Canadá salvaje, tierra de aventuras y paisajes
Un apasionante viaje por las Montañas Rocosas canadienses, 3.500 kilómetros de naturaleza en estado puro. Y una visita a Vancouver y Victoria
Las Montañas Rocosas son la columna vertebral de la Tierra. Así lo creían al menos los siksikas (pies negros), para quienes, entre otras primeras naciones (como llaman en Canadá a los pueblos indígenas), estas montañas eran un lugar de culto. Proponemos un viaje por su vertiente canadiense, bordeando las provincias de la Columbia Británica y Alberta.
Partimos desde Vancouver en dirección a Whistler por la Sea to Sky (del mar al cielo), la impresionante carretera que sube desde el mar atravesando las tierras de los squamish (Skwxwú7mesh, en su lengua). Nos acompañan enormes moles montañosas, lagos de un azul intenso, tupidos bosques y cascadas de gran altura como la de Shannon, en el famoso parque del mismo nombre. Antes de llegar a la siempre animada estación de esquí de Whistler, nos topamos con otras bonitas cascadas de curioso nombre, por ejemplo, la de Brandywine, en medio de un apacible bosque y parque nacional. La imagen de las solitarias vías férreas nos traslada a los tiempos de aquel viejo Oeste con sus trenes, forajidos y miles de buscadores de oro, como Jack London camino del Yukón.
Una vez pasado Pemberton, cambia el paisaje. El sonido folk del cantautor canadiense Gordon Lightfoot es el hilo musical perfecto para atravesar la árida meseta y los valles de Kamloops (tierra de los indios secwepemc), donde se multiplican los cowboys, los rodeos y lugares con nombres apropiados para un wéstern como Deadman’s Creek. Se pueden visitar algunos ranchos, por ejemplo el O’Keefe, cerca de Vernon, o el Cache Creek, donde también se puede comer, dormir y hasta darse un paseo en diligencia.
Según nos acercamos a las Rocosas, vuelve a inundarlo todo el intenso verdor de los bosques. Nos acompañan en paralelo las vías surcadas por largos trenes que unen el país de costa a costa. El ferrocarril está muy presente en la historia de esta región: unió sus tierras y sus gentes al resto de Canadá en el siglo XIX. Muchos de los núcleos que atravesamos nacieron con el ferrocarril; pueblos que fueron y son el centro logístico de una amplia zona de población dispersa y que suelen contar con supermercado, pub, instituto, hotel y, no siempre, gasolinera (a veces distan 100 kilómetros una de la siguiente). Valemount sí tiene, y añade un inusual y asequible restaurante, el Caribou Grill, en el que disfrutar de excelentes carnes de Alberta y salmón del Pacífico, regados con vinos de uva malbec o pinot grigio del valle de Okanagan.
Seguimos camino a las Montañas Rocosas. Declaradas patrimonio mundial por la Unesco en 1984, su relieve atraviesa cuatro parques nacionales de extraordinaria belleza (Banff, Jasper, Kootenay y Yoho), tres parques provinciales (Hamber, Assiniboine y Robson) y la región de Kananaskis. A lo largo del camino se van sucediendo impresionantes picos nevados, bosques impenetrables, glaciares suspendidos, cañones, cascadas, lagos de intensos colores, ríos bravos…, a cuál más espectacular. Un paraíso para los amantes de la escalada, el senderismo y el esquí, pero también de los deportes fluviales, desde cómodos paseos en kayak a la pesca o el adrenalínico rafting. Naturaleza en estado puro. No es difícil toparse con wapitís (ciervo canadiense), alces y lobos, incluso con osos en la orilla de ríos como el Athabasca. En nuestro camino por la carretera se cruzó un gigantesco wapití y, más tarde, una osa con sus tres crías. No suelen atacar, pero se recomienda alguna precaución: ir en grupos de no menos de cuatro personas, andar haciendo ruido (con unas campanitas atadas a la mochila), no correr ni llevar auriculares; mantener una distancia de 100 metros con los osos y de 30 con los wapitís y alces; está prohibido darles de comer y mejor ocultar la comida, ya que se dice que los osos son “narices pegadas a un estómago”.
