El cruel juego de la diplomacia y la migración
Las relaciones entre España y el reino de Marruecos sufrieron un grave deterioro en 2021.
El 10 de diciembre de 2020, más de un mes después de perder las elecciones ante el demócrata Biden, el todavía presidente Trump reconoció la marroquinidad del Sáhara a cambio del establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel. La jugada desestabilizó profundamente la región y provocó un seísmo cuyas réplicas acabarían afectando a todos los vecinos. El mismo día en que se conocía la decisión de Washington, Marruecos suspendía la reunión de alto nivel con España que debía celebrarse siete días más tarde. La cumbre sigue sin producirse pasado más de un año.
El giro de Trump puso al alcance de Mohamed VI uno de sus sueños: consolidar diplomáticamente la victoria militar que su padre Hassan II obtuvo en el Sáhara. Para eso, el paso dado por Washington debía ser irreversible y la forma de lograrlo es que cundiera el ejemplo. Tirando de chequera, Marruecos logró que una veintena de países —algunos tan pobres como Haití o Guinea-Bisáu— abrieran consulados en el Sáhara, pero el objetivo era Europa. En marzo de 2021 suspendió relaciones con Alemania, su mayor obstáculo en la UE. Tan confusos fueron los motivos esgrimidos por el ministro de Exteriores marroquí, Naser Burita, que el sorprendido Gobierno alemán le pidió explicaciones.
El motivo para romper con España llegó el 18 de abril, cuando el secretario general del Polisario, Brahim Gali, aterrizó en Zaragoza. A petición de Argelia, la ministra de Exteriores, Arancha González Laya, había accedido a tratarlo en España de la covid. Laya no avisó a Rabat, que tomó como una deslealtad que España acogiera al líder de un movimiento con el que había vuelto a la guerra en noviembre, tras la ruptura de un alto el fuego de 29 años.
El 17 y 18 de mayo, más de 10.000 migrantes marroquíes y subsaharianos —muchos de ellos menores de edad— entraron ilegalmente en Ceuta. La avalancha generó una crisis diplomática sin precedentes desde el incidente del islote de Perejil, en 2002. También dañó la imagen internacional de Rabat y, en los meses siguientes, pareció que las aguas volvían a su cauce. En agosto, Mohamed VI dijo estar deseoso de abrir “una etapa inédita” en las relaciones con España. Pero la embajadora marroquí en Madrid, Karima Benyaich, llamada a consultas en mayo, no regresó; la primera entrevista entre Burita y el nuevo ministro español de Exteriores, José Manuel Albares (que sustituyó a Laya en julio), se fue demorando; y, por causa o pretexto de la covid, la frontera con Ceuta y Melilla no se reabrió.
Rabat multiplicó los gestos de hostilidad: en verano montó una piscifactoría en aguas de las islas Chafarinas, que España considera propias y Marruecos había respetado hasta entonces. El panorama se complicaba con la ruptura entre Rabat y Argel, el cierre del gasoducto que trae el gas argelino a España por suelo marroquí y la muerte de tres camioneros argelinos en un bombardeo, lo que puso al borde del conflicto bélico a dos vecinos embarcados en una carrera de armamentos.
Según un experto, la situación no se normalizará “hasta que Marruecos asuma que la decisión de Trump fue un espejismo y que la solución al conflicto del Sáhara pasa por Naciones Unidas”. Es lo que vino a decirle el secretario de Estado, Antony Blinken, a Burita cuando le recibió en Washington el pasado noviembre.
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