Último daiquiri en Floridita
La pandemia mantiene cerrado desde hace un año el bar más famoso de Cuba, pero su historia fascinante sigue más viva que nunca
Hace ya un año y dos meses que las gloriosas batidoras del bar-restaurante Floridita dejaron de escupir piñas coladas y daiquiris frappé y su gran barra de caoba quedó clausurada. La infausta pandemia que puso al mundo patas arriba golpeó también a este legendario templo de la coctelería cubana, en cuyas banquetas fueron bautizadas con ron figuras como Spencer Tracy, Ava Gardner, Gary Cooper, Marlene Dietrich, el duque de Windsor, Luis Miguel Dominguín, el boxeador Rocky Marciano o Errol Flynn, que tenía fama de rácano, además del escritor estadounidense Ernest Hemingway, su gran valedor.
Cerradas sus puertas en marzo de 2020 debido al inmisericorde virus, queda en el recuerdo el sabor del último combinado allí degustado y la memoria de sus más de dos siglos de vida, pues aunque Floridita fue al comienzo un sencillo bodegón de esquina llamado La Piña de Plata con el tiempo se elevó a la categoría de santuario del alcohol y las mezclas, y ya en 1953 fue considerado uno de los siete bares con más clase del planeta por la revista Esquire.
“El bar Floridita en La Habana es una institución de probidad, donde el espíritu del hombre puede ser elevado por la conversación y la compañía. Es una encrucijada internacional. El ron, necesariamente, domina, y como en el caso de muchos grandes bares, el estímulo de la presencia de un hombre famoso presta una atmósfera especial, una sensación de amistosa filosofía por la bebida: el residente cubano Ernest Hemingway”, señalaba Esquire entonces.
Días antes de echar el cierre disfrutamos allí del último daiquiri, más bien los últimos, preparados por uno de sus cantineros estrella, Alejandro Bolivar, heredero directo de la tradición del gran barman catalán Constantino Ribalaigua Vert, más conocido como Constante, quien al fallecer dejó el testigo a su sobrino Antonio Meilán, alma del establecimiento durante la dura travesía revolucionaria.
Muerto en 1952, el mismo año que Fulgencio Batista dio el golpe de Estado, Ribalaigua situó Floridita en la estratosfera de la coctelería con su famosa receta del daiquiri frappé nº 4, toda una obra de arte: ron blanco, azúcar, jugo de lima, hielo frappé en abundancia y unas gotas de marrasquino. Este combinado tan zen deslumbró a los bebedores tanto dentro como fuera de Cuba durante la época de la ley Seca en Estados Unidos (1920-1933), y fue inmortalizado por Hemingway en Islas en el golfo al describir sus efectos en el protagonista, el pintor Thomas Hudson: "Había bebido dobles daiquiris helados, de los grandiosos daiquiris que preparaba Constante, que no sabían a alcohol y que al beberlos daban una suave y fresca sensación. Como el esquiador que se desliza desde la cima helada de una montaña en medio del polvo de la nieve. Y luego, después de un sexto u octavo, la sensación de la loca carrera de un alpinista que se ha soltado de la cuerda…".
Era esta la descripción de cabecera de Meilán y también del gran periodista cubano Fernando G, Campoamor, tan amigo de Hemingway como del trago y autor de una biografía del ron a la que puso el insuperable título de El hijo alegre de la caña de azúcar. Con Campoamor y Meilán quien escribe pasó horas y jornadas acodado en el gran recodo de la barra de Floridita recordando la mitología de Constante. Fue Campoamor quien mejor capturó la sensación y el placer de verlo trabajar:
“A hora fija se presentaba Constante sobre su discreto estrado como un malabarista que sale a la pista: pantalón negro, camisa blanca, lazo, chaquetilla smoking con delantal, es decir, la etiqueta gastronómica. Alzaba aquellos limones ácidos y jugosos de su propio limonar, y los exprimía a la vista de todos con entera pulcritud en los instrumentos de trabajo. Racionaba entonces los ingredientes, según el código. Más de la mitad entre 150 cócteles contaban con jugo de limón. Y en el país del azúcar, también su consumo entraba libremente en ellos, cuya lista encabezaban los de ron, asistidos de toronja, naranja y piña”.
Campoamor, que bautizó a Hemingway como The ugly bastard (el feo bastardo) tras verle desalojar a trompadas de la banqueta aledaña a un borracho molesto, decía siempre que Constante y sus chicos eran “diplomáticos y políglotas, como buenos embajadores”. “Son psicólogos conocedores profundos de la naturaleza humana, son confesores, y cuando se les pide, dan consejos sobre los temas más disímiles, complejos y delicados. Son también estoicos, porque soportan con una infinita cortesía y comprensión las incoherencias surrealistas del mundo loco en que a veces se convierte un bar”.
Campoamor era un bon vivant y como Hemingway visitaba Floridita, el Sloppy Joe y los mejores bares de la ciudad casi a diario, y por eso conocía a todos los buenos cantineros y los tenía en un altar. “Tienen la elegancia de un director de orquesta sinfónica y la pulcritud y asepsia de un eminente cirujano cuando va a operar. Son los químicos de la era moderna, botánicos del siglo XVIII, alquimistas del Medioevo que siempre producen oro frío y reluciente”, decía de ellos, aunque para él Constante era especial.
