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El traje rejuvenece con perspectiva social y de género

Expresión de la identidad y el poder por excelencia, la sastrería conecta al fin su narración con los valores actuales de la moda. Un discurso contemporáneo y con perspectiva social, especialmente de género. Formalidad y creatividad son las coordenadas del canon actual.

El modelo neerlandés
Mark Vanderloo fotografiado en las instalaciones de EL PAÍS para el reportaje 'EL TRAJE COMO ESTADO MENTAL' del Extra hombre. Oct.2021
El modelo neerlandés Mark Vanderloo fotografiado en las instalaciones de EL PAÍS para el reportaje 'EL TRAJE COMO ESTADO MENTAL' del Extra hombre. Oct.2021Daniel de Jorge

A principios de marzo de 2020, apenas unas semanas antes de que Occidente cerrara por covid, Ermenegildo Zegna adelantaba el sueño húmedo del hombre que no renuncia a vestirse ni cuando se trata de andar por casa: el traje para estar tirado en el sofá. A las chaquetas se las había despojado de solapas para acentuar la sorprendente ligereza del clásico tweed Donegal y los pantalones de cómodo corte carrot, un tipo de ajuste reservado por regla general al vaquero —ancho en la cintura y los muslos, estrecho a partir de las rodillas sin llegar a ser pitillo—, establecían una relación anatómica sin precedentes, libre de las tiranteces de rigor. Un conjunto a leer como respuesta a cierto cambio de paradigma cultural. “La sastrería no puede seguir al margen de lo que ocurre en la moda”, proclamaba al presentar la propuesta Jerry Lorenzo, fundador e ideólogo de la marca estadounidense de streetwear Fear of God, aliada para la ocasión con la eminentemente sartorial enseña italiana. Su director creativo, Alessandro Sartori, asentía convencido. Hacer sentir el traje como un chándal, he ahí la cuestión. “Hoy coexisten un consumidor joven que ha madurado en gustos y un caballero de edad que busca el desenfado en la elegancia”, continuaba Lorenzo. “En ese espacio compartido es donde hay que intervenir”, remataba Sartori.

El modelo neerlandés Mark Vanderloo reinterpreta en estas páginas la nueva sastrería. A la izquierda, traje de chaqueta y pantalón de Kiton; camisa de cuello inglés, corbata de lana y seda y zapatos de piel, todo de Zara, y gafas de sol de Prada.
El modelo neerlandés Mark Vanderloo reinterpreta en estas páginas la nueva sastrería. A la izquierda, traje de chaqueta y pantalón de Kiton; camisa de cuello inglés, corbata de lana y seda y zapatos de piel, todo de Zara, y gafas de sol de Prada.Daniel de Jorge

Establecer un canon estético que refiera por igual formalidad y creatividad sin concesiones/restricciones es el empeño actual de los sastres que han definido con férreas hechuras el vestir masculino durante décadas. Más de medio siglo de intimidante burocracia indumentaria expresada precisamente por la idea de que lo formal siempre quita lo valiente. La crisis financiera de 2008 terminó al fin por evidenciar la desconexión de tal modelo estético con la realidad sociocultural y, desde entonces, la búsqueda de una renovada elegancia y un cambio en la significación del uniforme por antonomasia del hombre ha marcado el camino a seguir. Incluso entre las etiquetas de tradición más conservadora, espoleadas por los insospechados adalides de la nueva normalidad sartorial, esos que ayer hacían pasar sudaderas con capucha por artículos de lujo y ahora cortan trajes a medida de la muchachada zeta. “Antes éramos unos advenedizos que estaban fuera y se limitaban a expresar su opinión. Ahora estamos dentro y no solo opinamos, también diseñamos”, se jactaba Virgil Abloh hace un año cuando el debut de LV², la colección cápsula con la que el director artístico de la línea masculina de Louis Vuitton y la leyenda del estilo callejero japonés Nigo juegan a los sastres de Savile Road (la calle londinense sinónimo del traje clásico), momento dandismo mod sesentero. La muerte del streetwear que el propio Abloh predijera en 2019 era esto. Profecía autocumplida.

