El agujero de la cerradura
Qué invento, el de la puerta! Yo le pondría puertas a todo, incluido el campo, no ya por el carácter práctico de saber cuándo sales y cuándo entras, sino por su condición simbólica. Ya saben: las puertas que se te abren en la vida, las que se te cierran, aquellas con las que te dan en las narices… Podríamos escribir nuestras existencias contando las de las puertas de las casas en las que hemos vivido: la del cuarto de baño de la infancia, por ejemplo, con cristales esmerilados, conocidos también erróneamente como opacos, pues a través de ellos se advertía la silueta difuminada de los cuerpos desnudos. El cuerpo como sombra, como grumo de oscuridad, como borrón que nos dedicaríamos a limpiar durante el resto de la vida. La puerta del dormitorio de los padres, detrás de la que sucedían los misterios de la carne y de los orígenes. La de los armarios de tres cuerpos en los que cabía todo el horror del mundo. Las de los cines de la adolescencia, las de los autobuses del extrarradio, las del metro, las puertas de los restaurantes de lujo, de los hoteles caros, de los prostíbulos baratos, las puertas giratorias de los bancos, las de los ascensores, la de Atocha, las puertas del cielo y del infierno y las puertas siempre entreabiertas de las novelas de Stephen King.
Es normal que las puertas de la imagen se hayan vendido a buen precio en Wallapop, no tanto porque se atribuyeran a Gaudí como por la ilusión de que detrás de cada una de ellas comenzara a ocurrir algo en el momento mismo en el que las colocáramos en un marco y comenzáramos a mirar por el agujero de la cerradura.
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