La Antártida para turistas
Escenarios imprescindibles y consejos prácticos para un viaje al fin del mundo en el que no hace falta ser científico ni explorador
En el planeta quedan pocos escenarios tan impresionantes y tan inaccesibles como la Antártida. El turismo al sexto continente crece cada año, dentro de los límites que imponen el alto precio del viaje, las condiciones climáticas, la fragilidad del ecosistema, la necesaria convivencia con los proyectos científicos y estratégicos del continente blanco… y la cordura. Cada vez hay más posibilidades de acercarse a visitar como simples viajeros algunos rincones de esta enorme selva blanca esculpida por la nieve, el hielo, el agua y la roca.
La lejanía, su frío extremo, sus plataformas de hielo y las cordilleras, así como sus exóticas formas de vida, desafían al viajero a aprovechar su tiempo al máximo. El clima y el hielo marcan el itinerario. Actualmente, los visitantes pueden incluso escalar picos o navegar en kayak. Sin embargo, nada es comparable a las escarpadas grietas de un espectacular glaciar o a la inmensidad del casquete polar.
Uno de los grandes incentivos para viajar a la Antártida es poder observar su fauna: preservada por el Tratado Antártico, este territorio acoge algunas de las especies más extraordinarias del mundo, como la foca de Weddell y el pingüino emperador, así como millones de aves marinas, con especies como el albatros y el petrel entre ellas. Otro de los atractivos antárticos es la historia (en un continente no habitado), es decir, recordar los nombres de los exploradores que se adentraron en épocas pasadas en este territorio helado —desde Cook hasta Amundsen o Scott—, e imaginar lo que suponía navegar a través de bloques de hielo con un barco de madera o avanzar en trineo por la meseta polar. Congeladas bajo la escarcha aún se conservan cabañas de aquella época, para recrear la leyenda de aquellas aventuras.
Pero lo que realmente lleva a los viajeros a la Antártida es la posibilidad de sentir su grandeza, de comprobar lo minúsculo que es el ser humano en un territorio inmenso, duro y tremendamente bello. Es una experiencia mágica. Contemplar cómo brilla el hielo reflejando la luz del sol en cada estación o el centelleo de un aterciopelado manto de estrellas en invierno. El hielo del mar cruje y crepita, y los icebergs se estrellan en el océano contra enormes glaciares azules mientras las ballenas emergen junto al barco. Esto es el fin del mundo (tal como lo conocemos) y, para muchos, el viaje de su vida. Visitamos algunos de los puntos más accesibles en determinadas épocas del año.
1. El corazón del Polo Sur
Base Amundsen-Scott
El Polo Sur, al que llegó por primera vez hace 100 años el explorador noruego Roald Amundsen durante la época heroica de las expediciones antárticas, aún es sinónimo de leyenda, privaciones y gloria. Varias bases científicas aprovechan la vasta y espesa capa de hielo que, por sus condiciones de altura, sequedad y frío, son ideales para las investigaciones astronómicas y físicas. Entre ellas está la base Amundsen-Scott, a la que se llega tras sobrevolar espectaculares glaciares y los campos de hielo más desérticos del mundo.
Es el centro del continente y los polies (residentes de la base científica estadounidense) lo llaman, simplemente, el Polo. La base empezó a estar habitada en enero de 2003, inició sus operaciones en 2011 y hoy acoge a 150 personas en verano y 50 en invierno. Está rodeada de equipos de observación astrofísica de vanguardia (incluido un detector de neutrinos enterrado a 1.900 metros bajo el hielo), pero ahora los turistas pueden visitarla, aunque el precio es significativo y apenas se quedan unas pocas horas.
El viajero que llegue hasta aquí probablemente visitará (con el correspondiente selfie) el Polo Sur ceremonial, con las 12 banderas de los países firmantes del Tratado Antártico, y el Polo Sur geográfico. También cabe esperar ser invitado al interior de la base para visitar el comedor y una rápida vuelta por dentro, aunque esto último no está garantizado.
