Una visita a Rochefort-en-Terre, el florido y medieval pueblo bretón de los pintores
Situado en el sudeste de la Bretaña profunda, esta villa está catalogada desde 2016 como una de las más bonitas de Francia. Dejarse llevar entre sus callejuelas empedradas es como dar un paseo por el pasado y su luminosidad y colorido enamoran a numerosos artistas desde mediados del siglo XIX
No es uno de los pueblos bretones más conocidos y, sin embargo, es de los más atractivos. Situado en el sudeste de la Bretaña profunda, sobre un promontorio rocoso que emerge sobre los páramos y bosques del valle del río Saint Gentien, Rochefort-en-Terre está catalogado desde 2016 como uno de los pueblos más bonitos de Francia. Recorrer sus callejuelas empedradas es como dar un paseo por el pasado, entre casas de piedra con tejados de pizarra, algunas con fachadas entramadas de madera, que datan de los siglos XV al XVIII. No se ven antenas ni cableados eléctricos. Los comercios son también como de otro tiempo: cererías, tiendas de juguetes de madera, artesanos del vidrio, anticuarios, vendedores ambulantes en carros de madera tirados por percherones… Las casas y tiendas están cubiertas de plantas trepadoras y flores multicolores, lo que le da a Rochefort una particular belleza y personalidad que le ha deparado el recibir también las distinguidas certificaciones de “villa florida” y “ciudad con carácter”. Algunos de los rincones floridos que van sorprendiendo en nuestro deambular han sido escenario de películas de época.
Las zonas más coquetas son la calle Saint-Michel, la plaza des Halles, antiguo mercado con su Ayuntamiento atravesado por una centenaria glicina (Wisteria sinensis) de flores malvas, y la plaza du Puits con su pozo lleno de flores. Una casa con una balanza esculpida recuerda que aquí se impartía justicia y que en dicha plaza se celebraban ejecuciones públicas, especialmente durante la Revolución Francesa.
La peculiar belleza de Rochefort atrae a pintores de todo el mundo, a los que se les puede ver con sus lienzos por calles y plazas, o en sus talleres artísticos. La tradición empezó a mediados del siglo XIX, cuando por aquí pasaron artistas como Ferdinand de Puigaudeau, Léon Germain Pelouse, el expresionista estadounidense Albert Bloch, el británico Mortimer Menpes o el suizo Marius Borgeaud, que solían alojarse en el hotel Le Cadre o en Le Pélican. Pero el gran idilio entre la villa francesa y los pintores se inició realmente en 1903, cuando el artista estadounidense Alfred Klots la visitó. Se enamoró de su luminosidad y colorido. Compró las ruinas del castillo medieval y se alojó en el mismo tras construir una mansión con restos de otros castillos de la zona. Se convirtió casi en un museo en el que exhibía sus colecciones de arte y antigüedades. Parte de la belleza de Rochefort se debe precisamente a él, ya que animó a los lugareños a cuidar el pueblo y a decorarlo con flores, creando en 1911 un concurso para ver quién embellecía mejor sus ventanas.
Klots invitó a pasar temporadas en Rochefort a pintores, principalmente estadounidenses; entre otros, William Draper, el único que retrató al presidente Kennedy en vida. Su labor la prosiguió su hijo Trafford, también pintor, quien, además, siendo capitán en la II Guerra Mundial, liberó Rochefort al frente de unos blindados. Al fallecer Trafford en 1976, su viuda, Isabel, siguió con la tradición de invitar a artistas extranjeros. Los Klots forman parte de esa estirpe de escritores y artistas que ha dado el mundo anglosajón, enamorados y difusores de la cultura continental europea como los Graves, Durrell, Gerald Brenan, John Pendlebury, Patrick Leigh Fermor… En su caso se puede decir que pusieron a Rochefort en el mapa.
