecatombe es ancestral. Algunos de los poemas más antiguos conservados son lamentaciones por el declive de las primeras ciudades mesopotámicas y egipcias. Daniel López Valle cita en sus Historias extraordinarias un papiro anterior a la época gloriosa del Antiguo Egipto: el Lamento de Ipuur retrata un país desahuciado donde ya no se respeta la autoridad “ni se distingue al biennacido”, donde “el sobrino maltrata a su tío” y, para rematar la faena, “todo el mundo ha perdido el pelo” y la calvicie campa a sus anchas. En Grecia, a las puertas del memorable siglo V antes de Cristo que alumbraría el Partenón y los esplendores clásicos, Teognis escribía poemas quejándose de una sociedad que zozobraba, donde los ideales heroicos se habían perdido y la feliz época de sus padres no regresaría jamás. San Agustín diría más tarde: “El mundo ya se ha hecho viejo”. Parece mentira que, tras milenios de degeneración, todavía no hayamos tocado fondo y sigamos perfeccionando esta habilidad para empeorar.

Nuestros antepasados griegos y romanos soñaban hacia atrás, añorantes de un tiempo perdido en el que —­supuestamente— reinaban la justicia, la salud y la abundancia. No existían las palabras “tuyo” y “mío”, pues todo era común y no se había inventado el dinero ni la codicia —aunque, paradójicamente, la llamaron Edad de Oro—. Después se sucedieron las edades de Plata, Bronce y Hierro, en un proceso de imparable deterioro que devastó el edén primigenio y sembró los males que atormentan al ser humano: avaricia, enfermedad y miseria. Todavía hoy, algunos deploran la revolución neolítica y reivindican los buenos tiempos nómadas. En realidad, toda época cumbre pertenece a los territorios de la imaginación más que a la memoria.

Con la idea de progreso, que animaba a esperar épocas mejores en el futuro, nuestras fantasías aprendieron a mirar hacia el porvenir. Desde entonces muchos de nuestros desacuerdos y desencantos nacen del lugar donde ubicamos la utopía. Mientras unos añoran una edad dorada del pasado —el paraíso bíblico, los imperios perdidos, el buen salvaje de Rousseau, la naturaleza incontaminada, los partidarios de la dieta paleolítica, o incluso esos calvos que recuerdan días más frondosos, como diría Ipuur—, otros han soñado su edén en el futuro: la resurrección de la carne, las revoluciones científicas o los progresismos de todo pelaje.

Tras años de avances y crisis encadenadas, ambos bandos esgrimen sus razones y exageraciones­, polemizan y se vapulean. Surgen optimistas como Steven Pinker, que celebra los imparables avances estadísticos en salud, educación, esperanza de vida, erradicación de la pobreza y expansión de los derechos humanos. A esta visión se oponen los críticos de las injusticias del capitalismo como Chomsky; liberales que auguran el colapso de los Estados por la espiral de deuda; nostálgicos que denuncian la corrupción de los valores, el olvido de las viejas certezas y el gran reemplazo de nuestra civilización. Menos coherentes, la mayoría cambiamos de bando según los ánimos, tan pronto revoltosos como integrados. Ya lo dijo Dickens al comienzo de Historia de dos ciudades, “era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura”.

Vivir supone envejecer y quizá por eso tendemos a pensar que cualquier tiempo pasado —y cualquier tersura pasada— fue más feliz. A la vez, incluso los más agoreros ansían para sus hijos un futuro más próspero. Y así, entre la nostalgia de un ayer que nunca existió y la impaciencia por un mañana enigmático, muchas veces olvidamos la gratitud a quienes mejoran cada día nuestras vidas: el hoy es todo lo que hay.

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