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Lublin (Polonia): Los objetos de la huida

Una joven refugiada conserva en el móvil una foto del último amanecer que vio en Ucrania.

Refugiados ucranios cruzan las vías del tren en Zahony, Hungría.
Refugiados ucranios cruzan las vías del tren en Zahony, Hungría.Christopher Furlong (Getty Images)
Antonio Pita

Los periodistas solemos hablar sobre las personas: sus palabras, sus gestos, sus silencios. A veces, sin embargo, los objetos cuentan muchas cosas. Lo hacen los peluches a los que se aferran los niños para un viaje que ni entienden demasiado ni saben cuánto durará. También los carritos de bebé donados, que nos hablan de la solidaridad espontánea y se pueden ver en la estación de autobuses de la ciudad polaca de Lublin; en un hotel que acoge refugiados en Suceava (Rumania) o frente a las tiendas de campaña en las que se calientan los recién llegados tras atravesar los pasos fronterizos de toda Ucrania. O las chocolatinas que una policía de fronteras polaca reparte a los niños ucranios, en un gesto sincero de humanidad, sin saber aún que hay un periodista delante.

Este es también un éxodo de maletas. Rígidas y de marcas como Samsonite o American Tourister entre las jóvenes profesionales evacuadas de la capital Kiev por sus multinacionales en los primeros días de la guerra; de cuero, ajadas y sin ruedas en manos de los ancianos que abandonan el castigado este ucranio sin casi dinero en el bolsillo ni amigos que los alojen en otros países europeos. Las maletas, a menudo acompañadas de bolsas de la compra de plástico o de rafia, son también un símbolo de las puertas abiertas de la Unión Europea. Aunque en ocasiones tengan que andar varios kilómetros con temperaturas bajo cero, los refugiados ucranios ya no necesitan los macutos y mochilas que marcaron el relato visual de la crisis de 2015 y con los que sirios, yemeníes, sudaneses, centroafricanos o iraquíes se suelen preparar para una larga escapada de la guerra, el caos o la persecución, mientras en los despachos se negocian porcentajes de reparto de acogidos o las reformas de la ley de asilo.

Tras años de criminalización de quienes dejan su país, se ha difuminado tanto la distinción entre quienes buscan vivir con dignidad, los migrantes, y quienes buscan —a secas— vivir, los refugiados, que choca ver bolsos y abrigos de marca en la huida de la invasión rusa. Pero el desarraigo no siempre es sinónimo de pobreza, aunque esta sea más plástica en los informativos. Es más bien el dolor de la ropa embutida a toda prisa tras un bombardeo que sonó demasiado cerca, de la elección del objeto fetiche —una camiseta a la que se tiene especial cariño, un mantel bordado, un traje tradicional— que no puede faltar en la maleta en el momento de la marcha. Cerca de la frontera rumana con Ucrania, por ejemplo, una joven refugiada conserva en el móvil una imagen del último atardecer que vio en su país. A cientos de kilómetros, en la sala de espera de una aduana polaca, una foto enmarcada sobresale de la bolsa de lona de una anciana ucrania. Posa seria con un hombre —aparentemente su marido— hará medio siglo, él vestido de militar soviético.

Aquellos que cogen estos objetos antes de partir aceptan tácitamente que, a lo mejor, no volverán a su país en unos días o semanas. Los palestinos de la Nakba, los cientos de miles que escaparon o fueron expulsados antes y durante la primera guerra árabe-israelí, creían, por ejemplo, que su bando ganaría la guerra y regresarían en breve a sus hogares. Hoy, unos 75 años después, suman millones con sus descendientes, que siguen principalmente en los territorios palestinos o los países fronterizos y tienen como símbolo otro objeto: las llaves oxidadas de sus casas.

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Sobre la firma

Antonio Pita
Corresponsal para Oriente Próximo, tras cubrir la información de los Balcanes en la sección de Internacional en Madrid. De vuelta a Jerusalén, donde ya trabajó durante siete años (2007-2013) para la Agencia Efe. Licenciado en Periodismo y Máster de Relaciones Internacionales y Comunicación por la Universidad Complutense de Madrid.

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