2. La península Antártica
Es la parte más accesible del continente, el brazo de territorio que se extiende en dirección norte hacia la Tierra del Fuego y su zona más cálida, habitada por aves marinas, focas y pingüinos. Con empinados picos cubiertos de nieve que se hunden directamente en el mar, estrechos canales flanqueados por icebergs e innumerables islas ofrece algunos de los parajes antárticos más impresionantes.
Actualmente, los cruceros turistas se concentran en la costa occidental del centro, y pocos se adentran por el mar de Weddell, en la costa oriental, con reputación de engullirlos (el Endurance de Shackleton es solo el más famoso de los que desparecieron en ella).
Crucero por el estrecho de Le Maire
Conocido como el desfiladero Kodak por la cantidad de fotos que se sacan de él, este canal se extiende a lo largo de 11 kilómetros entre las montañas de la isla Booth y la península Antártica. Es bastante profundo pero debido a su anchura, apenas 1.600 metros, solo es visible cuando se está dentro de él. Bajo un cielo rosa pálido, los glaciares avanzan lentamente desde las montañas hasta el mar. La zódiac se desliza hasta más allá de un témpano de hielo coronado por focas de Weddell y de otro poblado por pingüinos gentú. Cerca, tras haber comido, una enorme hembra de foca leopardo retoza junto al canal por el que navegó por primera vez Gerlache en 1898. En el cabo Renard dos picos redondeados dominan el paisaje.
Puerto Paraíso
Con sus majestuosos icebergs y los reflejos en el agua de las montañas, es uno de los lugares más espectaculares de la Antártida. Los balleneros que faenaban en las aguas de la península Antártica a principios del siglo XX bautizaron este puerto como Paraíso, fascinados por las flotantes moles heladas y las montañas del entorno. Hogar de pingüinos gentús y los cormoranes, que anidan en los restos de la argentina base Brown, desde lo alto de la colina se ven magníficamente los glaciares y, con algo de suerte, algún desprendimiento. Es una zona perfecta para recorrer en zódiac entre los bloques de hielo desprendidos del glaciar (en retroceso) que hay en la entrada de la bahía.
Bahía de Charlotte e isla Cuverville
¿Cuál es la mejor de las muchas bahías y ensenadas de la península Antártica? La bahía de Charlotte suma muchos puntos. Además de icebergs recién desprendidos flotando en sus nítidas aguas, en su entrada está el Portal Point, donde hubo una cabaña de la Investigación Antártica Británica en 1956, y ahora está el Falkland Island Museum de Stanley. Cerca de la isla Cuverville se puede observar una de las colonias de pingüinos gentú más grandes sobre el hielo, con miles de parejas. Esta isla negra de 250 metros de altitud y forma de media cúpula es un lugar de escalada muy popular.
3. Océano Antártico
El extremo sur de los océanos Atlántico, Índico y Pacífico conforman el quinto océano del mundo, el Antártico, cuyas agitadas aguas rodean el continente helado, al que aíslan biológica y climáticamente. Los primeros exploradores y cazadores de focas se toparon con las islas de este océano antes de encontrar la Terra Australis Incognita. Hoy los viajeros pueden visitar las rocosas orillas de las Malvinas y Georgia del Sur, ricas en fauna e historia. Navegar por estas aguas y visitar estos archipiélagos invita a recrear los míticos viajes de los primeros aventureros. La mayoría de los cruceros que zarpan desde Sudamérica recalan en las islas Shetland del Sur o en las Orcadas del Sur, donde se establecieron los primeros puestos de avanzada. Desde Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, los viajeros acceden al continente blanco desde el mar de Ross y las islas Heard y Macquarie.
