Piazzolla por Rinaldi
Fue como entrar a una tormenta. Como ser embestida. Era una voz repleta de devoción, de ira, de violencia y gracia
Hacía mucho que no la veía sobre un escenario, a pocos metros, una distancia desde la cual ella tiene una capacidad de irradiación mortífera. En diciembre pasado dio una entrevista al diario argentino Página/12. Cumplía 85, le preguntaron cómo llevaba la cuarentena. Dijo: “¡Pésimo! ¡Encerrada! Puteo mañana, tarde y noche (…), es terrible a lo que nos llevó esta basura de virus, pero a mí me quedan agallas: cosas por hablar y cantar, y a quienes vienen a verme les quiero dejar una sonrisa, no un llanto ni una pena. Que se lleven a la mujer que siempre he sido: protestona, pero una persona que vive la vida con mucha intención”. Vivir con intención: toda una manera.
Era domingo y dos amigos me invitaron a ir con ellos. Después de permanecer cerrado durante meses por la pandemia, el teatro Colón de Buenos Aires reabría sus puertas con una serie de conciertos en homenaje a los 100 años del nacimiento de Astor Piazzolla, el bandoneonista y compositor argentino que aterrizó en el tango con la sutileza de un meteorito deletéreo. Sus composiciones trastornadas hicieron que, en los cincuenta, los sesenta, los setenta, tangueros tradicionales lo despreciaran generosamente. El bandoneón, en sus manos, era una experiencia aterradora remitida desde el trono del diablo. Ese domingo el programa era Piazzolla antes de Piazzolla, tangos de diversas épocas interpretados por la Orquesta Escuela Emilio Balcarce. Siempre me impresiona entrar a la platea del Colón: es como ingresar a una ampolla de terciopelo ardiente. Por el protocolo sanitario había poco público: muchachas vestidas como libélulas, gente de jeans, señoras con barbijo haciendo juego con el fular. Caminamos hasta nuestra fila en medio de un silencio idéntico al que hay en un cine de pueblo un sábado de verano a las tres de la tarde. Yo miraba todo con escrutinio infantil o desconcierto encantado: ¿eso iba a suceder, de verdad podía hacerse? A las cinco bajó la intensidad de las luces y los integrantes de la orquesta salieron al escenario. El corazón me dio dos saltos: ¡una fila de siete bandoneones, siete bestias casi extintas construidas con maderas centenarias! Y violines y violas y chelos y contrabajo y piano. El director dijo: “Un, dos, tres”, el silencio de la sala reventó bajo la cúpula y algo dentro de mí —el entumecimiento, la emoción prensada durante tantos meses— empezó a bullir. La música de Piazzolla es como una persona punk vestida de Balenciaga que se especializa en desarmar bombas, sólo que, en vez de desarmarlas, las activa en secreto. Suena como un crótalo, como la inminencia de una cascabel, como el roce entre el mar y la corteza de un tiburón azul . Muy pronto el escenario empezó a arder con trozos dispersos de genialidad incandescente, y yo entré en el estado de trance que conozco: un deslizamiento abismado hacia un sitio más grande que la vida. Rato después, ya transcurrida más de la mitad del concierto, el presentador dijo que había llegado el momento de que cantara ella. A mi madre no le gustaba el tango, excepto cuando lo cantaban Julio Sosa, un uruguayo titánico, y esta mujer: Susana Rinaldi. Que ahí estaba. Entrando a escena gallarda pero cautelosa, con una chaqueta celeste cielo salpicada de fucsia. Los aplausos sonaron como suenan cuando se saluda a un mito: inflamados. Agradeció, empezó a hablar. Dijo que Piazzolla, “como todo artista”, era un desesperado; que en su país —el mío— habían sido muy críticos con él. Usaba ese tono displicente y a la vez pleno de matices por el que se pasea cual dominatriz: campos de silencio perforados por susurros, rabias que endulza con dicción perfecta, punciones de sarcasmo, una remota ofuscación. Y entonces dijo: “Vamos a empezar por esta obra de Astor Piazzolla y Jorge Luis Borges: Alguien le dice al tango”. El director hizo una seña. Ella miró la partitura. Y, el rostro cargado de una gravedad de misa, empezó a cantar. Nada me había preparado para eso. Ni su caminata cautelosa, ni el enojo que parecía vislumbrarse en lo que dijo. Fue como entrar a una tormenta. Como ser embestida. Era una voz repleta de devoción, de ira, de violencia y gracia. El ulular de los genes de un sujeto humano, un instrumento hecho de historia y de tendones. Rato después, mientras el piano rodaba tempestuoso sobre el bramido de los bandoneones, y cuando ella ya se había ido dejando tras de sí una estela de fulgor, yo seguía en ese sitio al que su voz me había empujado: un sitio donde todo vive, incluso lo que se ha perdido.
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