Probar un elixir mágico, dormir en un castillo del siglo XVIII y otros atractivos de Normandía
De un paseo por los acantilados de la Costa de Alabastro a una ruta gastronómica en bici en un viaje que invita disfrutar de esta región del norte de Francia con los seis sentidos
Esta ruta comienza en la llamada Costa de Alabastro, en concreto en el sendero que sigue su contorno a vista de pájaro, al este de la localidad francesa de l’Étretat. El sol junto con las nubes va dibujando el paisaje que domina estos acantilados, grises a contraluz, increíblemente blancos iluminados por el sol o amarillos al atardecer. No es de extrañar que estos parajes hayan atraído a artistas de todas las disciplinas, no solo pintores, también compositores y escritores han encontrado inspiración en este rincón de Normandía: de Édouard Manet a Claude Debussy pasando por el poeta Guy de Maupassant. Al mirar hacia abajo, los rectos acantilados que a veces terminan en cuevas o arcos van a dar a playas de imposible acceso en días de mar furioso y marea alta. Podemos costear hasta Fécamp en un largo paseo de 17 kilómetros sin apenas desnivel. Allí es donde se encuentran los acantilados de mayor altura, y al ver a lo lejos un paseante sobre los valiosos cantos rodados o un kitesurf haciendo piruetas es cuando realmente se aprecia su enormidad.
En Fécamp está el palacio Bénédictine, donde se produce el licor que lleva su nombre, "el elixir mágico para la salud" creado en el siglo XVI por el monje de la abadía Dom Bernardo Vincelli combinando 27 tipos de hierbas. La visita de su museo y de la destilería dan paso a un pequeño taller de iniciación al cóctel; nombres tan sugerentes como Bobby Burns, Monk’s Sour o Béné Rinha en honor a la caipiriña: lima en trocitos, Dom Bénédictine, hielo, una pizca de sal y a remover. En una pequeña terraza en la primera planta del palacio, con vistas a la fachada principal, cualquier mezcla sabe a gloria.
El museo de Les Pêcheries, de reciente creación y que aúna los antiguos museos de esta ciudad francesa, bien merece una pausada visita. Hay una planta dedicada a los pescadores de la zona que iban en busca del bacalao a las frías aguas de Terranova y cuya travesía podía durar hasta siete meses. A través de relatos íntimos y conmovedores uno puede hacerse una idea de cómo transcurría la vida tanto en alta mar como durante la larga espera en tierra. En la segunda planta está el curioso museo de la infancia y la mayor colección de biberones del mundo, también el llamado “Cuarto de las maravillas”, una pequeña sala de rarezas y curiosidades traídas por los navegantes de todas las partes del mundo. Desde su azotea hay una bonita panorámica del puerto de Fécamp; allí el Tante Fine sobresale con su madera y su color azul del resto de los barcos, cumplió 60 años en 2021 aunque al navegar en él no parece que le importe el paso del tiempo. El motor ruge para hacer unas maniobras y parece un paseo turístico más, pero antes de salir del puerto los motores paran y se arrían las velas. Sebastián y Vicent, capitán y ayudante, dan ordenes aquí y allá al resto del pasaje, que comienza a tirar de los cabos como si llevaran toda la vida haciéndolo. El barco sale entre los dos faros del puerto rumbo al infinito y ahí se queda navegando, sorteando las olas frente a los acantilados que se van empequeñeciendo.
Huellas del pasado en las playas del Desembarco
Llega la hora de comer. A unos 150 kilómetros espera Bayeux, preciosa ciudad a orillas del río Aure, con su imponente catedral románico-gótica y los canales de agua que la cruzan. Este es el punto de partida de la ruta gastronómica que proponen Hugo y su empresa de paseos en bicicleta a la carta Petite Reine. Comenzamos en el pequeño bistró Bonbonne, donde cada plato, incluido el postre, es una maravillosa experiencia de cocina francesa. Saliendo de la ciudad rumbo al mar, la primera parada es para probar las deliciosas pastas de mantequilla en el café Les Sables d'Asnelles, en el pueblo del mismo nombre. Después esta villa queda atrás y de frente, bañada por las olas, aparece la población de Arromanches-les-Bains. La colina se sube sin esfuerzo volando en la bicicleta eléctrica y desde aquí se pueden contemplar las playas del Desembarco de Normandía: aguas de color turquesa que vienen y van en unas mareas que pueden llegar a ser de 12 metros. El arenal está salpicado de restos de la operación militar de 1944 que ya forman parte del paisaje. Aquí se efectúa parada en O Beach Arro para degustar unas ostras regadas con vino blanco, hoy frente al Museo del Desembarco y dentro de poco, cuando este sea trasladado a su nueva ubicación, frente al mar. Rumbo de nuevo tierra a dentro, por un sendero entre prados, se llega a una heladería dentro de la granja de la Haizerie donde se fabrican deliciosos helados. Y así, helado en mano, termina el paseo gastronómico.
Con la caída de la tarde es el momento de la cata de Calvados en el castillo de Breuil. Nada más entrar en la pequeña bodega comienza el espectáculo de luz y sonido proyectado en los toneles, en pocos minutos y sin palabras se explica mediante poesía visual la fabricación de este aguardiente con denominación de origen. La bodega cuenta con un impresionante tejado de entramado de madera, el pasillo de inmensos toneles se contempla con la luz directa que entra de las ventanas y que van a dar al precioso jardín del castillo. La cata se hace con antiguas botellas de cristal sin nombre, donde los colores de los licores son la única pista visual.
Cambiamos de castillo: a menos de dos horas en coche hacia el oeste está el Château de Chantore. Al pernoctar aquí el viajero se lleva la experiencia de volver al siglo XVIII. Sus actuales dueños salieron de París dejando atrás sus otras vidas, Bernard como neurólogo e Iñaki como trabajador en una marca de moda, y durante tres años reformaron y vistieron esta fortaleza. Sus coloridas paredes, su mobiliario y decoración, todo seleccionado con tanto amor y cuidado como el que ponen sus propietarios —que comparten castillo con los huéspedes— para que todo el mundo encuentre lo que venía a buscar a este rincón de Normandía. El jardín que lo rodea es tan perfectamente artificial que parece salvaje, con sus animales estacionales que vienen y van, su torre, un lago, el bosque y, siempre de fondo, la silueta del castillo y la pradera que lo rodea, donde se celebra cada año al llegar el verano el pícnic en blanco.
Para todas estas experiencias, la ruta a pie por la Costa de Alabastro, en bicicleta por la gastronomía Normanda, la clase de cóctel en un palacio, una cata de Calvados, navegar en un velero mar adentro y dormir y amanecer en un castillo, se necesitan los seis sentidos bien abiertos, por que aquí, ese sexto sentido, la propiocepción o la conciencia del cuerpo en el espacio, nos hará disfrutar mucho más de nuestra presencia por estas tierras.
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