El Montreal de Leonard Cohen
Suzanne, Marianne y otros personajes de sus inolvidables canciones desfilan en una ruta por la ciudad canadiense en la que nació el cantante
Es difícil imaginar que nada, más allá del ding del timbre de un repartidor de periódicos, altere la pax americana que reina en las cuestas suaves de Westmount. Leonard Cohen, fallecido en noviembre del año pasado, había nacido en 1934 entre casas anglicadas de piedra gris y parterres perfectos. En una ciudad dentro de otra, en una minoría dentro de otra. Westmount es un barrio judío en el católico Montreal, un enclave anglófono en una urbe donde se habla sobre todo francés, un remanso pudiente rodeado de dificultades y estrecheces.
Cuando Leonard tenía ocho años, la avenida más vibrante de la ciudad, Saint-Laurent, se inflama con un mitin contra los judíos. A voz en grito, los ultraderechistas han escogido la calle que separa los barrios franceses de los ingleses para denunciar que los hebreos, en sus tiendas, venden vestidos indecentes a las chicas, como si en lugar de en la beatona Montreal estuvieran en la sacrílega Nueva York. La algarada acabó con destrozos en los escaparates. Mientras, en su refugio privilegiado, Leonard, hijo del dueño de una tienda de ropa, lee tranquilo sus cómics de Spiderman. En Westmount, el único contacto con el magma francés y católico que lo rodea por todos lados son las mujeres llegadas de los pueblos quebequeses que trabajan como empledas de hogar.
Pero esa seguridad no tarda mucho en alterarse. A los nueve años pierde a su padre. Puede que bajo el jardín de su casa en el 599 de la avenida Belmont siga aún una de sus corbatas. Cuando supo la noticia de la muerte, Leonard la sacó del armario, la abrió y metió dentro un papel con algo escrito. Luego la enterró bajo la nieve.
El Puerto Viejo ofrece la posibilidad de asistir a un espectáculo del Circo del Sol en su sede de Quebec
Este ritual se repetirá cambiando de forma en el futuro, pero con una constante: la escritura como liberación de la tristeza. Y Westmount será siempre el lugar donde quedó aquella corbata bajo la nieve.
El resto del mundo le aguarda, y empieza bien cerca. De adolescente tienta su ciudad en Sainte-Catherine (el callejero de Montreal tira mucho de santoral), sede de la vida nocturna, el jazz, las cafeterías con mesas de mármol, el hampa y los hombres con abrigos hasta en verano. Solo en una cosa tenían razón los fanáticos de los mítines contra los judíos: la ciudad, muy a su pesar, sí era el Nueva York canadiense, con la diferencia de que los montrealeses se dan tres besos al saludarse.
Hoy, la calle Sainte-Catherine ha perdido por completo el aire clandestino que tuvo en los años jóvenes de Cohen, y se agita con el brío de los comercios y las múltiples bocas de entrada a la Ciudad Subterránea: kilómetros de tiendas bajo la superficie para refugiarse de los 30 grados bajo cero que pueden alcanzarse en invierno.
En una librería de viejo se topa con una traducción de la Gacela del mercado matutino de García Lorca, y a través de una referencia al Arco de Elvira de Granada se asoma por primera vez a Andalucía. Al poco se compra una guitarra de segunda mano. A espaldas de su casa, en una cancha de tenis del parque de Murray Hill, conoce a un muchacho español rodeado de chicas —el mecanismo de la seducción, la seducción misma, siempre acuciaron a Cohen— rasgando una guitarra. En un francés roto, Leonard le pide que le dé clases. El español acudió solo tres veces a la casa de los Cohen, pero fueron suficientes para enseñarle seis tonos flamencos. A la cuarta el profesor falló, y cuando Leonard llamó a su pensión para ver qué pasaba la casera le dijo que se había suicidado. “Aquellos seis tonos (…) han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música”, confesó emocionado al recoger el Premio Príncipe de Asturias en 2011.
Su mundo crece cuando entra en la Universidad de McGill, el principal feudo académico de los anglohablantes, coincidiendo con el auge del conflicto entre comunidades. Cohen empieza a ser conocido como poeta, pero se expresa en un idioma que para la mayoría de sus paisanos es ajeno. Para repudiar el uso del francés, en su época se podía escuchar en las tiendas “speak white!” (algo así como “¡habla en cristiano!”, un exabrupto que derivó incluso en un poema de protesta de los francófonos). Hoy, en los comercios que se ubican en las antiguas fronteras entre idiomas se puede escuchar un mestizo “Bonjour hi!” con el que saludar a los clientes sin hacer distingos.
