La nueva cara de Quito
La capital ecuatoriana vive un auge artístico y gastronómico. Mercados, galerías, restaurantes y su magnífico centro histórico trazan una ruta alternativa para tomarle el pulso a la ciudad andina
Hay en Quito un árbol llamado arupo cuyo florecimiento en hojas rosas anuncia la llegada del verano andino, que viene acompañado de un viento muy reconocible. Su presencia es constante y espontánea. En una ciudad donde, como señalan los autóctonos, solo hay dos estaciones (llueve o no llueve), y por motivos de latitud (el país nació como República del Ecuador en 1830, y el nombre viene por la línea equinoccial que divide el mundo en dos hemisferios) el sol aparece a las 6.00 y se pone a las 18.00, el arupo es buena compañía y sirve de metáfora para una capital que vive un auge artístico, gastronómico y turístico.
Hasta hace poco, a Quito se venía a visitar el centro histórico, uno de los más impactantes del mundo gracias al esplendoroso barroco de sus iglesias coloniales, dispuestas sobre un agreste paisaje fértil en quebradas. Fue el primero, junto al de Cracovia, en ser declarado patrimonio mundial por la Unesco en 1978. Sin embargo, el interés se ha extendido y un nuevo turismo “vivencial” pasea por mercados, restaurantes, museos o tiendas de productos autóctonos experimentando una cotidianidad tan real como la presencia de los rotundos Andes que la rodean, y de esos imponentes volcanes, como el del Pichincha (4.784 metros), al que se accede en el TelefériQo para disfrutar de las mejores vistas. Músicos, ilustradores, chefs han contribuido con su creatividad al dinamismo de una ciudad curativa y consciente de las dimensiones de su patrimonio histórico, geográfico, natural, arquitectónico y cultural. Nueve enclaves singulares para descubrirlo.
1. Fundación Guayasamín
Para muchos, Oswaldo Guayasamín fue el mejor alumno de Camilo Egas, pintor ecuatoriano que vivió en Nueva York (además de Roma, París y Madrid) y quien aportó una insólita manera de mirar al indígena, revalorizando su imagen. Guayasamín tomó su relevo; en el aeropuerto de Madrid sigue en pie su mural, que representa la hermandad entre España y Latinoamérica. La visita a la Capilla del Hombre, un espacio de la fundación, ofrece un recorrido por su obra, una búsqueda de la inocencia y un continuo homenaje al indígena y a víctimas de exilios, guerras, pobreza. Fue un pintor político y comprometido, a veces conmovedor, a veces visceral en su rastreo de nuevos lenguajes. Por los pasillos de la que fue su casa se dejan ver cuadros de amigos (Chagall, Picasso, Roberto Mata) y fotos con Fidel Castro, Mitterrand o García Márquez. Retrató a Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez y, por supuesto, a Paco de Lucía (“su rostro es una catedral y crece como una torre por la expresividad musical que tiene dentro”, escribió).
2. La Floresta, barrio bohemio
Para entrar en contacto con la pujante gastronomía quiteña, nada como el restaurante El Esmeraldas. Abrir apetito con ají y chifles es un ejercicio que empieza siendo placentero y se vuelve necesario. Atención al trío de ceviches y a los deditos de yuca con salsa de vino blanco y mariscos. Está en La Floresta, uno de los núcleos de la modernidad quiteña, zona de restaurantes tentadores y sector grafitero donde se palpa la simpatía de los transeúntes, de los arupos, de algunos palacetes y de los muros coloridos con firmas que van del legendario Daze a la de Apitatán, referencia local.
Todo gira en torno al Cine Café Ochoymedio, donde se concentra la intelectualidad en un ambiente entre sofista y cool. Su carta de tartas remite a los espacios más trendys de Berlín. Desde aquí es imposible no evocar las películas de Sebastián Cordero que transcurren en esta ciudad, como Ratas, ratones y rateros (1999) o Pescador (2011).
La Floresta es un barrio bohemio, con un sentido de la estética muy personal, determinado por la afluencia de los jóvenes creadores. Conviene tener en cuenta la galería Artik Quito, la tienda de chocolate orgánico Pacari, el local de coworking Impaqto, donde destaca un mural de Belén Mena, la artista gráfica más internacional de Ecuador, y, sobre todo, la galería-tienda de Olga Fisch. La historia de Olga daría para un artículo: nacida en 1902 en Budapest, manifestó desde pequeña una doble pasión por recolectar artesanías populares y convertiste en artista. Se instaló en Quito en 1932 huyendo de la guerra y trasladó su vocación humanista a su obra y a su modo de vida, dedicándose a recuperar, coleccionar y difundir el arte popular ecuatoriano. Fundó Olga Fish Folklore, murió en Quito a los 90 años y muchos la consideran la Frida Kahlo húngara.
