Tres días en Sevilla
Del barrio de Santa Cruz a la Cartuja, de la taberna Álvaro Peregil al museo de cerámica de Triana, una escapada redonda para saborear la ciudad andaluza en primavera
El reto es mayúsculo. ¿A qué lugares —monumentos, rincones, esquinas, tiendas, bares— debería llevar alguien que vive en Sevilla a un visitante que no conoce la ciudad, o que conoce solo lo más típico? ¿Cómo conjugar una Sevilla personal, sentimental, menos obvia, con esa otra Sevilla esplendorosa, fotogénica y tantas veces vista? Recién acabada la efervescencia de la Semana Santa y avecinándose ya la colorida Feria de Abril (del 15 al 21 de abril), cuesta creer que quizá este sea el mejor momento para hacer una aproximación alternativa a la ciudad. El recinto ferial queda en el barrio de Los Remedios —fuera del casco histórico—, pero si uno no es muy de bailes, palmas y farolillos, todavía queda Sevilla para rato. El reto es mayúsculo entonces, no porque no haya donde ir, sino, al revés, porque hay demasiado. Así que imaginemos que recibo la visita de una virtual amiga, alguien que ya conoce lo imprescindible —la catedral, la Giralda, el Real Alcázar, el barrio de Santa Cruz, la Torre del Oro, el parque de María Luisa y su plaza de España, el Museo de Bellas Artes…— y hagamos entonces otras rutas posibles.
Día 1 Centro y Santa Cruz
El Espacio Santa Clara es un antiguo palacio almohade y convento de monjas clarisas convertido en centro cultural
El casco antiguo de Sevilla es uno de los más grandes de Europa, así que sí: es posible perderse por él y escapar de las multitudes. ¿Un truco? Si ven franquicias de moda o restaurantes con sangría y paella a las cinco de la tarde, aléjense y traten de aventurarse por otros rincones más tranquilos. Es lo que hacemos mi amiga y yo tras la obligada visita a la catedral, cuando subimos por la calle de Placentines y continuamos por Francos, en un entorno donde perviven los comercios tradicionales —corseterías, mercerías y tiendas de antigüedades— en edificios de un importante valor histórico, como el de la Cordonería Alba. Visitamos, a unos minutos de distancia, el Centro de Iniciativas Culturales (CICUS), alojado en el antiguo convento de Madre de Dios y que suele albergar exposiciones, conciertos y otras actividades culturales. Un poco más allá, y ya en pleno barrio de Santa Cruz, entramos en el Hospital de los Venerables, situado en la plaza del mismo nombre, un imponente edificio barroco que acoge el Centro Velázquez y cuya iglesia es una de las más bellas de la ciudad. Y como uno no solo se mantiene del arte, bajamos por la muy concurrida calle de Mateos Gago y tomamos el típico vino de naranja en la taberna Álvaro Peregil, un sitio genuino —fíjense, por favor, en el letrero de la jaula del canario y del diminuto aseo—. A tan solo unos metros, en la bodega Las Columnas, mi amiga, definitivamente, cae atrapada en el encanto de tapear en una barra.
Arenal
Muy cerca de allí se extiende otro hermoso barrio, marcado en este caso por el ambiente taurino de La Maestranza. Aunque a nosotras no nos gustan los toros, no nos privamos de pasear por la zona, que llega hasta orillas del Guadalquivir, desde el muelle de la Sal hasta la Torre del Oro. Así, disfrutamos de los tesoros que esconde el Hospital de la Caridad —con obras de Murillo, Pedro Roldán y Valdés Leal— y cruzamos los dedos para que en la próxima visita de mi amiga estén ya reformadas y visitables las Atarazanas Reales, unos antiguos astilleros del siglo XIII y de estilo gótico-mudéjar con naves y arcos tan espectaculares que recientemente sirvieron de escenario a uno de los capítulos de Juego de Tronos. Como nos encanta el comercio local, curioseamos por El Postigo, lugar de exposición y venta de artesanos de cerámica, bisutería y marroquinería principalmente. Y aunque para comer bien hay multitud de sitios, yo no dudo en llevarla a la Bodega San José, en la calle de Adriano, donde probamos uno de los mejores montaditos de pringá de la ciudad y, con suerte, si queda —‑porque se agota pronto—, la “tortilla de mamá”.