Bajo la señorial mirada del monte Robson (3.954 metros), el más alto de las Rocosas, llegamos a Jasper (en Alberta), gran foco turístico, con el funicular más largo y alto de Canadá que lleva al monte Whistler, llamado así por el continuo silbido de las marmotas. La panorámica es única.
La Icefields Parkway, 289 kilómetros que unen Jasper y Banff, es una de las carreteras más espectaculares de Norteamérica. Pasado el bonito lago de Wabasso, por otra carretera que atraviesa bosques surcados de ríos de aguas bravas, nos dirigimos al emblemático lago Maligne con uno de los rincones más fotografiados de las Rocosas, su arbolada y pequeña isla de Spirit. En sus gélidas aguas cayó Marilyn Monroe en el rodaje de Río sin retorno (1954), con Robert Mitchum, quien, cuentan, se lanzó a socorrerla. No fue la única película filmada en estas montañas, la lista es interminable: Tierras lejanas (1954), con James Stewart, aprovechó el glaciar de Athabasca; algunos paisajes rusos de Doctor Zhivago (1965) son del lago Louise; Brokeback Mountain (2005) rodó escenas en Kananaskis…
Cerca de Maligne, entre pinares y montañas, se encuentran las cascadas de Sunwapta (que se podrían traducir como aguas turbulentas), con su fotogénico islote arbolado casi al borde del salto. También cuenta con una bella isla el lago Pyramid, a menos de una hora de distancia, cuyas aguas atraen a turistas para practicar kayak o bañarse, eso sí, sin olvidar que son gélidas todo el año ya que proceden del deshielo, al igual que las de los lagos de Medicine, Edith, Annette y Patricia (en cuyos fondos reposa parte del Habbakuk, un proyecto secreto de un portaaviones insumergible de hielo para combatir a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial).
La carretera de Banff sigue el río Athabasca, cuyas lechosas aguas forman una de las más bellas cataratas saltando por un estrecho desfiladero. Aunque está saturado de visitantes, merece la pena una parada en el mirador Glacier Skywalk, donde disfrutar de la panorámica del valle de Sunwapta colgado en el vacío en una estructura semicircular con suelo de cristal; y luego en el monumental glaciar de Athabasca, que se puede recorrer en un autobús todoterreno de enormes llantas.
Siguiendo la ruta llegamos al lago Peyto, de indescriptibles aguas azules. Lleva el nombre de quien lo descubrió: el legendario Wild Bill Peyto, un Jeremiah Johnson que vivió en estos bosques durmiendo con un revólver bajo la almohada. Cerca de la localidad de Banff están dos de los lagos más espectaculares de las Rocosas, Louise y Moraine, con sus aguas color turquesa encajadas entre inmensas montañas nevadas. Es recomendable bordearlos y desde el Louise subir a los tea house (refugios) del lago Agnes y del Plain of Six Glaciers. Las vistas son magníficas.
Baño termal en Banff
En Banff, rodeada de bosques y montañas, no es difícil encontrarse al amanecer a un wapití comiéndose las flores de un jardín. Muy animada y llena de tiendas, hoteles y restaurantes, es el epicentro de una de las zonas de esquí más conocidas de Canadá (con las estaciones Mount Norquay, Sunshine y Lake Louise, conectadas entre sí). La oferta gastronómica es muy variada: desde el refinado restaurante Eden y la cuidada cocina de The Bison hasta el popular Grizzly House, donde tomar hamburguesa de búfalo, o Elk & Oarsman, donde son de carne de wapití, acompañadas de una buena pinta de stout o IPA. Se llevan los bares con música y retransmisiones de partidos de rugby americano o de hockey sobre hielo (auténtica pasión en Canadá, en Banff van a muerte con los Calgary Flames). En cuanto a hoteles, destaca el decimonónico Banff Springs, donde tomar el té de las cinco disfrutando de vistas de la ciudad y de su río, el Bow (con cascada incluida), en el que volvió a caerse Marilyn Monroe. La actriz sufrió un esguince y cuentan que los mozos del hotel hacían cada día un sorteo para poder empujar su silla de ruedas.