3. Achiotes de altos vuelos
En la cafetería Cyrano, ante su libro Biota Máxima (homenaje gráfico a la biodiversidad de los Andes), Belén Mena cuenta que “en Quito convergen un clima, una altitud y una geografía peculiares. Hay un montón de canales para ver la biodiversidad de Ecuador”. Su libro Pachanga, brillante empeño en unir arte y ciencia, desvela formas y colores de alas de polillas en obra gráfica. “Nadie ve a las polillas, están en un segundo plano respecto a las mariposas, y son más accesibles y underground… quise invitar a observar la belleza en otra magnitud. Mi obra está arraigada al país, porque hay mucho que mostrar”.
Cuando cae la tarde, en el mirador de Guápulo algunas parejas se hablan al oído ante las poderosas vistas del valle de Cumbayá y Tumbaco y la cordillera oriental de los Andes. A nuestros pies, el ondulante barrio de Guápulo y su convento, joya colonial, y algún que otro arupo. Llega Álvaro Ávila, fotógrafo y director de cine, y comenta que Quito “se alimenta de los que salieron, se formaron y vuelven con intención renovadora. Somos emocionalmente mestizos. Aquí está todo por hacer, y eso es muy rico”. Otro fotógrafo, Jorge Vinueza, ve a la ciudad “en constante lucha entre su tradición, su cultura y su deseo de ser más cosmopolita y de vanguardia. Ciudades satélite como Cumbayá, antes lejanos pueblos, hoy remiten al ritmo y a la velocidad de un mundo moderno”.
Entre los que se formaron fuera y promueven la modernidad de Quito está Juan Sebastián Pérez, chef de Quitu, restaurante en el que se renueva la tradición como en ningún otro lugar y reconcilia a cualquiera con los productos básicos. Una patata o un achiote adquieren un relieve y una densidad de altos vuelos. Pérez dice que tras instruirse en la rectitud de la cocina francesa regresó y se dio cuenta de que no sabía hacer un locro o un ceviche. “Pensaba que lo que no era francés no servía. Y empecé con Quitu, piedra angular del proyecto Identidad Gastronómica, resumen de una investigación de nueve años viajando a comunidades, reservas ecológicas, recolectores de cacao, agricultores, ganaderos… Trabajamos en función a la biodiversidad cultural, étnica, social y de flora y fauna de nuestro país”.
4, Nuevos ritmos andinos
En la zona de Tumbaco opera quien más ha contribuido a la expansión de la música electrónica quiteña. Presencia habitual en los más destacados festivales, Nicola Cruz aporta una particular revisión del folklore, reinterpretando esencias, ritmos y melodías andinas. Recientemente ha lanzado el disco Siku, pero Prender el alma le dio a conocer. “Indagué más profundo y consciente en la importancia del folklore ecuatoriano, y cómo he participado de él viviendo en Quito. Ecuador me ha dado la visión del mestizaje creativo”. Su colega Mateo Kingman, que acaba de publicar Astro, asegura que “Quito es una base para crear. Tiene una mística profunda. Es un lugar inspirador y un puente entre la Amazonia, que fue mi primera casa, y el mundo que es ahora mi casa”.
La noche nos lleva al pub Bandidos, donde la cerveza artesanal con miel y jengibre se revela sanadora. Es un bar muy folk, de los que al día siguiente uno no recuerda haber estado.
5. Festín de barroco
Como contrapunto a la vanguardia, la calle de la Ronda, donde siguen abiertos talleres de artesanos de orfebrería, forja o madera, y tabernas populares en las que tomar uno, dos, tres… o los canelazos que sean precisos. Este licor de caña de azúcar con maracuyá, canela o naranjilla ha quitado muchas penas a quiteños y a no quiteños. Mezcla bien con el pasillo (género tradicional ecuatoriano) o con canciones de época como el pasacalle chullaquiteño (himno no oficial de la ciudad).
El urbanismo de la cercana plaza Grande fue obra del italo-suizo Francisco Durini. Aquí están el Monumento a los Héroes del 10 de Agosto de 1809, cuando empezó la revolución para la independencia, el palacio de Gobierno, el hotel Plaza Grande (con su clásico café) y, al lado, la plaza de Benalcázar, núcleo fundacional de San Francisco de Quito en 1534. La iglesia de la Compañía de Jesús (1605-1765) es un festín del barroco, en oro y madera y algo de mudéjar. Poco importan los excesos decorativos. Impresiona su conjunto y, sobre todo, el paseo por el campanario (para el que hay que solicitar permiso). La plaza de San Francisco acoge la iglesia homónima, otra joya del barroco, algo más austera (al igual que la iglesia de Santo Domingo), como corresponde al espíritu de la congregación franciscana.
El arquitecto uruguayo Guillermo Jones Odriozola, formado en Europa, pasó por Quito en la década de 1940 y el Concejo Municipal le ofreció hacerse cargo del Plan Regulador. Enseguida constató el nivel del patrimonio: “Las casas me recordaban las que había visto en La Paz, en Cuzco... pero Quito tenía una belleza tan enorme, que me encuentro un edificio como el claustro de San Francisco, que para mí es el Palacio Pitti de América Latina, y una iglesia como la Compañía, donde todo era una labor de artesanía, de arabesco total”.
