Adictos al odio
La Universidad de Chapman (EE UU) reúne testimonios de ex supremacistas blancos, nazis y otros extremistas arrepentidos que explican la dificultad que supone cambiar de mentalidad
“Me llevó dos años aprender a odiar y nueve dejar de hacerlo”, dice Carter, un antiguo miembro de un grupo paramilitar estadounidense. “Tuve que aprender a interpretar las Escrituras de forma distinta. No pude tocar una Biblia durante años, ya que no podía leerla sin ver el lado malvado”. Su testimonio forma parte de las entrevistas realizadas a 89 ex supremacistas blancos por el equipo de Peter Simi, profesor titular de Sociología de la Universidad de Chapman, cuyo análisis recoge la American Sociological Review. La mayoría, exmiembros de grupos como el Ku Klux Klan, Identidad Cristiana, neonazis y racistas skinheads, no dudaron en describir las grandes dificultades para liberarse de ese odio, como si luchasen contra algo adictivo.
“Todos compartían características propias de la adicción”, asegura Simi a través del correo electrónico, “aunque no estamos afirmando que desengancharse del odio sea lo mismo que la adicción a la heroína o el alcohol, que puede manifestarse de forma diferente en cada uno. Pero las entrevistas están repletas de descripciones de luchas y desafíos que se parecen a varias adicciones del comportamiento, como el juego”.
El odio provoca recaídas, dice Simi. Bonnie, una exmiembro de un grupo nazi, condujo hasta un restaurante para protestar por un pedido de su hijo donde faltaban tacos y la hamburguesa era pequeña. La discusión con la camarera, mexicana, subió de voltaje. “Era realmente antipática, así que le dije: ‘Que te jodan, frijolera, fuera de mi país. ¡Poder blanco!’. Y le hice el saludo nazi”, dice Bonnie. “No suelo hacer ya esa mierda, pero estaba tan enfadada…”. En la entrevista, la mujer se arrepiente y se avergüenza de lo que hizo, algo que describe como un acto no deseado e involuntario.
La música supremacista blanca
Algunos de los participantes afirmaron que el odio es adictivo. Melanie formó parte del Partido Nazi Americano y manifestó que el odio racial estaba fusionado en su cerebro por culpa de la música supremacista blanca . “Alguien tiene que hacer un estudio sobre eso, lo que nos provoca en nuestros cerebros. Te lo aseguro, es una adicción; si escucho esa música una semana, vuelvo a esa mentalidad. Lo sé”.
“El odio es poderoso y al proporcionarnos recompensas puede ser adictivo”, dice Simi. “Es muy emocional. Encontrar un enemigo común es una forma de intoxicación. Los grupos que lo promueven promocionan un sentido muy fuerte de pertenencia al grupo, de identidad y solidaridad”, afirma.
Para el neurocientífico Francisco Rubia, autor del libro El pensamiento dualista (Laetoli), este odio se encuentra en la base de “un pensamiento dualista temprano con una fuerte carga emocional, que es el pensamiento de las ideologías y que es extremadamente peligroso como demuestra la historia: nacionalsocialismo con judíos y arios, leninismo-estalinismo con proletarios y capitalistas, o los hutus y tutsis”.
¿Estamos programados especialmente para odiar? ¿Puede existir un circuito del odio en el cerebro humano? Peter Simi admite que los bloques que hacen posible el odio ya están impresos en nosotros, como identificar a alguien como propio o ajeno en un grupo, la necesidad de reconocer amenazas en el entorno y la implicación emocional de sentirse parte de algo, que es muy poderosa. Pero el odio es fundamentalmente una construcción social, cognitiva y compleja, no una traducción automática de estos bloques. Pese a ello, trabaja con un neuropsicólogo de la Universidad de Delaware para rastrear las pistas biológicas de estos comportamientos bajo los escáneres de resonancia magnética funcional y electroencefalogramas.
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