Los indígenas cuidan mejor la Tierra
Un proyecto muestra cómo la gestión de reservas naturales mejora con la participación indígena: en las zonas del Amazonas donde tienen acceso a los derechos totales de propiedad, la deforestación resultó un 66% menor
Jaba Tañiwashskaka es un lugar sagrado del pueblo kogi al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se alzan los picos más altos de Colombia, frente al Caribe. Hace unos 400 años, los ancestros kogi tuvieron que abandonarlo para salvar sus vidas de los colonos e invasores, retirándose a lo alto de las montañas. Perdieron las rutas de sus peregrinajes y el acceso al mar. En 2010, el lugar, a lo largo de la desembocadura del río Jerez, “era un basurero quemado, lleno de escombros de plástico, colchones viejos y cartón podrido que procedía de los pueblos cercanos. El pantano sucio apestaba, no había vida silvestre salvo unas pocas vacas y arrendajos, y el río que desembocaba al mar estaba contaminado”, describe Isidoro Hazbun, del equipo de Amazon Conservation Team (ACT) en Colombia.
Los kogi les pidieron ayuda. “Pudimos apoyarles para que compraran las tierras en 2013”, dice. Retiraron toneladas de basura, incluso de las playas; restauraron los manglares para filtrar el agua y protegieron los nidos de las criaturas. “Y, en paralelo, ellos hicieron ofrendas a los seres visibles e invisibles de su territorio como parte de la restauración”. Volvieron los cangrejos, los caimanes y capibaras. En solo siete años, “el suelo se enriqueció, la vegetación brotó, las marismas volvieron a tener un olor dulce y una hermosa laguna se llenó de peces”.
En 2004 visité la sede de ACT en Washington, en plena explosión de cicadas (cigarras voladoras que alfombraban las aceras y chocaban contra uno). Su fundador, el etnobotánico Mark Plotkin, me enseñó algo curioso. De unos pantaloneros colgaban grandes mapas que delimitaban las tierras de los indígenas, mapas que sus colaboradores habían creado con la ayuda de los jefes locales. Los mapas, explicó Plotkin, eran una estrategia legal necesaria que les permitía reclamar ante los gobiernos la autoría de las tierras habitadas por sus antepasados.
Yo por entonces no comprendía del todo su importancia. Pero la restauración del lugar sagrado de los kogi no es casualidad. Las evidencias científicas confirman ahora la intuición de Plotkin. Para proteger de la destrucción las selvas tropicales de Sudamérica —el pulmón terrestre del planeta que absorbe cada año el CO2 equivalente a 25 años de emisiones de los coches—, lo mejor es dejar su gestión en manos de sus pueblos indígenas.
Su influencia es incluso visible desde el espacio. “Allí donde los indígenas tienen acceso a los derechos totales de propiedad, la deforestación resultó un 66% menor”, concluye Kathryn Baragwanath, investigadora de la Universidad de California en San Diego y autora de un estudio que analiza imágenes de satélite y que recoge la revista Proceedings.
La evidencia es abrumadora. El Parque Indígena de Xingú, en Brasil, fue creado en 1961. El satélite recoge un oasis verde, sostenido por el manejo que los indígenas desarrollan en su interior con la ayuda de ACT. Allí donde no llega la mano de los locales se extiende la tierra macilenta y devastada, víctima de la explotación de la agricultura a gran escala.
Los efectos se ven en otros lugares bajo el control indígena, asegura Hazbun. En la Amazonia peruana, la deforestación se redujo a la mitad en apenas cinco años; en Bolivia, Brasil y Colombia fue tres veces menor en poco más de una década. En este último país, casi el 90% de los territorios indígenas tiene cobertura forestal. Los científicos ya hablan de un cambio de chip: las reservas naturales en regiones tan sensibles e importantes contra el cambio climático deben incluir la gestión de los indígenas como garantía de supervivencia.
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