La fuerza salvaje del río Paraná
Las misiones jesuíticas son uno de los grandes atractivos de Paraguay, un país donde la naturaleza desbordante y enclaves como Asunción y Ciudad del Este sorprenden al viajero
Paraguay nació marcado por las fronteras. Cerca de siete millones de habitantes rivalizan geográficamente con potencias como Brasil o Argentina. Sus vecinos, con los que antaño pelearon por el agua y el territorio, son ahora sus principales turistas y, en algunos casos, también portavoces de chascarrillos. Ya se sabe que, como con la familia, uno no elige a sus vecinos. En el aeropuerto de Madrid, justo antes de embarcar al vuelo de Air Europa que cubre la ruta Madrid-Asunción, una argentina, que viaja en el mismo avión hasta Córdoba, exclama, entre sorprendida y jocosa, tras escuchar el comentario de un pasajero sobre su bautismo como viajero al otro lado del Atlántico: “¿La primera vez y ha elegido lo más feo?”. Las risas de sus compatriotas no se hacen esperar. La realidad mostrará, tras más de 12 horas de vuelo, un paisaje de un cromatismo espectacular, surcado por ríos salvajes, donde el verde de los campos compite con palmeras, casas de madera y vacas pastando bajo un cielo azul con nubes que despiertan la fantasía. Todo un descubrimiento.
En Asunción dicen que no hay mejor despertador que un buen cocido. Y cocido (una infusión de yerba mate bien caliente con leche y mucho azúcar) es lo que alguien anuncia insistentemente en la calle, ayudado por un altavoz, desde las seis de la mañana. El mate se sirve frío (lo llaman tereré) o caliente, pero se consume a cualquier hora. Hombres y mujeres caminan por la calle con sus termos (guangue) recubiertos de cuero y, generalmente, decorados con los colores de los equipos de fútbol locales. El ritual no conoce clases sociales. El mate, presumen, es un invento suyo, aunque argentinos y bolivianos lo consumen también con regularidad como sustituto del café. Como novedad, aquí el guangue y la bombilla (el vaso donde se alojan las hierbas y que se va rellenando de agua fría y la pajita con la que se sorbe) se comparten.
La hamaca en el patio
Paraguay, ubicado entre la cordillera andina y la selva, carece de salida al mar. Su historia se resume a grandes rasgos en la Casa de la Independencia, en el centro de Asunción. Un solar colonial que evoca la ciudad del XVIII celebra la emancipación del país. Las paredes de adobe cobijaron las reuniones secretas en las que se gestó la caída del Gobierno español. Sin derramamiento de sangre, el gobernador Bernardo de Velasco depuso armas y aceptó formar parte de un Gobierno interino la noche del 14 de mayo de 1811. Un repique de campanas, los gritos de “Viva la unión” y 21 cañonazos acompañaron la jornada. La hamaca en el patio, los muebles de época, las imágenes religiosas y las joyas de los antiguos propietarios, la familia formada por el español Antonio Martínez Sáenz y su esposa, la paraguaya Petrona Caballero, conjugan historia con la vida de la alta burguesía.
Fuera de las ciudades la vida se hace en la carretera. La imagen de las vendedoras de mate, con sus rudimentarios puestos y raíces curativas, forma parte del paisaje. Al paso se anuncian lomiterías (el asado de carne es el plato tradicional, no parece un país para veganos), gomiterías (ruedas) y se exhiben a la venta lo mismo muebles tallados a mano que mermeladas caseras de papaya o harina de maíz. Todo bajo la sombra de los mangos. ¿Ya probaron la chipa? La pregunta se repetirá durante todo el trayecto, hacia Ciudad del Este. La torta, a base de almidón de yuca, queso, anís y manteca, se consume como complemento del desayuno, como aperitivo o por gula. Son famosas las de la Chipería María Ana, donde madres solteras, ataviadas con trajes regionales, las venden calientes por 3.000 guaraníes (medio euro).
