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PALOS DE CIEGO
Columna
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Tocqueville y los juglares

El caso es que Trump no representa una excepción, sino sólo la hipertrofia delirante de un prototipo universal

Ley de Memoria Democrática
Javier Cercas

Todo el mundo sabe que Alexis de Tocqueville fue uno de los pensadores esenciales del liberalismo; no siempre se recuerda, en cambio, que también fue un prosista de una lucidez y una elegancia supremas, que permanecen intactas siglo y medio después de su muerte. En uno de sus libros menos leídos, Recuerdos, afirma que, en medio del mundo de ambiciones egoístas en el que se ha desarrollado su vida, no ha conocido un espíritu más vacío del pensamiento del bien público que el del poeta y político Alphonse de Lamartine. Añade: “He visto a una multitud de hombres perturbar el país por engrandecerse (‘pour se grandir’): es la perversidad común y corriente; pero él es el único que me ha parecido siempre listo para trastornar el mundo con tal de distraerse”.

La observación es maravillosa. De entrada, admitamos que la perversidad común y corriente de Tocqueville goza en nuestros días de una salud magnífica, y que este mundo de ambiciones egoístas en el que seguimos viviendo —más o menos el mismo en que han vivido los seres humanos desde el principio de los tiempos— está igualmente lleno de personas vacías del pensamiento del bien público y dispuestas a perjudicarlo para obtener un bien privado. Este error es moral, pero deriva de un error intelectual. El error consiste en considerar que el bienestar público y el privado son opuestos, y que sólo lo que perjudica a los demás me beneficia a mí (y viceversa); no es verdad: el bienestar público contiene el privado, de manera que casi siempre es imposible conseguir éste sin aquél, o al menos sin un mínimo de aquél. Lo individual es una dimensión de lo colectivo, y lo colectivo una dimensión de lo individual. Los otros son parte de nosotros: olvidarlos, o menospreciarlos, equivale a olvidarnos o menospreciarnos. No parece muy sensato. Lo sensato consiste en practicar como mínimo una suerte de egoísmo solidario: si no se hace el bien público por imperativo moral, al menos deberíamos hacerlo por imperativo práctico; es decir: porque nos conviene. En cuanto a esas personas siempre listas “para trastornar el mundo con tal de distraerse” de las que habla Tocqueville, a mí me recuerdan algo que escribió Ortega a raíz de la muerte de Unamuno, y es que el escritor vasco pertenecía a “la última generación de intelectuales convencida aún de que la humanidad existe sin más elevado fin que servir de público a sus gracias de juglar, a sus arias, a sus polémicas”. Es evidente a estas alturas que Ortega pecaba de optimista, y que, suponiendo que sean justas sus palabras sobre Unamuno, poeta y político como Lamartine, con él no moría el último intelectual de narcisismo estratosférico; también es evidente que Tocqueville fue muy afortunado al conocer sólo a uno de esos especímenes. O quizá es que hoy abundan más que entonces. O, simplemente, que esos políticos e intelectuales se han vuelto más visibles en la sociedad del espectáculo o gran plató televisivo en que nos ha tocado vivir. Sobre todo, los políticos, por momentos convertidos en estrellas mediáticas, en protagonistas permanentes de un programa de telerrealidad sufragado con dinero público. El ejemplo perfecto fue, sobra decirlo, Donald Trump, ese político inverosímil que se hizo célebre precisamente en un programa de telerrealidad (o algo así), ese presidente con aire de bebé con sobrepeso, envejecido y siempre enfadado, siempre rodeado de asesores que parecían pendientes de satisfacer todos sus caprichos, de intentar entretenerle y calmar sus berrinches: una mezcla monstruosa del Lamartine pintado por Tocqueville y el Unamuno descrito por Ortega. Y el caso es que Trump no representa una excepción, sino sólo la hipertrofia delirante de un prototipo universal. De hecho, no parece ninguna casualidad que cada vez más políticos relevantes procedan de la televisión, o del mundo del espectáculo, o del periodismo, empezando por el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, que saltó a la fama interpretando en una serie televisiva a un presidente ucranio, y terminando con nuestros Ayuso, Iglesias o Puigdemont. Me encantaría saber qué opina Tocqueville al respecto.

A mí me inquieta.

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