Realmente el daiquirí era un coctel conocido antes de la llegada del de Lloret del Mar. Otro cantinero español, el famoso Emilio González, popularmente llamado Maragato, lo había hecho suyo y se decía que era quien mejor los preparaba en la barra del cercano hotel Plaza, pero en eso llegó Constante y le dio la vuelta a la cosa. Meilán contaba que con ayuda de su máquina de moler hielo marca Flak Mak, recién traída de los Estados Unidos, picó el hielo y lo conservó en una caja con aislante y huecos en el fondo para mantener seca la nieve. Luego lo mezcló en una batidora eléctrica (invento popularizado a partir de 1922) con una onza y media de ron blanco, una cucharadita de azúcar, 5 gotas de marrasquino y el jugo de medio limón fresco, y lo sirvió en una copa de boca ancha previamente helada. Bingo.
Meilán era un hábil choteador y un pozo de sabiduría. En lo político digamos que sus ideales no eran en exceso socialistas, probablemente debido a que el local que su tío convirtió en la cuna del daiquiri fue decayendo a partir de 1959 a causa de la falta de suministros, hasta que un buen día llegaron las expropiaciones. Antonio había entrado a trabajar a Floridita en 1939 ayudando a Constante a limpiar y dar cepillo a las 11 puertas del establecimiento, que no fue climatizado hasta después de la Segunda Guerra Mundial, después de que abriera en la esquina el Pan Américan Club con aire acondicionado.
“Los clientes decían que se sentían bien en Floridita pero que hacía mucho calor y los ventiladores no daban abasto, todos los papeles se volaban”, recordaba Meilán, que vivió la decadencia del establecimiento como una herida familiar, de ahí sus bromas con retranca que administraba a cuentagotas aunque tuviera confianza con uno, por si acaso.
— Viva O enano do Ferrol, caudillo de España.
— Hombre, Meilán, no se pase.
— Usted calle, periodista, que no sabe ná.
Más o menos este era su saludo cuando entraba por la puerta de Floridita, y a veces hasta levantaba el brazo, para joder un poco más. Luego llegaban sus fabulosos cuentos, que podían ser de John Ringling North, dueño del circo Ringling, que tenía cuenta abierta mientras estaba en la isla presentando su espectáculo, o te hablaba de la gracia de Sarita Montiel, de la belleza de Ava Gardner, o del personaje real que inspiró a la prostituta Lili la Honesta de Islas en el Golfo. “Ella venía a pescar por aquí con frecuencia”, si bien casi siembre las historias buscadas por la clientela eran las del autor de El viejo y el mar, a quien Meilán simplemente llamaba Papa, como muchos cubanos.
— ¿Cuál fue su máximo récord?, le preguntaban siempre.
— Nunca saqué la cuenta, además es secreto profesional, contestaba, acabando la conversación.
Después de mucho insistir, y luego de recordar que el premio Nobel los bebía dobles y sin azúcar, pues era diabético, un día Meilán confesó que en una ocasión le sirvió 12 o 14 “y se llevó el del estribo”. Hemingway vivía desde 1940 en Finca Vigía, en el cercano poblado de San Francisco de Paula, a 20 minutos en su Chrysler New Yorker descapotable en el que gustaba llevar a sus invitados a media mañana al abrevadero de Floridita. El escritor pagaba una vez al mes y solía llevarse siempre un par de daiquiris en una coctelera para el camino (los del estribo).
— Cuando se acordaba, se aparecía con cinco o seis envases para devolver.
Meillán se jubiló en los años noventa del siglo pasado, pero siempre que venían delegaciones o clientes importantes lo llamaban. Allí íbamos a beber daiquiris y a escucharle los cuentos, y ya al final por la barra andaba Alejandro Bolívar, aunque hay que decir que Antonio era un poco sádico con los empleados más jóvenes. Les decía que media barra, hasta la esquina, era suya y que por allí ni se acercaran.
“Yo era un aprendiz de cantinero y Antonio no me permitía ni limpiar los ceniceros, pero le agradezco muchísimo sus enseñanzas. Gracias a Antonio yo aprendí el oficio de su tío Constante. La tradición pasó a los que trabajamos con Meilán, y te puedo decir que el daiquiri que se bebe en Floridita es el mismo que se tomaba en los tiempos de Hemingway”, asegura Bolivar, ganador de numerosos concursos internacionales.
Recuerdo como si fuera ayer el último daiquiri que me preparó Meilán hace 20 años. Aunque ya escaseaba el limón y en el bar se utilizaba uno preparado industrialmente, Antonio siempre guardaba unas limas frescas para sus clientes “especiales”. “No es lo mismo”, decía.
Para él y para Constante el daiquirí era más que un trago. Era una filosofía de vida y también una estética. En Islas en el Golfo, su novela póstuma, Hemingway escribió: “La bebida no podía ser mejor, ni siquiera parecida, en ninguna otra parte del mundo… Hudson estaba bebiendo otro daiquiri helado y al levantarlo, pesado y con la copa bordeada de escarcha, miró la parte clara debajo de la cima frappé y le recordó el mar”. Y así terminaba la descripción: “La parte frappé era como la estela del barco, y la parte clara, como se veía el agua cuando cortada por la proa navegabas en aguas poco profundas sobre un fondo arenoso. Era del color exacto”.
Constante y Meilán están enterrados en el mismo panteón del cementerio Colón de La Habana. Allá fuimos una de estas tardes de pandemia a brindar con ellos en espera de que vuelva a abrir Floridita y comiencen a rugir sus batidoras.
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