Otro de los atractivos de Banff son sus aguas termales. A remojo a 40 °C, en la piscina de los Banff Upper Hot Springs se disfruta además de grandes vistas. En las propias Rocosas, zona de aguas sulfurosas, también hay baños: los Miette, cerca de Pocahontas, y los Radium, en Kootenay. De hecho, son el origen del parque nacional de Banff, el primero de Canadá y el tercero del mundo, creado en 1885 al descubrir los trabajadores del ferrocarril Cave and Basin, una cueva de aguas sulfurosas cuyas propiedades terapéuticas usaban la tribu de los nakodas.
A 15 minutos de Banff asoma uno de los lagos más grandes de las Rocosas, el Minnewanka o lago de los espíritus, temido por los nakodas y apodado por ello como lago del Diablo por los colonos. No es el único lugar sobre el que pesan las leyendas. A orillas del río Bow hay hoodoos o chimeneas de hadas, que, según la tradición, son humanos petrificados por un ser maligno. En los bosques también se supone que vive el enorme y peludo Bigfoot, el sasquatch (“hombre salvaje”) de los nakodas: pero aseguran, muy convencidos, que no hay de qué preocuparse porque su mal olor a gran distancia lo delata y da tiempo a huir. Además, en el lago de Okanagan se cuenta que vive un monstruo, el Ogopogo.
Las Rocky Sioux
Las “primeras naciones” o pueblos indígenas, además de sus leyendas, han dejado su huella, y su legado se intenta recuperar en los últimos años. Aquí vivieron hasta finales del siglo XIX, en que fueron trasladados a reservas. Los nakodas, de la nación Sioux, se extendían desde Banff al valle de Athabasca, las llamadas Rocky Sioux. Al sur vivían los kootenays y los assiniboines, y por Kananaskis los crees. Pasaban parte del año en las Rocosas y bajaban el resto a las llanuras de Alberta y Saskatchewan a cazar búfalos, cuya carne conservaban macerándola. Se llama pemmican y se encuentra en los supermercados. Algunas naciones, como los okanagan, las atravesaban desde el sur mientras los siksikas subían desde las llanuras a cazar osos y wapitís. Las guerras entre estos pueblos fueron habituales. Una curiosidad: el paso de Athabasca fue descubierto por el explorador David Thompson cuando le perseguían los siksikas por haberle suministrado armas de fuego a los kootenays.
Camino de la costa pasamos por el parque nacional de Kootenay, con el impresionante Marble Canyon por el que se precipitan en cascada las encajadas aguas del Tokumm Creek; y por el Yoho, con el cañón y río Kicking Horse, que, según cuentan, debe su nombre a la coz mortal que le dio un caballo a un geólogo del ferrocarril, quien, para susto de todos, se despertó cuando lo estaban enterrando. El plato fuerte del parque nacional de Yoho son las cataratas de Takakkaw, a las que se accede por una compleja carretera de montaña. Su nombre, que en lengua de los crees significa maravilloso, precipita sus aguas desde unos 225 metros de altura. Cerca se encuentra el coqueto lago de Emerald, de brillantes aguas verde esmeralda.
Dejamos las Montañas Rocosas (con cierta tristeza) y todavía quedan bellos parajes por el camino de regreso a Vancouver. Parada en la apacible Revelstoke a orillas del río Columbia, un importante centro ferroviario como atestigua su Museo del Ferrocarril, y cuyas casas y calles conservan el aire de otra época. Seguimos por la zona de lagos, viñedos y granjas con sabor al lejano Oeste del valle Okanagan, Vernon, Kelowna, Penticton (o Pen-Tak-Tin, “lugar donde quedarse” en lengua de los salish) hasta llegar al histórico Fort Langley, que conserva casas decimonónicas de madera. Ya en Vancouver, tras haber recorrido casi 3.500 kilómetros desde el mar del que salimos, y mirando en dirección a las monumentales Montañas Rocosas, podemos imaginarnos por qué los siksikas pensaban que son la columna vertebral de la Tierra.
Manuel Florentín es editor y autor del ensayo 'La unidad europea. Historia de un sueño' (Anaya).