La travesía hasta Ciudad del Este, apenas 300 kilómetros en el sur del país, por una carretera de doble sentido plagada de camiones y furgonetas y con constantes badenes, parece no tener fin. En los pueblecitos del camino (apenas un puñado de casas al borde de la carretera o perdidas en el paisaje, la mayoría con calles sin asfaltar, con las gallinas moviéndose a su antojo y las vacas pastando al alcance de la vista) se respira la tranquilad del campo y una manera de vivir que parece a punto de desaparecer. Muchos campesinos se mudan a las ciudades en busca de una vida mejor mientras crecen las plantaciones de soja y las tierras de pasto para ganado, pero todavía quedan espacios donde el tiempo parece haberse detenido, como la reserva botánica del naturalista y antropólogo Moisés Bertoni, de origen suizo y uno de esos viajeros aventureros que desarrollaron sus investigaciones en la selva con los guaraníes. Se conserva su vivienda y los restos de la imprenta con la que publicaba sus ensayos. Falleció de paludismo en 1929, pocos días después de la muerte de su esposa, y fue enterrado allí mismo en el cementerio familiar bajo los árboles de incienso. En la reserva viven una veintena de familias guaraníes que sobreviven de las ayudas del Gobierno y de la venta de abalorios, realizados con semillas, a los turistas. La cultura guaraní perdura como parte de las raíces del país, pero solo los indígenas mantienen antiguos ritos, como regirse por los caciques.
Bertoni usaba el río Paraná para sus desplazamientos, y se proyecta reanudar esa ruta para el paso de turistas, pero ahora la salida de la reserva se realiza por un accidentado camino de tierra rojiza, el color característico y muy fértil del Alto Paraná, donde proliferan plantaciones ilegales de marihuana en las zonas boscosas.
De vuelta al asfalto, son visibles las obras de ampliación de carriles en muchos tramos. Si a esto se suman los planes de mejora de los aeropuertos locales y la buena infraestructura hotelera, se diría que la civilización, o lo que sea que eso signifique, avanza a marchas forzadas. Pese a su situación geográfica, rodeado de dos países gigantes, Paraguay se ve como una tierra de oportunidades en la que hay muchas cosas por hacer. Marcela Bacigalupo, ministra de Turismo, parece tener claro el futuro: “Paraguay desea dejar de ser la gran desconocida”. Desde que Air Europa estableció vuelos directos desde Madrid (a partir de junio aumentarán la frecuencia de cuatro a seis vuelos a la semana) se nota un movimiento mayor de turistas. Según datos oficiales, durante 2016 visitaron el país 1.300.000 viajeros (17.000 españoles), de los cuales un 80% procedían de Argentina.
El río Paraná marca la vida de Ciudad del Este en competencia directa con las compras, ya que la ciudad, surgida a partir de la llegada de trabajadores para construir la presa de Itaipú, es ahora una zona de libre comercio. El tráfico de mercancías y turistas fluye como el caudaloso río. Cada jornada, cientos de brasileños y argentinos cruzan el puente de la Amistad, en la frontera, para comprar bolsos, mantas, motos o bifes de chorizo. Los visitantes dejan una media de 350 dólares por persona. Muchas visitas concluyen en el día, pero algunas familias aprovechan para alargar la estancia y disfrutar del emergente turismo rural o de hoteles que como el decadente Casa Blanca ofrecen una idílica panorámica del río, una de las maravillas de la naturaleza paraguaya.
Para regular el caudal del Paraná, el quinto más importante del mundo, se construyó la presa de Itaipú, una obra de ingeniería tan impresionante como la de las Tres Gargantas china, que permite dotar de energía hidroeléctrica limpia a Paraguay y Brasil. Sus instalaciones se pueden visitar, en un recorrido turístico gratuito que, con mucha suerte, permitirá contemplar la salida en cascada del agua por las ocho compuertas. La visita concluye con el recorrido por la coronación de la presa a bordo de un autobús, que cruza durante unos minutos hasta la orilla brasileña del río.