La política lingüística subyace en cada pequeño mensaje público de la vida de Montreal. El francés es la única lengua oficial de Quebec desde 1977, pero Montreal, la ciudad más poblada de la región, es un universo bilingüe, con dos universidades y varios hospitales de habla inglesa. Eso sí, en los carteles el inglés aparecerá siempre en segundo lugar y en un cuerpo de letra sensiblemente más pequeño.
Aunque tantas de sus letras, propias o adaptadas, destilen tintes políticos (The Partisan, Democracy, First We Take Manhattan), Cohen siempre sobrevoló el conflicto político entre comunidades que ha sacudido la vida quebequesa en las últimas décadas, incluso en los años más duros, con los atentados del Frente de Liberación de Quebec. Cuando a finales de los setenta una periodista francófona le insta a pronunciarse sobre por qué no había apoyado la lucha de la región por la independencia, él le responde con viveza: “Estoy a favor del Estado Libre de Montreal. Yo no vivo en un país, yo vivo en un barrio, en un universo aparte por completo de los demás. No soy ni canadiense ni quebequés. Soy, y siempre lo seré, de Montreal”. Sus posturas políticas fueron como su manera de vestir, elegantes. Atravesó de puntillas todas las modas porque siempre supo que aunque dieran relieve al principio, luego podrían lastrarlo.
En su música no hay una apropiación de la ciudad, sino más bien la proyección de una larga sombra en la que resuenan las letanías y los coros de su sinagoga. Quería a Montreal, pero también la detestaba y, en cualquier caso, como confesó con veintipocos años, tenía que volver a ella a cada rato para, según dijo, renovar sus afiliaciones neuróticas. Aun así, una de sus canciones más famosas propone un recorrido sutil por la ciudad y es Suzanne (Suzanne Verdal, un amor más bien platónico) quien le lleva de la mano hacia su casa cerca del río. Va vestida con los “harapos y plumas” de la tienda que el Ejército de Salvación tenía en Notre-Dame, cerca de la catedral. Es ella quien ofrece el té y las naranjas que vienen desde China al puerto, antaño una de las puertas de entrada del comercio y los inmigrantes más importantes de Norteamérica.
La torre solitaria
La canción menciona Nuestra Señora del Puerto, que en verdad es Nuestra Señora del Buen Socorro, una iglesia del siglo XVII, hecha y rehecha varias veces después, que servía de lugar de peregrinaje seguro para los católicos asustados por los ataques de los iroqueses y que sirvió también de sitio de reunión a la pequeña comunidad de católicos anglófonos. Una escultura de Cristo corona la cubierta (sobre una “torre solitaria de madera”, acierta la canción) y da la espalda a los fieles que entran por la puerta delantera; está vuelto hacia el río, con los brazos extendidos, en gesto de bendición de los marineros que parten.
Un paseo por la zona del Vieux-Port, el puerto viejo, ofrece la posibilidad de asistir a un espectáculo del Circo del Sol en su sede estable en Quebec, o simplemente disfrutar las vistas, al fondo, del Jacques-Cartier, un puente majestuoso, ahora iluminado por el 375º aniversario que Montreal cumple este 2017. Sus vanos metálicos enhebran las vías del tren que prometen un nuevo destino más al norte.
Montreal entero es un don del río San Lorenzo, que desgaja como una brecha gigantesca la geografía de Canadá. A través de él llegó la mayoría de los habitantes de Quebec, como los Cohen, huidos de los pogromos de Rusia. Gente de medio mundo bajaba de los barcos y recorría calle arriba Saint-Laurent para fundar en algún punto su minúscula Italia, una brizna de Grecia, un pedazo de Portugal. En los años setenta, precisamente en el antiguo barrio hebreo reconquistado por los portugueses, apostó Cohen su refugio montrealés tras cosechar éxitos en medio mundo. Frente a la casa de tres plantas que compró, el parque de Portugal se abre pequeño y tímido. Una placa y unos azulejos recuerdan el origen de sus habitantes. En mitad, un quiosco sirve de refugio a músicos y sin techo.
Seguir los pasos de Cohen en ese Montreal al que nunca dejó de ir, aunque, con la edad, cada vez más esporádicamente, es tan fácil como imitar los de cualquier otro local. Comprar bagels, que, a diferencia de los de Nueva York, aquí son más pequeños, llevan malta, huevo y miel, y resultan más dulces y sustanciosos. Leonard escogía el café-restaurante Bagel Etc (Saint-Laurent, 4320). Para llevar, es posible adquirir bagels directamente en Fairmount Bagel (Avenue Fairmount, 74), no muy lejos, y en St.-Viateur Bagel (Saint Viateur, 263).