Grytviken (Georgia del Sur)
Esta es la única base ballenera de Georgia del Sur que se puede visitar, la primera de todas y la que estuvo en funcionamiento durante más tiempo (entre 1904 y 1965): hasta 48 ballenas podían llegar al mismo tiempo, obligando a trabajar a buen ritmo en el despiece. En la parte posterior del cementerio de Grytvike una enorme lápida de granito señala la última morada del explorador británico Ernest Shackleton (1874-1922), conocido por sus hombres como El Jefe. La antigua estación conserva vestigios de aquella industria, una sala de cine construida en 1930, la iglesia de los balleneros (frente a la que ahora retozan las focas) y hasta un campo de fútbol.
Isla Decepción
Reconocible por su forma de anillo roto, el cráter volcánico desmoronado de la isla es, a pesar de las erupciones esporádicas, uno de los puertos naturales más seguros del mundo. Con sus laderas con nieve cubierta de ceniza y su colonia de pingüinos oculta en el Baily Head, la isla ofrece la rara oportunidad de navegar por el interior de un volcán. Es también un lugar emblemático por la arqueología industrial, gracias a su estación ballenera abandonada, y para una inmersión en sus cálidas corrientes geotérmicas. Las bases de la isla Decepción funcionan solo en verano, entre ellas la española Gabriel de Castilla, en la bahía de la Fumarola, y la argentina Decepcion, un poco más grande, a un kilómetro.
Un museo en Puerto Lockroy
En la costa occidental de Wiencke, puerto Lockroy es una de las escalas más populares de la Antártida gracias a una antigua base británica convertida en museo. Cada año, miles de viajeros visitan la restaurada casa de Bransfield, edificio principal de la Base A, construido por los británicos durante la Segunda Guerra Mundial. La colección del museo (antiguos esquís de madera, un radiotransmisor clandestino de 1944, un gramófono La Voz de su Amo) evoca los tiempos de los exploradores. Varios miembros del personal de UK Antartic Heritage Trust pasan aquí el verano para mantener este sitio histórico, reponer la tienda de recuerdos y gestionar la oficina de correos, desde la que se puede mandar una postal (realizan 70.000 envíos cada año).
4. Mar de Ross
Los exploradores pioneros encontraron, a través de estas heladas aguas, un acceso al interior del continente, y alrededor del mar de Ross se encuentra el patrimonio histórico más importante de la Antártida: desde las cabañas de madera de Robert F. Scott y Ernest Shackleton en la isla de Ross, a las instalaciones más modernas en esta tierra indómita, la base McMurdo –junto a la base Scott–, pequeña y respetuosa con el medio ambiente. Pero estas orillas repletas de barrancos y la enorme barrera de hielo de Ross son el hábitat, sobre todo, de las focas de Weddell y los pingüinos Adelaida y emperador. El humeante volcán del monte Erebus y los misteriosos valles secos son otros alicientes para los que lleguen a esta parte relativamente remota de la Antártida.
Cabo Evans
Robert Scott bautizó este enclave de la isla de Ross en honor a su segundo, Edward Evans, y lo más destacado del lugar es visitar el refugio que levantó la tripulación del Terra Nova en 1911, una experiencia que transmite al viajero lo que realmente significaron aquellas primeras expediciones. Dentro se conserva una colección de banderines de trineos o arneses de ponis y el susurro del viento recuerda a los desdichados exploradores británicos que, desde aquí, intentaron llegar al Polo Sur. Si el visitante se detiene junto a la cabecera de la mesa recordará la famosa fotografía del último cumpleaños de Scott, con sus hombres sentados alrededor de una copiosa comida.
La cabaña de Shackleton
Lo único que encontraremos en el cabo Royds (isla de Ross) son 4.000 pingüinos Adelaida, la colonia más meridional de esta especie en la Antártida, y la cabaña de Shackleton. Sorprendentemente intacto, el refugio de madera que el mítico explorador británico levantó en 1907 resulta muy acogedor. En unos estantes se alinean botes de cristal con medicinas; sobre una litera reposa un saco de dormir y, apiladas en el suelo, hay latas de comida con nombres poco apetitosos (carne de cordero hervida, lengua de cerdo, guisantes en polvo). Por motivos de conservación, solo se permite entrar a ocho personas a la vez y únicamente pueden desembarcar 40 visitantes simultáneamente en Cabo Royds.