Ecos españoles
Los nombres españoles son frecuentes en Vancouver y en la isla homónima: Zeballos, Laredo Sound, Estevan Village, Dionisio Point, Bodega Ridge, Narvaez Bay o el estrecho de Juan de Fuca; las islas canadienses López, Redonda, Quadra, Galiano, Lasqueti, y las estadounidenses San Juan, Patos u Orcas. La razón: los españoles llegaron antes que los británicos, entre 1774 y 1779, y tuvieron un fortín en Nootka con una guarnición catalana. Su capitán, Pedro de Alberni, fundó Port Alberni, y en Vancouver hay calles, como la gran avenida Cordova, en honor a un virrey español de México. Tofino debe su nombre al navegante español Vicente Tofino. Los capitanes británicos Cook, en 1778, y Vancouver, en 1792, llegaron de paso, y el segundo no regresó, pese a que isla y ciudad llevan su nombre. El interés británico por la zona y el desinterés español llevaron a la retirada de los últimos en 1794. Sorprende cómo se ha conservado la memoria de la presencia española: en Nanaimo, por ejemplo, la información turística recuerda que los primeros europeos en establecer contacto con los nativos fueron Alcalá Galiano y su tripulación en 1792.
La cosmopolita Vancouver
Ciudad joven que todavía no ha cumplido los 150 años de existencia, con una animada vida económica y cultural, es la principal urbe de la Columbia Británica. Su gran pulmón es el parque Stanley, una enorme península arbolada con una notable colección de tótems indios. Aquí está enterrada la importante poetisa Pauline Johnson, hija de jefe mohawk e inglesa. Atravesando el Lions Gate Bridge se llega al Vancouver norte: magníficas vistas de la otra orilla desde el Lonsdale Quay Market, paraíso de la cocina asiática. Por el sur del parque, bordeando el puerto, se llega al animado Gastown, donde surgió Vancouver en torno a un bar homónimo. Abundan las tiendas, restaurantes y cervecerías como Lamplighter, la más antigua de la ciudad, con más de 40 cervezas de barril.
En la Columbia Británica se elaboran excelentes cervezas, especialmente las IPA. Antes de dejar Gastown en dirección a la zona de los negocios y la cultura, la de los rascacielos, calles comerciales, museos y Art Gallery del área de Robson y Granville Street, los amantes de los libros no pueden perderse la enorme y aparentemente caótica librería de lance MacLeod.
Tampoco el vecino barrio de Chinatown, el segundo más antiguo de América, del que cabe destacar su monumental puerta chinesca y su armonioso jardín chino del doctor Sun Yat-Sen. La presencia de población asiática en la Columbia Británica es centenaria, pero se ha incrementado en las últimas décadas convirtiendo amplias zonas como Richmond en modernos chinatowns con centros comerciales y restaurantes tan auténticos como Fisherman's Terrace donde disfrutar de platos como las lenguas de pato. No muy lejos se halla el imprescindible Museo de Antropología, con importantes colecciones de arte aborigen.
La isla de Vancouver
La travesía desde Vancouver a la isla de Vancouver es de gran belleza, sorteando numerosas islas verdes. La aristocrática Victoria es la capital de esta porción de tierra y de la provincia de la Columbia Británica. Tiene un centro muy animado, lleno de tiendas y cervecerías con buena cocina, como la del acogedor restaurante The Drake. Cerca del puerto están el Parlamento, el señorial hotel Empress, que cuida las tradiciones más british (como su té de las cinco), y el Royal Museum, con una espléndida muestra de arte de las Primeras Naciones. Estas tienen en agosto su pow wow, festival de bailes y venta de artesanía como los jerséis Cowichan, originarios de dicha región.
La población europea, descendiente de escoceses, celebra sus Highland Games en mayo. Victoria, ciudad multicultural, cuenta con un chinatown con una monumental puerta. Una de sus hijas predilectas es la pintora Emily Carr, cuya obra se reparte entre su casa-museo y la Art Gallery; además, la Nobel de Literatura Alice Munro es dueña de una librería en un antiguo banco.
Al norte de Victoria nació Diana Krall, en Nanaimo, con una espectacular bahía donde se celebran carreras de bañeras. Más al norte, Telegraph Cove convoca un turismo menos convencional y es lugar para ver orcas; y al otro lado de la isla, Tofino y Ucluelet tienen una naturaleza desbordante. Entre Victoria y Tofino, cerca de Port Alberni, está Cathedral Grove, un bosque milenario con algún árbol de más de 800 años, 75 metros de altura y 9 de circunferencia.
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