A todo vapor por Argentina rumbo a Ushuaia
La remota ciudad creció alrededor de su cárcel, activa entre 1902 y 1947, hoy convertida en museo. De su puerto zarpan la mayoría de los cruceros que llegan a la Antártida. Y su Tren del Fin del Mundo evoca grandes aventuras en los confines australes
Nos encontramos a bordo del Tren del Fin del Mundo, la vía férrea más austral del planeta. Alrededor, el humo de la pequeña locomotora de vapor se mezcla con las nubes que envuelven los últimos estertores de la cordillera de los Andes y con el aguanieve que cae sobre los milenarios bosques de lengas y sobre los arroyos de deshielo. Estamos en Ushuaia, más precisamente en la entrada del parque nacional argentino de Tierra del Fuego, y el convoy en el que viajamos fue conocido en otra época como el tren de los presos. Con el fin de afirmar la soberanía sobre la región, sobre finales del siglo XIX el Gobierno argentino decidió instalar un presidio que estuvo activo de 1902 a 1947 en estas remotas latitudes como una manera de poblar el lugar. La idea era levantarlo junto al fuerte Ushuaia, erigido en 1884 como la primera representación del Estado argentino en la zona. El tren, por entonces, era utilizado por los presos para traer la piedra necesaria para la construcción de la cárcel y la madera para alimentar sus estufas. Completamente renovado, ahora sirve a fines turísticos y rememora aquel nacimiento de la ciudad como colonia penitenciaria.
Ushuaia —bahía del fondo o bahía profunda, en lengua yagán— es hoy un importante puerto de mercancías, además del mayor nodo industrial y turístico de la zona, del que salen, por ejemplo, la mayoría de los cruceros que visitan la Antártida. Las excursiones a caballo o en barca se combinan con los trekkings por las montañas y los glaciares, y con el avistamiento de ballenas, lobos marinos y pingüinos que pueblan el canal de Beagle. Con una población estable de más de 70.000 habitantes, ha sido considerada desde siempre como la ciudad más austral del mundo, título que, con unos 2.000 habitantes, le disputa hoy la localidad chilena de Puerto Williams.
Antes de que el Gobierno argentino tomara posesión de estas tierras hubo una primera fundación no oficial por parte de los europeos. Se trató de la misión anglicana establecida por Thomas Bridges, un diácono inglés que se instaló aquí junto a su mujer y otras dos familias en lo que luego constituiría la ciudad de Ushuaia. Bridges era hijo adoptivo de un pastor anglicano destinado a la delegación que la congregación poseía en las islas Malvinas, desde donde llevaron a cabo los primeros intentos evangelizadores entre los indígenas de Tierra del Fuego. El primer asentamiento tuvo consecuencias desastrosas: los indios asesinaron a todos sus integrantes. Desalentado, el padre adoptivo de Bridges decidió regresar a Inglaterra, pero Thomas, con 18 años y habiendo aprendido la lengua de los yaganes, decidió quedarse. Así, con la ventaja de poder comunicarse con los aborígenes, en 1871 se instaló en las tierras en las que hoy se levanta la ciudad. A la llegada de los militares argentinos, Bridges izó de muy buen grado la bandera de ese país, lo que años después le valió la asignación de 20.000 hectáreas en las que fundó el que sería el primer establecimiento ganadero de la región: la estancia Harberton, ahora visitable.
“La historia de mi familia me toca muy de cerca”, cuenta Abby Goodall, tataranieta de Thomas Bridges, mientras recorremos las instalaciones de la estancia. Cuando se casó y tuvo a sus hijos era la única mujer en muchos kilómetros a la redonda, y cuando su marido salía a trabajar al campo —a veces durante días— no tenía a nadie con quien hablar. Rememorar aquellos primeros tiempos de sus antepasados en estas tierras inhóspitas le resulta así bastante cercano. Harberton ha visto reducida su actividad ganadera casi a cero y se dedica más bien a recibir turistas que quieran ponerse en contacto con el espíritu pionero de fines del siglo XIX en el rincón más apartado del planeta. Se recorre el aserradero, el galpón de esquila, la casa original y el cementerio, en donde están enterrados los antepasados de la familia junto a algunos indios yaganes que trabajaron allí. Cuando Goodall era una niña, su padre era uno de los pocos pilotos que conocían bien la zona. Así, los vuelos comerciales que empezaron a llegar lo llamaban por radio para que él les indicara por dónde convenía entrar. En agradecimiento, los pilotos dejaban caer regalos por la ventanilla que ella y sus hermanos corrían a recoger. A veces se trataba de unos caramelos, otras de un chocolate. Las cartas que recibían les llegaba a través del mismo rudimentario sistema.