Cabo Denison
Al estar cerca del Polo Sur magnético, el cabo Denison es ideal para observar el campo magnético de la Tierra. Aquí es donde se desarrollaron los principales trabajos de medición, pero la Expedición Antártica Australiana de Douglas Mawson no previó en 1911, cuando estableció su base en la cercana bahía de la Commonwealth (Antártida oriental), que los fuertes vientos gravitatorios (catábicos) convertían este lugar en uno de los más ventosos del planeta (Mawson lo bautizó como El hogar de la ventisca). Aun hoy los vientos (de hasta 160 kilómetros por hora) pueden impedir llegar a la orilla. Si se consigue, se pueden visitar los históricos refugios de aquella expedición.
Base McMurdo
Conocida como Mac Town, la base más grande de la Antártida (cuatro kilómetros cuadrados y más de 100 edificios), operada por Estados Unidos, es para muchos el punto desde el que avanzar hacia el interior. Un enjambre de avionetas, motos de nieve y científicos deambulando entre los campamentos base y los edificios principales, especialmente en verano, cuando acoge a más de 1.100 personas y muchos investigadores de paso hacia el Polo Sur. Aquí hay hospital, iglesia, oficina de correos, biblioteca, parques de bomberos, barbería, videoclub, bares y hasta un cajero automático. También hay alcantarillado. Incluso producen sus propias verduras en un invernadero hidropónico iluminado con luz artificial. En invierno, la población se reduce a 250 habitantes, una multitud para la Antártida en cualquier caso.
Barrera de hielo de Ross
Esta impresionante capa de hielo que se alza en el mar de Ross suponía una intimidante barrera para muchos exploradores antárticos. De hecho, el lugar era conocido simplemente como “la Barrera”. Aunque su parte frente al mar es la más fina, de apenas 100 metros de espesor, tierra adentro, donde se encuentran los glaciares, el grosor alcanza los 1.000 metros. Aunque es difícil de creer, toda la barrera flota.
Esta barrera de hielo flotante tiene 520.000 kilómetros cuadrados y formó parte de las rutas que tomaron Amundsen y Scott para llegar al Polo Sur. Actualmente, la plataforma se mueve unos 1.100 metros al año y se estima que de ella se desprenden icebergs enormes, cada vez más debido al cambio climático. Los icebergs de más de 18,5 kilómetros de longitud reciben nombres como C-15, B-15, etcétera, que se refieren a los cuadrantes donde fueron avistados por primera vez, a menudo a través de satélites. Todo un mundo cambiante que es la muestra de la evolución constante que experimenta este continente de hielo.
Guía práctica para viajar a la Antártida
Visado. No se requiere visado, pero sí un permiso de los turoperadores, yates, investigadores y visitantes independientes de los países pertenecientes al Tratado Antártico.
Viajeros responsables. De cara a conservar el ambiente prístino de la Antártida (decenas de miles de personas visitan cada año los mismos lugares), las directrices de protección del Tratado Antártico para los visitantes son sencillas. Además, es esencial reservar con un operador turístico ecológicamente responsable para minimizar la contaminación en el mar y en tierra. Las sanciones por incumplir las directrices pueden acarrear multas (hasta 8.000 euros para ciudadanos estadounidenses e incluso pena de cárcel para británicos).
Cuándo ir. La temporada de los circuitos antárticos dura unos cinco meses (de noviembre a marzo), cada uno con sus momentos álgidos. A finales de temporada suele haber menos gente en los cruceros y menos fauna en tierra firme.
Cuándo reservar. Se aconseja reservar entre enero y mayo, aunque en cualquier caso con antelación suficiente a la época en la que se tenga planeado viajar. Los circuitos se copan enseguida; cuanto antes se reserve más posibilidades hay de elegir los mejores alojamientos y de encontrar descuentos.
Más información en la primera guía de la Antártida en español de Lonely Planet y en www.lonelyplanet.es
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.