Que los prohombres de la informalidad sean quienes hayan dado alas a la reformulación de las políticas del traje tiene en realidad todo el sentido. Y no solo porque con ello se cubran las espaldas ante los vaivenes comerciales: el cansancio del mercado por sobresaturación de camisetas con motivos gráficos, pantalones de cintura elástica y zapatillas deportivas es una vieja cantinela de los analistas. En una sociedad en la que la elección de la vestimenta se entiende más que nunca como acto de individualismo, la forma más elevada de la moda varonil, la que manifiesta como ninguna otra la fisicidad del hombre, no puede —no debe— permanecer ajena a la revisión de la masculinidad propiciada por las nuevas generaciones, que entienden el cuerpo como espacio mutable, proclive a la contradicción, la ambigüedad y el desconcierto. “Me encanta la libertad del macho Off-White actual”, concedía de nuevo Virgil Abloh, esta vez desde su influyente tribuna en la firma de lujo urbano que fundó en 2013. El diseñador afroamericano abrazaba de repente la fluidez la pasada primavera-verano, con una colección mixta en la que reinaba la sastrería. “Me gusta la disonancia entre cómo se percibe Off-White en la calle y esta propuesta. Es mi respuesta a cómo ha de verse la moda en 2021″, puntualizaba. El gesto es tardío —otros llevan mucho tiempo explorando las nuevas representaciones de género a través del dos piezas (Haider Ackermann, Thom Browne, Alessandro Michele en Gucci)—, pero resulta especialmente relevante al venir de él: un creador popularísimo entre los jóvenes de vestir heteronormativo. Tamaño giro en su narración de marca podría tildarse de oportunismo, pero con la fragilidad masculina en el ojo del huracán no parece de recibo despreciarlo, que tiene mérito cuestionar el máximo símbolo de la identidad masculina en términos de indumentaria, sobre todo si se ataca desde dentro.

Mark Vanderloo lleva abrigo en paño de lana, blazer entallada y pantalón de cintura alta con pinzas en raya diplomática, todo de Mans; camisa a rayas blancas y azules de Polo Ralph Lauren, y zapatos de piel de Zara.
Mark Vanderloo lleva abrigo en paño de lana, blazer entallada y pantalón de cintura alta con pinzas en raya diplomática, todo de Mans; camisa a rayas blancas y azules de Polo Ralph Lauren, y zapatos de piel de Zara.Daniel de Jorge

Hacer política de la masculinidad vistiendo traje tradicionalmente ha sido la prerrogativa del hombre. Es la expresión físico-estética de su posición dominante, tanto que a la mujer no le ha quedado otra que apropiárselo en su lucha por ser considerada una igual, especialmente en entornos laborales. Lo que han hecho con él los diseñadores a lo largo del último medio siglo no ha sido sino ahondar en la psicología varonil según el momento, ya fuera Giorgio Armani desbrozándolo de hombreras y entretela para convertirlo en segunda piel a principios de los años ochenta (la erótica del poder en los albores del culto al cuerpo y a golpe del neoliberalismo salvaje), Tom Ford devolviéndole la estructura (los hombros armados, la cintura ceñida) con plus de sofisticación carnal a finales de los noventa (la vanidad en tiempos metrosexuales), o Raf Simons y Hedi Slimane en su refundación de Dior Homme concediéndole la gracia de la juventud con proporciones escurridas al empezar los dos mil (existencialismo de corte adolescente para afrontar el colapso de valores tras el 11-S). En cualquiera de los casos, jamás hubo duda de la certeza que representaban: la forma puede cambiar, que para eso se trata de moda, pero el fondo permanece, esa vieja idea de lo que es apropiadamente masculino por convención. Hasta que el discurso interseccional, con perspectiva de género, raza y clase, comenzó a calar en la industria del vestir por inevitable petición popular. “Siempre lucharás por la fluidez, porque estás absolutamente convencido de que todo el mundo ha de tener la posibilidad de expresar su yo verdadero”, escribía en febrero Harris Reed en una carta dirigida a su yo de 9 años. El diseñador angloamericano tiene ahora 24 y concita todas las miradas desde que vistiera al cantante e ídolo de masas Harry Styles con uno de los trajes sastre de su colección de graduación en la escuela Central Saint Martins de Londres, el que lleva la voluminosa crinolina incorporada, en noviembre del año pasado. “Creo que combinar la sastrería con elementos femeninos ayuda a que la gente abra los ojos y entienda que no somos solo una cosa, que no se nos puede encasillar en una única etiqueta”, explica. Un sentimiento generacional que comparten los británicos Matty Bovan y Charles Jeffrey, el francés Nicolas Gabard (Husbands), los estadounidenses de origen latino Sara Lopez (A—Company) y Willy Chavarria, el sudafricano Thebe Magugu o los españoles Carlota Barrera y Jaime Álvarez, artífice de Mans. El traje como estado mental.

La de género es, seguramente, la nueva forma de expresión política ganada por el traje con mayor predicamento, tanto que hasta la recogen algunas de las magnas sastrerías italianas, en absoluto ajenas al fenómeno Gucci de Alessandro Michele. La turinesa Carlo Pignatelli, que a partir de noviembre despachará sus creaciones en Pronovias, hace alarde de androginia orientalista, mientras Ermenegildo Zegna fotografía los trajes de su colaboración con Fear of God también en modelos femeninas, refiriendo el carácter no binario de la cápsula. “Ponte lo que te dé la real gana, sé tal como eres”, defiende Harris. Pero también advierte: “No dejes que la fluidez sea otra etiqueta limitadora más”.

Estilista: Juan Cebrián. Asistente de fotografía: Álvaro Gómez. Asistente de estilismo: Paula Alcalde. Maquillaje y peluquería: Carmen de Juan. Modelo: Mark Vanderloo (Sight Management). Producción: Maia Hoetink.

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