El centro histórico también mantiene edificios art déco como el antiguo Banco La Previsora, cuyo diseño original fue de los estadounidenses Hopkins y Dentz. Es, junto a los Archivos Nacionales, el palacio Legislativo o el teatro Atahualpa (en desuso), el más determinante de este estilo; todo un legado de la modernidad que en los años treinta del siglo pasado trajo a América el espíritu Bauhaus. En el libro Patrimonios, Alfonso Ortiz Crespo recuerda que el uso de nuevas tecnologías y hormigón armado a partir de la década de 1940 “alteró el bajo perfil que hasta entonces solo se quebraba con los campanarios de las iglesias coloniales”.
6. ‘Limpias’ en San Francisco
El barrio de San Roque pide visitar comercios tradicionales como el de Luis Banda, artesano de las colaciones (bolitas de azúcar, agua, limón y maní), un dulce elaborado desde 1915 según la receta tradicional y a mano. En el mercado de San Francisco, abierto en 1893, llaman la atención mujeres curanderas que llevan a cabo las limpias. Un niño de 8 años es llevado por su madre para que le curen el espanto. Rosa Lagla Correa, reputada yerbatera, pone en orden sus energías y temores. Un adulto acude a curarse la artritis; doña María lo desnuda de cintura para arriba y lo refriega con ortigas antes de depurarlo con jazmín. Cuando se pone en pie asegura que está como nuevo.
A la hora de restaurarse no hay escapatoria: Casa Gangotena, un clásico muy querido en la ciudad. Antes de pasar al salón se recomienda subir a la terraza, un inmejorable balcón a la plaza de San Francisco donde tomar una cerveza Santana con su ración de ají y chifles. La cocina es mestiza, tradicional. No descuidar el locro de papa quiteño (sopa de patata acompañada de aguacate y queso) o el encocado de camarones.
7. Cerveza bendita
En el centro histórico, pero alejado del trajín y decantado sobre una breve colina, se encuentra el pintoresco distrito de San Marcos. Talleres, conventos, coloridas casas señoriales, algún que otro anticuario y tiendas de velas que hablan de otra época. La pizzería y galería de arte Bocanada es un refugio de jóvenes. Su cerveza artesanal La Bendición hace honor a su nombre.
El sombrero de paja toquilla (mal llamado de Panamá) es uno de los grandes patrimonios de Ecuador. La historia de su prestigio roza lo épico. Durante la construcción del Canal de Panamá se exportaron miles. En su visita a las obras en 1906, el presidente Roosevelt quedó prendado de su elegancia y se fotografió con uno de ellos junto a un sinfín de obreros igualmente protegidos con el sombrero. Hoy se siguen elaborando en las ciudades de Montecristi y Cuenca, de donde es la señora que regenta La Cuencanita, el lugar idóneo para hacerse con uno.
Aquí también está el restaurante Nuema, la experiencia gastronómica más impactante del nuevo Quito. La revisión de platos como el ceviche, el cuí, el locro o el mero con palmitos en tres cocciones que lleva a cabo Alejandro Chamorro es fascinante. El chef estudió en Quito, y después amplió su formación en Perú y en el prestigioso restaurante Noma, en Copenhague. “Me quedo aquí porque la labor de un cocinero, hoy, es llevar su bandera. Yo nunca voy a cocinar mejor que un francés. Tengo ese arraigo al origen y quiero que la gente identifique a Ecuador con un destino diverso y rico”.
8. Territorio joven
Cosmopolita desde su nacimiento, La Mariscal es el barrio más bullicioso de Quito. En los años treinta empezó siendo una ciudad jardín con casas construidas en torno a sus patios hasta convertirse en zona rosa. Hoy parece una pequeña metrópoli incrustada en la ciudad, llena de mochileros y fiesta. Hay casi el mismo número de hostels que de discotecas (abiertas hasta la hora zanahoria, las dos de la madrugada). En la plaza de Foch es tan fácil ser feliz como poco productivo. Allí se concentran todas las malas costumbres que vale la pena proteger. Siempre hay alguien que para escapar del mundo se atrinchera en ella y extranjeros curiosos que lo imitan.
9. Volcanes y un columpio
Para ver el Cotopaxi (5.897 metros) conviene subir al Pichincha lo más temprano posible. Desde aquí se entiende que las regiones andinas conciban montañas y volcanes como lugares sagrados. El poder del volcán es inspirador y su aura se difumina entre el misterio y la superstición. Vale la pena asomarse a los miradores y caminar hasta el columpio de la cima de Cruz Loma. Humboldt, a su paso por Ecuador, escribió: “Los ecuatorianos son seres raros y únicos: duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes, viven pobres en medio de incomparables riquezas y se alegran con música triste”. Meciéndose ante el precipicio, uno se ve atravesado de sentimientos y agradece volar sobre el arco meridiano terrestre con un solo problema en la cabeza: irse.
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