Mestia, la sublimación de la montaña en el Cáucaso
Ubicado en el norte de Georgia, este enclave es un regalo para excursionistas y una de las joyas de un país que combina naturaleza y una gastronomía vibrante
El tipo es amable y efectivo. Actúa con vehemencia, pero sin aturdir. Regenta un bar al que le ha crecido hace poco un hostal en el costado. Su nombre, apenas legible. Muestra corriendo la habitación: vistas a un muro en un cubículo estrecho con tres camas. De sobra: está en la calle central y es un buen punto estratégico. Demasiado cuesta llegar como para ponerse sibarita. Y menos con los precios (aún) asequibles de Georgia. Sin consultar tarifas se cierra el trato. Intercambio breve de llave, billetes y pasaporte. Cuestión de minutos que resultan una eternidad cuando deseas soltar macuto y mover las piernas. Porque el camino hasta Mestia ha sido largo. Para alcanzar este edén alpinista hay que ganarse todo un ejército de centinelas en forma de cordillera. Al sinuoso periplo se le suman obstáculos imprevistos: una zanja abierta en lo que parecen obras prehistóricas, una caravana de tractores en plena mesa de diálogo sobre quién debe pasar primero, apicultores cosechando miel sin traje de protección ante las colmenas colocadas a unos pasos de los miradores. Con resignación y talante meditativo, el recorrido se puede considerar una parte del gozo, un adelanto de lo soberbio.
Quizás el preludio es necesario para lo que aguarda en esta calle con un número limitado de hospedajes. Lo que espera en este pueblo al norte de Georgia supone la sublimación de la montaña. Su ubicación —en pleno Cáucaso, a 456 kilómetros de Tiflis, la capital del país, y con picos que superan los 4.000 metros— deja sin aliento y con ganas de echarse a caminar. La primera impresión es de aldea plácida, solo perturbada por el paso caprichoso de una pequeña recua de vacas y por el sonido del río Mulkhra, que baja acompasado con el piar de las aves. Un sueño para el oficinista atribulado que desee olvidarse de las pantallas. Mestia queda como una etapa en la que pertrecharse: ofrece joyas naturales, escapadas sin límite si se está dispuesto a seguir castigando el todoterreno o, en plena villa, los mejores ejemplos de torres defensivas protegidas por la Unesco.
Una golosina para montañeros. Estos fluyen por este tramo de asfalto como combustible que empieza a alimentar una población de menos de 2.000 personas. Sus vecinos ven este eventual flujo de visitantes como un nuevo negocio, dejando atrás la agricultura y transformando en alojamientos turísticos lo que antes eran viviendas. Gracias a estos caminantes, el impetuoso dueño del hostal apunta en su cuaderno datos de un documento extranjero o los locales de la zona acogen comensales a los que hay que explicarles una carta bilingüe. El turismo en esta exrepública soviética casi se ha duplicado desde 2012: de 4,7 millones de visitantes ha pasó a 8,7 en 2018 y ahora —pandemia y guerra en Ucrania mediante— se recupera llamando a nómadas digitales y amantes del medio ambiente.
Y no es de extrañar: su apogeo se adivina como inminente, aunque todavía suponga un descubrimiento compartido. Dan fe las decenas de peregrinos que deambulan de un lado a otro con todo tipo de artilugios de alpinista o las parejas ensimismadas en sus GPS o en aplicaciones con las instrucciones que cumplir. Elementos, por cierto, bastante necesarios en una tierra donde destaca la amabilidad de la gente, pero donde la ayuda se reduce a la mímica de la policía, que transita sin descanso la única calle con aceras, o a las indicaciones vagas de lugareños acostumbrados al entorno, que ven en la línea recta todo un sendero marcado.
Nada más alejado de lo que realmente ocurre. A menudo, las rutas se diluyen sin aviso en una serranía con miles de opciones. De hecho, si Georgia perteneciera a la Unión Europea, el monte Elbrús le quitaría el trono al Mont Blanc como su montaña más alta, con 5.642 metros de altitud frente a 4.807 del francés. Svaneti, la región a la que pertenece Mestia, sería un satélite para profesionales y amantes de las actividades de montaña. En verano, cuando solo se necesita algo de abrigo para pasar las noches a la fresca, el paisaje muestra su agresividad y salvajismo en siluetas pardas sobre trochas arcillosas. En invierno, algunos trozos se han convertido desde el año 2000 en pistas de esquí y refugio de aficionados al piolet. Su dificultad mantiene el magnetismo de lo que se guarda como un secreto, sin postales.
Las travesías pueden demorarse días, pernoctando entre los riscos del glaciar Chalaadi o del monte Ushba, de 4.700 metros, o pueden reducirse a etapas de un día, que requieren madrugar más que los responsables de los comercios, de horario acorde a la vida urbana. Y hace falta concienciarse del probable dolor de rodilla posterior: cada paso es un mazazo de 45 grados que conviene rebajar con bastones. En el trayecto es habitual cruzarse con expertos que van calculando su mejor marca y chistan a quien entorpece su camino o con grupos avanzando en caballos. Ambos acompañantes suelen reposar de tanto en tanto en pequeños lagos, acusando el sol que deslumbra con bravura y obliga a las gafas de sol o el sombrero.
Oportunidades para respirar la inmensidad del valle, en definitiva, no faltan. El horizonte se va abriendo en cada ascenso, secundando la belleza intuida en el viaje. Volviendo a coger el volante, incluso se puede ampliar el periplo y visitar Ushguli, si la carretera que comunica las poblaciones lo permite. Este emplazamiento, a unos 2.000 metros de altitud, está formado por cuatro aldeas deshabitadas y toda la región está considerada patrimonio mundial de la Unesco desde 1996. Seis meses al año, las 700 familias que lo pueblan han de cambiar de hogar debido a la nieve, que impide el acceso.
También sobresalen las ermitas, castillos y las famosas torres desperdigadas por rincones remotos. Estas koshki son un icono de la provincia. Sirvieron de fortaleza y hogar para los residentes en la zona. Suelen rondar los 20 metros de alto y los cuatro de anchura, con seis pisos donde se distribuyen el vestíbulo, sin ventanas, y las diferentes habitaciones. Se puede aprender más sobre estas construcciones tradicionales en el Museo de Historia y Etnografía de Svaneti, fundado en 1936 y rediseñado con escaparates que muestran el armamento o las joyas y vestimentas propias del territorio. Incluso se puede ver la casa de Mikheil Khergiani, alpinista soviético nacido en 1932 que ganó siete medallas en campeonatos de la URSS antes de fallecer a los 37 años en Italia.
Cerrar en condiciones la estancia pasa por alternar en sus restaurantes y probar la famosa gastronomía georgiana. A los típicos kinkhalis (una masa rellena de carne) o khachapuris (pan con un huevo y algunos ingredientes más como el tocino o el queso) se les suma una oferta variada de legumbres con frutos secos. En algunos establecimientos, la terraza se asoma al río, y su suelo cruje con el paso de los camareros. La experiencia invita a copiar al dueño del hospedaje y montarse un negocio propio. Mientras, uno se conforma con engrosar la lista de turistas que acuden a Mestia en busca de montaña y un lugar donde descansar, aunque sea con la panorámica de un muro desde la habitación.
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