La visión del país vecino, Brasil o Argentina, según el punto en que nos situemos, es constante. El Paraná y sus afluentes llevan un caudal más que envidiable, aunque muchas viviendas carecen de luz y agua potable. Los saltos del Monday hipnotizan por la fuerza arrasadora del agua. Desde el mirador, donde un cartel prohíbe el baño, los vencejos juegan entre las olas de espuma que levanta el agua en su caída de 40 metros sobre la piedra. Hay tirolinas que bordean la cascada y pescadores que cruzan a los aventureros hasta la otra orilla.
Por esa vía desembarcaron los jesuitas en Trinidad, una de las construcciones más importantes de los 30 pueblos de la ruta de las misiones paraguayas, en las que llegaron a vivir 3.000 indígenas. Una flor muy parecida a la orquídea, inambú ceboy en guaraní, cubre como un manto blanco el césped que rodea las imponentes ruinas. En esta reducción se comerciaba con la yerba mate, se cantaba en latín y se construían instrumentos musicales en armonía con el pueblo guaraní. Entre las ruinas pervive el eco de una utopía que acabó a sangre y fuego, tras la expulsión de la orden decretada por Carlos III en 1767. Los religiosos fueron detenidos y los guaraníes volvieron a la selva, pero su lengua, cargada de onomatopeyas, ya había adquirido el don de la escritura
Empresas yerbateras
La ciudad devastada fue enterrada bajo los escombros y con ella, durante años, se perdió en parte la simiente del cultivo de mate que tantas ganancias les había reportado. La misión se desenterró con la ayuda económica de España, y la yerba fue impulsada por los meronitas a principios del siglo XX. No muy lejos de allí, en la localidad de Bella Vista, donde vive una numerosa colonia alemana afincada en el país tras las guerras mundiales, se levantan ahora algunas de las empresas yerbateras más importantes del país.
Hoteles, restaurantes, clubes de pesca y deportes náuticos completan la ruta hasta Encarnación, una ciudad turística construida en torno a la playa ganada al río, donde se divisa una espectacular puesta de sol, con Argentina de fondo y los mosquitos atacando en formación. De regreso a la capital, la iglesia franciscana de San Buenaventura, en Yaguarón, construida en madera de lapacho, muestra el esplendor del barroco.
Aquí las misiones parecen no tener fin. Los jesuitas, como el padre Francisco Oliva (Sevilla, 1928), ya no lucen túnicas oscuras como antaño. En el Bañado, uno de los barrios más humildes de Asunción, todos conocen al pa’i Oliva y su labor por los más desfavorecidos (tuvo que salir del país durante la larga y sangrienta dictadura de Alfredo Stroessner, pero con la democracia volvió y fue recibido como un héroe). Cuando decidió ser misionero supo que recogía el testigo que dejaron sus antepasados en Paraguay.
Mirada íntima a la cultura guaraní
Por Carmen M. Cáceres
Uno de los clichés más repetidos en el Cono Sur dice que Paraguay es el único país de la región que no tiene ninguna atracción turística: no puede presumir de megalópolis, pueblos coloniales, montañas ni salida al mar. Sin embargo, Paraguay conserva uno de los recorridos históricos mejor conservados: la Ruta Jesuítica, un trayecto de 400 kilómetros en los que se puede disfrutar —todavía casi en soledad— de un conjunto de ruinas del siglo XVII, reliquias del barroco hispánico-guaraní y vistas del impactante río Paraná.
A principios del siglo XVII, la Compañía de Jesús llegó a la región que hoy se denomina Ecorregión de la Selva Paranaense y comprende parte del suroeste brasileño, sur paraguayo y noreste argentino. Fascinados por los pueblos guaraníes y fortalecidos en su firme misión evangelizadora, los jesuitas fundaron 30 reducciones que en su apogeo llegaron a albergar a más de 141.000 guaraníes. Ocho de esos asentamientos se encuentran en lo que hoy es Paraguay. La cercanía de las ruinas entre sí, el verde eléctrico del paisaje y el óptimo estado de la Ruta Nacional 1 animan a hacer el recorrido en coche. La carretera está bien surtida de gasolineras y comercios, pero hay que tener en cuenta que no es una autovía y que cruza por varios pueblos.