Para comer, hay que regalarse un sándwich de deliciosa carne, ahumada durante días, que se deshace tan pronto se hinca el diente. Son muchos los sitios para degustarlos, pero Cohen prefería Main Deli Steakhouse (Saint-Laurent, 3864). Una buena alternativa es Schwartz’s (Saint-Laurent, 3895), donde se conserva, sin ninguna concesión al diseño de interior, el mismo ambiente de hace años: luminosos de refrescos congelados desde hace décadas, mostradores de formica, camareros veteranos que enhebran una conversación con otra. Para cenar, el músico se dejaba ver por Moishes Steakhouse, un restaurante elegante de colores cobrizos. Tras la muerte del cantante, a sus espaldas luce un enorme mural con su rostro y su sombrero.
Tiendas de especias
La zona, el Plateau de Montreal, reúne junto al Vieux-Montréal, que flanquea el río, la historia más antigua de la ciudad, resumida en esta enorme extensión de calles reticulares. Desde hace unos años los precios de la vivienda en estos antiguos barrios de inmigrantes han subido mucho, y en parte es por culpa de una última oleada extranjera: la de los franceses acaudalados que lo reconvierten en un destino perfecto para burgueses bohemios (bobos, bourgeois bohème). Ya han conseguido domesticar la calle de Saint-Denis con sus heladerías de autor y sus tiendas de ropa decoradas con falsas antigüedades, perfectamente intercambiables. En paralelo, por suerte, sigue corriendo salvaje The Main, Saint-Laurent, la verdadera arteria de este Montreal, más desaliñada pero también más sorprendente, con susépiceries húngaras, judías y españolas (La Librairie Espagnole, en Saint-Laurent, 3811, que a pesar de ese nombre es un ultramarinos), sus cafetines o librerías de viejo como Westcott Books (Saint-Laurent, 4065), donde son tantos y están tan desordenados los libros que es imposible descubrir hasta pasado un rato dónde se esconde el vendedor.
En una ciudad volcada con la música no faltan clubes como La Sala Rosa, que ocupa la planta superior del Centro Social Español de Montreal (Saint-Laurent, 4848), un punto de encuentro para la exigua comunidad emigrante española.
Conviene alejarse del bullicio de las calles principales para internarse en las aledañas y descubrir viejas sinagogas, coquetas casas de ladrillo y madera, y una estampa tan montrealesa como la de los barcos cruzando el San Lorenzo: los conos naranjas que marcan las obras públicas. Son a las calles veraniegas como las luces a la Navidad; llegan con el calor porque se ve que con el frío del invierno el asfalto se deshace como azúcar y hay que aprovechar el buen tiempo para reparar rápidamente el firme. Inmiscuyéndose por las calles, el visitante descubrirá el epicentro de la poesía de Montreal en la tranquila plaza de Saint-Louis, que acogió durante décadas uno de los movimientos creativos más activos de la ciudad. Las tertulias de los escritores bullían bajo los techos de unos edificios tan victorianos y tétricos que harían las delicias de Tim Burton.
A su manera, Leonard Cohen había conquistado Manhattan y después Berlín, pero de todas sus moradas por medio mundo al final solo importaron la casa de Los Ángeles, donde había fijado su residencia y murió, y la casa del Plateau. Siempre, atestigua un vecino suyo en Westmount, mantuvo vínculos con su comunidad de origen. Sabiendo quizá que su muerte estaba próxima, encargó al coro de su sinagoga, Shaar Hashomayim, que grabara con él las canciones de You Want It Darker, su último álbum.
El cementerio aledaño es un apéndice del inmenso de Mont-Royal, una montaña para los muertos invadida por el césped y las lápidas con un censo de apellidos y alfabetos que da cuenta para siempre del cosmopolitismo emigrante de la ciudad. Perdidos entre mazacotes de mármol con los apellidos de la familias grabados, a la dificultad de encontrar la tumba de Leonard se añade que el nombre Cohen abunda. Para suerte del fan eterno, hay una pista para identificar la del hijo del vendedor de ropa. Apoyada en la tierra, en ella hay una pinturita azul de solo un palmo con un pájaro negro quieto sobre un cable, como el de su canción Bird on the wire.
Guía
- Air Transat tiene vuelo directo con Montreal desde Madrid a partir de 558 euros ida y vuelta. Iberia y Air France vuelan con una escala a partir de 678 euros ida y vuelta.
- Oficina de Turismo de Montreal.
- Museo de Arte Contemporáneo de Montreal.
- Congregación Shaar Hashomayim.
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