Alfalfa / Encarnación
Atravesando la plaza Nueva, donde se encuentra el ayuntamiento —una de las muestras más significativas de arquitectura plateresca—, y subiendo hasta la plaza de San Lorenzo, llegamos al animado barrio de la Alfalfa, otro de los que recorremos con la mirada puesta en comercios tradicionales: las platerías de la coqueta plaza del Pan —actual plaza de Jesús de la Pasión— o las tiendas de antigüedades en torno a la calle de Acetres, donde una placa señala la casa natal de Luis Cernuda. Bares, restaurantes y tiendas de todo tipo cuajan las calles por las que avanzamos —tras una paradita para merendar churros con chocolate en el bar El Comercio de la calle de Puente y Pellón—, hasta desembocar en la plaza de la Encarnación, donde alzamos la cabeza para admirar la llamativa estructura de Metropol Parasol (las Setas), obra del arquitecto Jürgen Mayer. De este polémico proyecto se dice que es la mayor construcción de madera del mundo, y aunque no hay consenso en esto, pensamos que conjuga bien con la arquitectura tradicional del entorno. Las Setas, convertidas ahora en lugar de reunión y quedada de muchas iniciativas ciudadanas, albergan en la primera planta un mercado de abastos y locales de restauración, y en su parte baja, un Antiquarium con ruinas romanas y una casa islámica almohade, restos que quedaron al descubierto durante la construcción. Para disfrutar de unas vistas inusuales de la ciudad, subimos a las pasarelas y miradores, y mi amiga, que siempre critica a los adictos a la cámara, toma fotos sin parar. Después, tras un paseo por la calle de Regina, donde se acumulan comercios jóvenes de decoración y moda alternativa, decidimos cenar en El Rinconcillo, que con su fundación en 1670 se considera la taberna más antigua de Sevilla. Tras una sesión de gastronomía sevillana por excelencia —espinacas con garbanzos, carrillada, pavías de bacalao y pimientos asados—, y como si no hubiese sido ya bastante, nos zampamos sendos cucuruchos en la heladería Rayas, en la plaza del Cristo de Burgos —donde le recomiendo, cómo no, que pruebe el ya mítico Beso de Dama—. Del resto de la noche hablaremos más adelante.
Día 2 Santa Catalina / Feria / San Luis
El recorrido por el casco histórico continúa, al día siguiente, por la zona norte, en los barrios de Santa Catalina, San Julián, San Gil y el entorno de la calle Feria. A pesar de algunos síntomas de gentrificación, aquí pervive todavía el espíritu de la Sevilla más peculiar, visible en los comercios de ultramarinos, los patios de vecinos y las viejas tabernas, no siempre bonitas pero sí genuinas. Cerca de la judería se encuentra la Casa de Pilatos, uno de los palacios sevillanos más significativos, de estilo renacentista italiano-mudéjar con elementos platerescos. A mi amiga le encantan las estancias y galerías, los cuidadísimos patios y fuentes, los bustos de emperadores romanos, el colorido de los azulejos, la cúpula de madera: todo. No se debía de vivir mal aquí, dice, y creo que acierta: el palacio ha sido escenario cinematográfico de varias películas, entre ellas Lawrence de Arabia.
Tras la visita, iniciamos una ruta por conventos e iglesias, comenzando por el convento de Santa Paula, un monasterio de clausura de monjas jerónimas cuyos muros esconden una singular iglesia gótico-mudéjar del siglo XV. Su peculiar colección de arte sacro impresiona, así como la belleza de la espadaña, el retablo mayor, el recogimiento que se respira y la indolencia de los gatazos del jardín, por no hablar de los dulces que elaboran las monjas —torrijas, pestiños, yemas o tocino de cielo, entre otras delicias—. También de estilo gótico-mudéjar son la iglesia de San Marcos, situada al comienzo de la histórica calle de San Luis —cardo máximo de la época romana y posterior calle mayor de la Sevilla islámica—, y la iglesia de Santa Marina, una de las más antiguas de la ciudad, de mediados del siglo XIII. Contrastando con sus sobrias fachadas de piedra y los arcos ojivales se alza también, en la misma calle, la iglesia de San Luis de los Franceses, de un barroquismo deslumbrante. La reciente restauración de este templo desacralizado permite ahora visitar la bellísima capilla doméstica y la asombrosa cripta, que sobrecoge con su peculiar iluminación —y donde, según le susurro al oído a mi amiga, se cuenta que aparecieron montones de huesos de mujeres y niños—. En realidad, todo sobrecoge en este edificio de Leonardo de Figueroa: el retablo mayor, los retablos auxiliares, las columnas salomónicas, la cúpula, la bóveda…
San Luis desemboca en la plaza del Pumarejo, recomendable para turistas desprejuiciados que busquen un poco de sabor local. Intramuros de la ciudad y muy cerca ya de la muralla y la puerta de la Macarena, es el lugar idóneo, si hace bueno, para tomar una ración de caracoles. Yo no los como, pero a mi amiga, después de tanta arquitectura religiosa, la veo relamerse los dedos encantada.
