Santa Lucía, Trinidad, Tobago, Antigua, San Vicente, Jamaica, Barbados... Descifrando el Caribe británico
A pesar de ser un vasto archipiélago con muchos matices, este presenta rasgos comunes: cada isla consume con orgullo su ron nacional, todas ofrecen playas recónditas y una gastronomía común, con el pescado y la barbacoa como protagonistas
Clavada como está la mirada española en América, la región que el mar Caribe baña no nos es ajena. Antes al contrario, España tiene una estrecha familiaridad con el Caribe peninsular, sobre todo el colombiano y el mexicano y, naturalmente, con las Antillas Mayores, especialmente Cuba, La Española y Puerto Rico. Acaso ello explique que España haya desviado su atención del Caribe británico, formado por Jamaica y la mayoría de las Antillas Menores. Aunque muchas de estas islas fueron en su día avistadas e incluso visitadas por Colón y estuvieron bajo soberanía española, las mareas e intrigas de la Historia las alejaron de España.
Las Antillas Menores están formadas por esa formidable media luna que principia al oriente de Puerto Rico y culmina en Trinidad, justo en la desembocadura del Orinoco. En su mayoría, son islas de ascendencia inglesa, aunque también las hay francesas y holandesas. La división más elegante que existe en la geografía universal se da precisamente en las Antillas Menores, pues estas quedan partidas en dos áreas según la dirección en la que sopla el viento: las islas de Barlovento y las de Sotavento.
Al asomarse por vez primera a las Antillas británicas se advierte de inmediato una curiosa circunstancia para el viajero español, pues la mayoría lleva a España en el nombre, Santa Lucía, Trinidad, Tobago, Antigua, Montserrat, San Vicente, Jamaica o Barbados. Sin embargo, la capital de estos países responde siempre a la toponimia inglesa, salvo el caso de Puerto España, en Trinidad. Excepto Trinidad y, en menor medida, Jamaica, estas islas nunca fueron administradas activamente por España.
La gran diferencia con el Caribe español es la ausencia de grandes edificios civiles o religiosos. Tan solo Bridgetown, capital de Barbados, goza de notable arquitectura inglesa, pero no hay nada comparable a La Habana o Santo Domingo, cuyas centenarias universidades y catedrales, que en su día rivalizaban con las de Tierra Firme, datan de los tiempos de la Capitanía General. Las capitales del Caribe británico no exhiben grandes edificios o avenidas. Son todas ciudades portuarias, algunas trazadas con encanto pero de muy moderada belleza, con la notabilísima excepción de Saint George, en Granada. Acostumbran a tener mercados que, por su ajetreo y vistosidad, recuerdan a los africanos, donde se venden alimentos, especias, aderezos y, naturalmente, todo tipo de ungüentos, pócimas y brebajes para aliviar las preocupaciones habituales del hombre moderno.
¿Qué isla visitar?
La multitud de islas hace muy difícil escoger una como destino y los matices nunca son obvios hasta que se empieza a explorar la región. Tradicionalmente, Barbados ha sido la más popular, no solo por ser la más desarrollada en servicios turísticos, sino también por ser la más cercana al Reino Unido. San Vicente es una de las más bonitas y Carriacou, una de las Granadinas, acaso sea más edén que playa. Santa Lucía, exuberante y preñada de verde, está dominada por colinas y cerros y coronada por sus celebérrimos montes Pitons, que se elevan imponentes al sur de la isla, justo los mismos que blasona su bandera. Trinidad y Tobago se diferencian del resto por incorporar el elemento indio a su cultura, de la gastronomía a la religión, con lo que son menos caribeñas que el resto. Antigua, isla plana y frondosa, cuenta con el English Harbour, un puerto natural testimonio de la presencia militar de los británicos y con el mayor surtido de playas de Las Antillas. Los dos países con cierta entidad política son Jamaica y Trinidad y Tobago. Ambas fueron posesiones españolas y, paradójicamente, en las dos empieza y acaba el Caribe inglés.
Este, a pesar de ser un vasto archipiélago con muchos matices, presenta rasgos comunes. Cada isla exhibe y consume con orgullo su ron nacional y en la mayoría de ellas se pueden degustar en sus rum shacks, antros de bebida única, de decoración ascética, algo canallas y de melancolía asegurada. Aunque todas tienen distintos acentos, existe una gastronomía común, muy distinta del Caribe hispánico. En el Caribe inglés la influencia africana es notable y entre sus guisos descuellan el lambie, el callaloo o el curri de cabra. También se cocinan los cangrejos y la langosta, cuya veda es controlada con irritante celo. Los macarrones con queso (mac ‘n’ cheese), acompañamiento de casi todos los platos, es una inquietante obsesión culinaria en todas, reflejo elocuente de la influencia que Estados Unidos sigue teniendo en los fogones de todo el continente. Sus mejores recetas se sirven, no obstante, en entrañables puestos callejeros.
También es común que en estas islas los viernes haya fish market, atrayendo por la noche tropeles de gente que degustan con gran regocijo pescado y mariscos en los mercados, herencia, claro, del celebérrimo fish & chips británico, a su vez, discreto legado del catolicismo vigente antes de Enrique VIII. Los sábados, al ocaso, son habituales las barbacoas que en el Caribe británico ha perfeccionado mediante cilindros cerrados para asar la carne, por lo general de cerdo y pollo. Se congregan entonces las familias y se escuchan los melódicos ritmos metálicos propios de la repercusión antillana. Si Cuba tiene una exquisita y amplia coctelería, el Caribe inglés, menos creativo en esto, lo fía todo a su rum punch, suerte de sangría a base del inevitable ron y las especias del lugar.
El tipo humano caribeño oscila desde el que presenta molestas y exageradas poses victorianas, especialmente en Barbados, hasta el hombre de a pie, pacífico, de alma sosegada e inapto para el estrés. Apenas si existe interés en lo que pase en las islas de al lado, a las que ven como mundos distintos, lo cual no es otra cosa que la maravillosa indiferencia del isleño. Esta es tal que un antiguano en edad provecta me confesó sin rubor no haber visitado jamás la otra mitad del país, la vecina Barbuda, a tan solo 30 millas.
Las playas se extienden por doquier y algunas son de las mejores del mundo, como las de Granada, Santa Lucía o San Vicente. Aunque hay zonas turísticas ocupadas por las inevitables hordas que traen los ferris, las hay también solitarias, de remanso eterno, que permiten tumbarse bajo un dosel de recias palmeras. Acaso sea el único refugio que le quede al ya derrumbado hombre moderno.
Su cultura, menos obvia y más fragmentada que en el Caribe español, está ya felizmente codificada en las obras de V.S. Naipaul, Eric Williams o Derek Walcott. Sus letras, forjadas en las Antillas, son destellos de genialidad. Con instinto afinado y deliciosa prosa y verso, solo ellos fueron capaces de descifrar el complejo paisaje caribeño que les vio nacer.
Estas islas desperdigadas ofrecen al viajero bellísimas puestas de sol, playas recónditas que son en sí un monumento, un recetario único, soledades y compañías, la dulce y traidora ebriedad del ron, tributos discretos a Francia, Inglaterra o España y memorias del África triste que en su día llegó encadenada. Donde arribó Castilla hace ya mucho tiempo, la madeja del viajero que recorre islas color azabache hila discretamente centurias de historia europea y africana en el Caribe.
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