La historia de los años fundacionales fue consignada por el bisabuelo de Abby en el maravilloso libro El último confín de la Tierra (1948), en el que su autor —Lucas Bridges— cuenta su infancia entre los aborígenes. Antes de fundar una segunda estancia en el noroeste de la isla Grande, él se afincó durante algunos años en un puesto ubicado a unos 10 kilómetros de la casa de sus padres, en la bahía de Cambaceres. Hasta ahí me desplazo en una bicicleta que Abby me presta. La bahía sigue igual de virgen que cuando Lucas Bridges la habitaba. En la costa pueden distinguirse claramente los círculos en los que estaban instaladas las tiendas de los yaganes, ya que los montículos formados por la acumulación de conchas de los moluscos de los que se alimentaban los delimitan perfectamente. Me siento en el antiguo campamento a ver pasar la tarde y las borrascas que entran desde el Atlántico, y no resulta difícil evocar los días en los que los nativos yaganes vivían en perfecta armonía con este entorno tan bello como inhóspito, antes de que el hombre blanco llegara para imponer su tarea civilizadora.
Entre las edificaciones principales de la estancia Harberton se encuentra el Museo Acatushun, que la madre de Abby creó para exhibir los ejemplares de aves y mamíferos australes que fue reuniendo a lo largo de su vida. En la ciudad de Ushuaia se pueden visitar también los museos Marítimo y del Presidio, así como el Museo del Fin del Mundo, en donde es posible entrar en contacto con la riqueza natural de la zona y con la historia de las culturas ona y yagán. En los restaurantes del centro se degustan la centolla fueguina y los mariscos y pescados como la corvina negra, el besugo o el abadejo, además del típico cordero patagónico. Excursiones en barco recorren el canal de Beagle, y en la extensa temporada de nieve, de junio a octubre, ocho centros invernales ofrecen esquí alpino o de fondo, paseos con trineos tirados por perros y caminatas con raquetas de nieve. En el verano austral, los trekkings y las rutas a caballo por la cordillera son una excelente manera de adentrarse en la imponente geografía de uno de los rincones más vírgenes del planeta.
En un asentamiento yagán
El Tren del Fin del Mundo recorre los últimos ocho kilómetros del trazado original, entre las estaciones de Fin del Mundo y Parque. Sus vagones, hechos íntegramente en madera y de estilo clásico, se desplazan sobre unas vías separadas apenas 50 centímetros una de la otra, lo que otorga al convoy un aspecto de tren de colección. Antes de emprender la marcha asistimos al espectáculo de la puesta en funcionamiento de las tres locomotoras de vapor, una de las cuales cuenta con el honor de ser la primera de este tipo construida en Argentina. A mitad del recorrido nos detenemos en la estación de Macarena, única parada durante el trayecto, en donde se tiene la ocasión de visitar una reproducción de un asentamiento yagán.
Al final del viaje nos espera la gente de Canal Fun para llevarnos a dar un paseo en canoa. Desde el lago Acigami descendemos el río Lapataia para desembocar en la bahía del mismo nombre, en aguas del canal de Beagle. Un chubasco repentino —como todos los que aquí se desatan— dificulta la recalada. Además de ser nuestro punto de desembarco, la bahía de Lapataia es el lugar donde termina la Ruta 3, el último tramo de la carretera Panamericana que recorre el continente desde Alaska hasta donde estamos. Más al sur solo quedan la isla de Navarino, el cabo de Hornos y la Antártida. Con la boca del canal de Beagle abriéndose hacia el Atlántico, podemos decir que hemos llegado al fin del mundo.
Javier Argüello es autor de ‘Ser rojo’ (Literatura Random House, 2020).
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