Las Atarazanas Reales, astilleros del siglo XIII ahora en restauración, sirvieron de escenario a ‘Juego de Tronos’
De haber sido jueves, la ruta habría partido de otra calle paralela a San Luis: la calle Feria, porque los jueves se celebra un popular mercadillo del mismo nombre en el que se mezclan quincallería, chatarra, curiosidades, antigüedades, libros y discos viejos, y en el que, si algo está garantizado, es el ambiente. Además, si no se encuentra el ansiado tesoro, uno siempre puede buscar entre las colecciones de tebeos de la librería Baena, en esta misma calle. Y enfrente, una de las tabernas más pintorescas de la zona: Casa Vizcaíno, un templo de la cerveza y el vermú para beber de pie, sin más comida que unos altramuces (o chochitos), mejillones y mojama.
Más ambiente popular encontramos en el mercado de abastos, que mantiene el encanto del mercado tradicional donde la gente se reúne no solo para comprar flores, fruta, carne o pescado, sino también para quedar en alguno de los bares de la zona. Nosotras escogemos el pescaíto frito de La Cantina, junto a uno de los muros de la histórica iglesia de Omnium Sanctorum —otro ejemplo de arquitectura gótico-mudéjar de la ciudad—, aunque otra opción magnífica es la Bodega Mateo Ruiz, especializada en bacalao frito y gambas al ajillo.
En cualquiera de las rutas, nuestro paseo acaba por la Alameda de Hércules, zona alternativa por excelencia, donde destacan las columnas romanas coronadas por Hércules y Julio César y la Casa de las Sirenas, palacete del siglo XIX y actual centro cívico y cultural. Cerca de allí, en la calle de Santa Clara, se encuentra el monasterio de San Clemente —cuyo retablo mayor constituye una de los mejores muestras del barroco sevillano— y el Espacio Santa Clara, antiguo palacio almohade y convento de monjas clarisas que en la actualidad es un centro cultural y de exposiciones.
Tras el paseo vespertino y compra de libros en La Fuga (en la misma Alameda), música en Discos Latimore, y ropa y complementos en Pan con Tomate (ambas en la calle del Amor de Dios), tapeamos en dos sitios: croquetas y solomillo al mozárabe en la taberna Casa Ovidio —una especie de museo informal de la Semana Santa— y tacos mexicanos en Mano de Santo, en la misma Alameda.
Día 3 Triana / La Cartuja
Ya fuera del casco histórico, no podíamos olvidarnos del barrio de Triana, al que dedicamos nuestro tercer día. Disfrutamos admirando el colorido de las casas de la calle Betis, pero también durante el tranquilo paseo de Nuestra Señora de la O junto al río, al que se accede a través del histórico callejón de la Inquisición, por donde eran conducidos los reos y herejes juzgados por el Santo Oficio en el colindante castillo de San Jorge. El ambiente de Triana, cuna por excelencia del flamenco, es ahora mucho más alegre, y así se respira en el mercado de San Jorge, también junto al castillo y al lado de la plaza del Altozano, un bullicioso lugar de compras y encuentros que afortunadamente no ha sucumbido al imperio de lo gourmet. En torno a esta lonja hay además tiendas de cerámica en las que perderse entre azulejos, tiestos, cuencos y platos trianeros. A dos pasos, en la calle del Callao, está el Centro Cerámica Triana, un interesante museo proyectado por el estudio AF6 Arquitectos. Y para tapear, Las Golondrinas 1 (en Antillano Campos), puro ambiente trianero con sus azulejos y sillas de enea.
El paseo por la calle de Castilla nos conduce finalmente a la Isla de la Cartuja, donde se encuentran los pabellones que alojaron la Exposición Universal de 1992, así como el impresionante monasterio de la Cartuja, cuya historia se remonta al siglo XV y que es sede actual del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Allí, además de exposiciones de vanguardia y la colección permanente de arte a partir de 1950, pueden verse —y admirarse— escenarios tan únicos como la antigua fábrica de loza y porcelana china creada por Charles Pickman —con las preciosas chimeneas del patio—, la iglesia y las capillas, el claustro y los tranquilos jardines. El centenario ombú que, según la leyenda, fue plantado por Hernando Colón nos presta sombra mientras tomamos al fin un respiro, conscientes de que llegó el momento de parar —porque mi amiga coge su tren de vuelta en una hora— y que, aun así, se nos quedaron tantos sitios por ver.
La noche
¿Que dónde acabamos la noche aquellos días? Como suele decirse, no son todos los que están, pero confesaremos al menos seis: la Cervecería Internacional, en la calle de Gamazo, un lugar céntrico para beber buena cerveza acompañada de quesos y conservas; el Picalagartos y su hermano más noctámbulo, el Pecata Mundi, en las calles de Hernando Colón y Álvarez Quintero, respectivamente; la Taberna Ánima, en Miguel Cid, con exposiciones y ambiente bohemio; el Café Jazz Naima, junto a la Alameda, para escuchar música en directo; el Garlochí, en Boteros, de un indescriptible barroquismo entre cofrade y kitsch; y en Triana, la sala El Cachorro, en la calle del Procurador, espacio cultural para beber y tapear, además de ver cine y teatro.
Sara Mesa es autora del libro de relatos Mala letra (Anagrama).
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