El castillo pertenece ahora al municipio. Fue edificado en el siglo XII sobre un enriscado castro galoromano, desde el que se controlaba el valle y hoy se disfruta de unas inmejorables vistas. Fue una importante fortificación durante el medievo. Morada de los señores de Rochefort y de Rieux, uno de sus miembros, Jean IV, fue mariscal de Bretaña y tutor de la duquesa Ana, cuyo matrimonio con el rey francés Luis XII unió Bretaña a Francia. La fortaleza fue testigo de gran parte de las guerras que conoció Francia a lo largo de los siglos, por lo que resultó destruido en varias ocasiones: en las guerras medievales entre los duques de Bretaña y la corona francesa; en las de religión, y, la última vez, durante la Revolución Francesa.
Se accede desde el pueblo tras recorrer un paseo arbolado y pasar una entrada en lo que queda de una muralla en ruinas, que seguro que hizo las delicias de los seguidores del Romanticismo. Merece la pena flâner (deambular) por sus jardines entre el pozo, el calvario y la capilla, admirando los pórticos y ventanas de la mansión. En el parque del castillo se halla el museo y galería Naïa, dedicado al arte fantástico. Allí exponen cuadros, esculturas, fotografías, cómics… más de 70 artistas de todo el mundo. Lleva el nombre de una conocida bruja que habitaba en torno al castillo a finales del siglo XIX, quien, además de asustar a los lugareños, predecía amores leyendo las líneas de las manos.
Rochefort es lugar de peregrinación desde el medievo y forma parte del Camino de Santiago. Su iglesia, Notre-Dame-de-la-Tronchaye, del siglo XII, no está construida en el centro del pueblo, como es habitual. Su ubicación en la parte baja se debe a que se levantó donde una pastorcilla encontró la imagen de una virgen en el tronco hueco de un árbol, escondida un par de siglos antes por un monje durante un ataque normando. Fue colegiata en el siglo XV, siendo destruida parte de sus dependencias durante la Revolución. Frente a su entrada hay un típico calvario bretón del siglo XVI, escultura en piedra en forma de columna que refleja en tres niveles la pasión de Cristo.
Para rematar la visita, lo mejor es dar un paseo en bici o a pie alrededor del pueblo, siguiendo el río y el estanque del Moulin Neuf, atravesando zonas pizarrosas y bosques de robles y castaños. Y qué mejor para entrar en ambiente que hacerlo oyendo algo del folclore bretón como el Bro Gozh ma Zadoù —himno bretón—, el Tri Martolod o el Boktol Sant Nidouden, interpretados por algunos de los clásicos de la música bretona como Tri Yann, Alan Stivell, Gwendal, Dan Ar Braz, Diaouled Ar Menez o Ar Re Yaouank.
Como pasear levanta el apetito, de vuelta pararemos en Le Café Breton, uno de los más viejos de Europa, abierto en 1818. Junto al hotel La Tour Du Lion, se halla ubicado en una coqueta mansión del siglo XVI, con su torrecilla, jardín y fuente. Buena cocina de proximidad, al igual que la del clásico Le Pélican. También se puede hacer parada en las delicatessen y pastelerías para degustar productos tradicionales como el far bretón (tarta de flan con ciruelas pasas).
Desde Rochefort se pueden hacer escapadas a algunos de los hitos cercanos de la región, como el pueblo medieval de Josselin; el Parque de la Prehistoria de Malansac; el Centro Artúrico del castillo de Comper, en el bosque de Brocéliande, tierra de Merlín y Lanzarote; el casco antiguo de Vannes, y los monumentos megalíticos de Carnac y Locmariaquer. Recorrer en barco o piragua las islas del golfo de Morbihan; y proseguir hasta el puerto de la península de Quiberon a degustar mirando al mar un buey de mar, una langosta Royale Bretonne o un lenguado a la mantequilla, regados con un Muscadet; y rematarlo con un chouchen —el aguamiel de los druidas— o un lambig, el destilado local de sidra similar al calvados. Si hay por la zona alguna romería con trajes tradicionales al son de gaitas y bombardas, un Fest Noz o festivales musicales como Les Loustiks de l’Akoustik en Rochefort, lo mejor es no perdérselos. Una buena oportunidad para compartir con los lugareños su música y unas tradicionales galettes y crêpes, acompañadas de sidra.
Manuel Florentín es editor y autor del ensayo ‘La unidad europea. Historia de un sueño’ (Anaya).
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