Comenzamos en Asunción, capital nacional. A 240 kilómetros nos encontramos con las dos primeras paradas: San Ignacio Guazú y, a 10 kilómetros por un desvío, Santa María de Fe. Ambos pueblos conservan un importante patrimonio artístico de las misiones jesuíticas. En el Museo Diocesano se exponen más de 30 tallas de madera policromada entre las que destaca un precioso púlpito de 2,5 metros. El Museo de Arte Jesuítico está asentado en antiguas casas de indios y entre otras joyas resguarda el colorido conjunto de la Natividad, compuesto por 14 piezas en cuyo centro brilla una virgen sentada. No hay que asustarse con los gritos que retumban en la plaza central por encima de las chicharras: se trata de un grupo de monos carayá protegidos por la comunidad. A unos 30 minutos por la Ruta 1 llegamos a Santa Rosa de Lima. Su torre roja, emplazada en una de las calles principales del pueblo, es nuestro primer contacto con la típica arquitectura jesuítica, caracterizada por el uso de la piedra colorada itaky con la que se levantaron las reducciones. Visita obligada al Museo Oratorio de la capilla de Nuestra Señora de Loreto para contemplar los frescos pintados por indígenas con orientación de jesuitas y artistas españoles. Nuestra última parada de este primer tramo es el pequeño pueblo de Santiago Apóstol, a 35 kilómetros, en cuya iglesia parroquial se exhibe el único retablo jesuítico completo. Constantemente nos cruzamos con vendedores ambulantes que llevan cestos de mimbre cargados de chipa, un delicioso pan de queso hecho con almidón de yuca. La infusión paraguaya más popular es el mate frío o tereré, a base de agua fresca, limón, menta y otras hierbas, ideal para afrontar el calor húmedo.
A San Cosme y San Damián (94 kilómetros) hay que dedicarle al menos un día. Por la mañana se pueden visitar las ruinas, cuya arquitectura se mantiene casi intacta desde 1760, igual que los telescopios, cuadrantes astronómicos y el reloj de sol construidos por el padre Buenaventura Suárez. Por la tarde conviene hacer la excursión a las dunas de San Cosme, a una hora de viaje en barco por el impactante río Paraná. Con casi 5.000 kilómetros de longitud, el Paraná arma allí un colosal lago colorado en el que emergen dunas de 300 metros de longitud. En palabras del escritor Horacio Quiroga, amante de la región: “El paisaje es agresivo y al atardecer su belleza sombría y calma cobra una majestad única”.
Finalmente, a 116 kilómetros por la Ruta 1 llegamos a las maravillosas ruinas de Santísima Trinidad. Declaradas patrimonio mundial en 1993, se considera que la plaza mayor, las casas de nativos, la majestuosa iglesia con su claustro, el cementerio y la torre son las mejor conservadas. La perspectiva de la explanada de la iglesia con su pila bautismal, su laborioso púlpito y el pórtico de la sacristía impresionan tanto como el friso de ángeles músicos. Los guaraníes eran especialmente sensibles a las artes sonoras, por lo que vale la pena oír al coro de la comunidad Mby’a Guaraní local. De jueves a domingo por la noche se puede hacer el recorrido de luces y sonido, en el que los efectos sonoros reproducen ecos de antiguos rezos, sonidos de aves, lluvia y herramientas mientras se pasea por las ruinas iluminadas. A apenas 11 kilómetros cerramos el recorrido en las ruinas de Jesús de Tavarangué, con su templo italianizante. La ruta paraguaya ofrece una mirada íntima de la cultura guaraní y permite comprender la importancia que tuvieron los jesuitas en Sudamérica. “El tiempo fue avaro con indios y jesuitas. La historia, esa alucinación en marcha, fue con ellos excesivamente pródiga en vicisitudes e infortunios”, dice Roa Bastos, el gran escritor paraguayo ganador del Premio Cervantes. Y concluye: “Pero allí están las ruinas, en su grandeza adivinada”.
Carmen M. Cáceres es autora de la novela Una verdad improvisada (Editorial Pre-Textos).
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