Buscando a Hemingway en los Cayos de Florida
Un viaje en coche por la US 1, de Miami a Key West, de cayo en cayo, de puente en puente, hasta la casa del autor de ‘El viejo y el mar’
Recuerdo cada uno de los libros de Hemingway que he leído, que creo que han sido todos. Y los cuentos, donde probablemente alcanza su mayor brillo. Algunas de sus frases forman parte de lo que soy. Por eso cada vez que he viajado a Miami he sentido la tentación de alquilar un coche y bajar por la US 1 hasta Cayo Hueso (Key West), donde el escritor vivió entre 1931 y 1939. El pasado diciembre, finalmente, lo hice. Ya era casi Navidad, aunque el calor y la humedad nos hicieran pensar lo contrario. Ya estaban encendidas las luces. El vuelo ha sido largo y a los 50 minutos paramos a cenar en Florida City, en el Red Lobster. No puedo decirles si el lugar es bueno o no. Son todos iguales: el aire acondicionado como si afuera se estuviera quemando algo, los calamares con salsa de tomate, la langosta a granel y las cosas fritas, y las salsas, y el vino caro y malo. Lo pasamos bien. Teníamos hambre y éramos novios. Y seguimos ruta.
El sueño nos detuvo en Cayo Largo, donde aquella película de John Huston con Bogart, Edward G. Robinson y la interminable Bacall. El camino es oscuro y las luces del hotel Marriott nos salvan de la duda de si habrá algo más allá de la madrugada. Y claro que lo hay: decenas de resorts y piscinas que uno, si no existiera el cansancio, bien haría en dejar atrás.
La noche luego es tan corta que dura todavía. La carretera se va estrechando. Se suceden los cayos mientras los restaurantes, las tiendas de licores, o de muebles, o de barcos, imposibles de distinguir las unas de los otros, van haciéndose también cada vez más pequeños. Llegamos al No Name Key, el cayo sin nombre, y serpenteando por una carretera apenas asfaltada encontramos una alegre casita que es el No Name Pub. Un lugar que uno no sabe cómo ha podido sobrevivir al más cobarde de los huracanes, y sin embargo ahí está, con su fritanga y sus propinas colgadas del techo.
Puesto de sol con 'bloody mary'
Ya casi estamos. Key West, Cayo Hueso, última parada. Nos alojamos en el Southernmost Inn, un pequeño motel muy bien situado y cuyas ventanas no se pueden abrir. Que todo esté a mano deja de importar. A mano se alcanza la calle Duval, donde uno encuentra todos los comercios y cierto aire a una disneylandia playera. Souvenirs, puros y tatuajes rodean la liturgia de una preciosa puesta de sol en el puerto, con música en directo y bloody maries bien mezclados.
La casa de Hemingway (907 Whitehead Street) es una de las más bonitas del cayo, y se alza discreta en una calle poco transitada. Pude comprobar, con mucho alivio, que la figura del escritor no se prostituye en las tiendas de alrededor. Temía ver tazas y lápices y calzoncillos y esponjas con la cara de Hemingway por todas partes, pero no fue así. La casa-museo, en cambio, sí me decepcionó. Portadas de las películas que se hicieron a partir de sus textos, libros de la época y alguna dudosa máquina de escribir decoran las caribeñas estancias. Nada que recuerde en esencia al gran escritor. Nada que emocione. Lo que más me gustó fue el cuarto de baño. Cuando volvimos a la ciudad teníamos un tatuaje cada uno, pero resultó que no habíamos visto casi nada. El cementerio de gatos, el escritorio con la silla y su Remington al lado. Nada. Pero Ernest Hemingway escribía de pie, con la petaca en la mano. Estoy seguro. Lo demás es mentira.
Pensar en él siempre me ha hecho perder un rato el miedo. Leerle me enseñó a escribir. Las frases cortas, las flores secas, las repeticiones casi musicales, la violencia como es violenta a veces una canción de amor. La teoría del iceberg; la elipsis en la que uno enseña muy poco y es el lector el que tiene que ver, o no.
Esta vez no supimos ver casi nada de lo que hay debajo del iceberg. Solo lo demás, que es suyo. Las horas de luz son desde entonces más cortas. Como las frases. Construyendo desastres y refugios. En cualquier orden.
Volvimos a Madrid y al bajar del avión aquí también estaban puestas las luces de Navidad. Suerte que lo que ya no puede ocurrir aún puede escribirse.
Pedro Letai es autor del poemario Todos los aviones (editorial Lastura).
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