Ensueños de una gran ciudad
Paseo literario de librerías y museos por un Buenos Aires entre decadente y nostálgico
En los veinte y treinta del siglo pasado, Buenos Aires protagonizó los Aguafuertes de Roberto Arlt. Son crónicas urbanas escritas con pasión amorosa, pero, sobre todo, rabiosa. La gran ciudad era un hervidero donde millones de inmigrantes intentaban hacer las Américas (y algunos ya las habían hecho). También era la ciudad más culta del mundo hispanoamericano. Un lugar extraño para nuestras costumbres: allí el dinero fertilizaba a la cultura, en lugar de solo comprarla. Pero el dinero también abonaba las grandes diferencias de clase que enrabiaban a Arlt y presagiaban la decadencia posterior. Ahora se me ocurre que la metrópoli actual, más pobre pero igualmente culta, daría para unos agridulcesporteños.
Apenas aterrizado allí voy a parar a un cóctel, en un amplio apartamento de Palermo. La colección de arte moderno es digna de un museo. El cóctel, mejor que el de algunas embajadas. De las conversaciones mana esa cultura “al día” de los intelectuales bonaerenses, que en otros sería una pose pero que aquí es más bien un imprescindible dialecto (un “sociolecto”, lo llaman). El dueño de casa —coleccionista y patrocinador del encuentro literario al que vine— me explica que la mayoría de las colecciones con las que se formó el Museo Nacional de Bellas Artes argentino fueron donadas al Estado. Sus propietarios las regalaron sin compensaciones o rebajas tributarias. En una reciente tasación, encargada a Sotheby’s, la colección del museo fue evaluada en 1.400 millones de dólares. “¿Y por qué donaron tamaña fortuna?”, le pregunto con deliberada ingenuidad. Me responde: “Porque hasta los años sesenta esa gente creía que éste iba a ser un gran país”.
La frase es un poco exagerada, ahí está el ejemplo actual del MALBA. Pero me deja un sabor agridulce. Porque viví, de niño, en esa Argentina de los sesenta y me consta que este “iba a ser un gran país”. Me consta porque mis profesores de colegio me convencieron de ello; prueba evidente de la confianza que esa sociedad tenía en sí misma. ¿Donará este coleccionista sus obras al museo nacional? Es una pregunta que no le hice, quizás porque me bastó con su respuesta anterior.
Una de esas grandes colecciones, donadas a la nación, está en el Museo de Artes Decorativas de Buenos Aires. Su catálogo incluye un greco, extraordinarias miniaturas, gobelinos y espléndidos muebles. Sin embargo, lo más notable es el propio palacio Errázuriz. Por fuera es de estilo neoclásico francés, pero dentro su núcleo es un enorme y oscuro salón medieval español. Una chimenea de castillo, torvos retratos de hidalgos, ventanas enrejadas y haces de lanzas completan esa pesadilla. La luminosa envoltura del edificio racional afrancesado esconde ese oscurantismo medieval en su centro. Es toda una metáfora arquitectónica —y agridulce— de las contradicciones por las cuales esa clase dirigente de “un gran país” iba a perderlo.
Guía
Visitas e información
- Museo Nacional de Bellas Artes (www.mnba.gob.ar). Avenida del Libertador, 1473. Cierra lunes. Entrada gratuita.
- Museo Nacional de Arte Decorativo (www.mnad.org). Avenida del Libertador, 1902. Cierra lunes. Entrada, 4,70 euros.
- www.turismo.buenosaires.gob.ar
- www.turismo.gov.ar
Un agridulce de ese tipo es el que me evoca Adolfo Bioy Casares. Paseando por el cementerio de La Recoleta me encuentro con su tumba. El pesado mausoleo de los Casares se reconoce fácilmente por las numerosas placas de bronce, dedicadas a los prohombres de la familia. Busco entre ellas alguna que mencione al autor de La invención de Morel. Ninguna. Los banqueros y lecheros de su familia agotaron el bronce, parece. No importa, él tiene sus obras, que son más duraderas que los bancos y las vacas, me digo.
Hará unos veinte años, poco antes de su muerte, visité a Bioy en su apartamento de la calle Posadas, muy cerca del cementerio donde ahora reposa. Vivía solo en ese caserón, donde durante tres décadas cenó casi todas las noches con Borges. Atravesé vastas salas y largos pasillos, con los muebles cubiertos por sábanas y las paredes por libros, hasta encontrarlo en un pequeño cuarto lateral. Me explicó que prefería ese rincón porque allí daba más el sol. Se le veía muy frágil, a punto de desmoronarse, como ese mundo del cual ya era, casi, el último representante.
Sobre el umbral de ese edificio sí que hay ahora una pequeña placa, recordando a Bioy y a su mujer, la también escritora Silvina Ocampo. Homenaje insignificante comparado con el tributo kitsch que La Biela, su café favorito, le ha montado: un muñeco lo representa sentado a una mesa junto a Borges. Ambos semejan zombis a quienes ya “no une el amor sino el espanto”. Casi parece una venganza de Arlt.
Recuperar el centro
Escapando de esos muñecos rabiosos me voy a la avenida de Corrientes. Veo una buena obra de teatro, exploro sus librerías de saldo y la gran tienda de la editorial Losada (¡todavía independiente!). En otra librería, esta de viejo, me alegro al encontrar una ganga (lo que no me pasaba hace mucho). Pero luego me toca entristecerme ante el adefesio en que han convertido al café La Paz. El agridulce aumenta al extraviarme solo un par de calles más allá. Veredas destruidas, edificios tapiados, vidrieras enrejadas. Lo que pasó mucho antes con el centro de tantas metrópolis latinoamericanas vino a ocurrir también en Buenos Aires, que parecía inmune. Cuando una ciudad abandona su centro, su sociedad también lo pierde.
Para combatir esas sensaciones agridulces compro muchos libros (bastante más baratos que en Chile o España). Almuerzo en el mitológico Edelweiss con amigos llenos de proyectos literarios. Paseo por las callecitas de Palermo Soho. Y una noche incursiono en un bar de moda, camuflado en una florería. Allí una joven escritora brillante me habla de The BAR, la revista literaria bilingüe (español-inglés) que en corto tiempo se ha vuelto una referencia en la actual literatura latinoamericana. Antes, y de refilón, había escuchado a un guionista exitoso afirmar: “La originalidad ya está anticuada”. Así, la nueva cultura rioplatense muerde la cola del pasado.
Como tampoco pretendo ser original, al día siguiente me voy a una excelente parrilla donde pido un gran bife de chorizo. El mozo me explica que cuelgan la carne en sus propias cámaras y la maduran con hueso, para que concentre su sabor. Con labia porteña, argumenta que así “las grasas generan una transformación, logrando máxima terneza”. Yo sospecho que esa “transformación” es un eufemismo de pudrición. Pero aunque así fuera, no me importa nada, porque ese poquito de pudrición le da un sabor delicioso a esta carne. Mientras masco la maravilla pienso que, asimismo, un poco de decadencia es un aderezo indispensable para una cultura potente y sabrosa.
Aguafuerte o agridulce, siempre nos quedará Buenos Aires.
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Carlos Franz es autor de las novelas El desierto y Almuerzo de vampiros.
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