Con el pirata de la pata de palo
Una cuadrilla busca incansablemente un tesoro en la isla chilena de Robinson Crusoe
La isla chilena de Robinson Crusoe —parte del archipiélago de Juan Fernández— queda a 670 kilómetros frente a las costas de San Antonio, en medio del Pacífico sur. Acantilados ominosos como catedrales en ruinas la rodean por un lado. Por el otro hay bahías calmas donde juegan los lobos marinos y valles paradisiacos. En uno de estos el estadounidense Bernard Keiser lleva 15 años buscando un tesoro español del siglo XVIII, evaluado en unos 10.000 millones de dólares. Keiser es un sesentón bajito, renegrido por el sol, con un gran mostacho de bucanero. Cada año, durante seis meses, él y su cuadrilla de 10 hombres excavan en Puerto Inglés bajo la “piedra del escorpión amarillo”, frente a la playa desierta.
Además de esa piedra, mencionada en unas cartas antiguas, la principal pista es una inscripción en cierta cueva que habría ocupado Alexander Selkirk. Éste fue el marinero escocés abandonado aquí que sirvió de modelo para la novela Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, publicada en 1719. Un siglo y medio después de Defoe, R. L. Stevenson publicó La isla del tesoro. En ella, además de un marinero abandonado parecido a Selkirk y una empalizada como la que construye Robinson, se esconde un tesoro de “piezas de a ocho” españolas similar al que Keiser busca en esta isla chilena. Debe haber pocos lugares en el mundo donde fantasía y realidad se mezclen tanto.
Mientras Keiser busca su tesoro, los isleños buscan otras riquezas. Piti es un joven pescador de langostas, al igual que su padre y su abuelo. A bordo de su lancha, en la bahía Cumberland revisa las boyas que señalan las trampas de su propiedad. Cuando ubica una, iza la jaula con la sola fuerza de sus brazos y saca las langostas atrapadas. Si sus colas miden menos de 11,5 centímetros (mensurados con una marca similar a una manopla), las lanza al agua de nuevo. Las restantes viajarán cientos y hasta miles de kilómetros para ir a parar —precios astronómicos mediante— a restaurantes y mesas sofisticadas. Pero a bordo de este bote no se precisa ninguna sofisticación. Un tarro cortado por la mitad, un poco de leña y diez litros de agua de mar son suficientes para hervir la langosta. Las manos y los dientes bastan para comérsela. Piti fue a estudiar al continente, pero prefirió regresar para vivir como sus antepasados. Mientras brindamos con vino blanco, a la vista de las grandes montañas frondosas de helechos gigantes que rodean la bahía, uno entiende perfectamente por qué.La simplicidad de la vida isleña queda patente en los nombres de sus lugares. Un petroglifo se llama “la piedra con letra”; una vertiente se conoce como “la única agua”. La propia isla no se llamó siempre Robinson Crusoe. Hasta 1966 su nombre era Más a Tierra, señalando que es la más cercana al continente en este archipiélago.
Desde el continente vino el gran tsunami que barrió la isla la noche del 27 de febrero de 2010. Tres olas arrasaron la mitad del poblado de San Juan Bautista llevándose a 16 personas. Entre el ruido atronador del tsunami se filtraban los gritos de la gente. Todos los cadáveres encontrados después habían sido desnudados por la fuerza de los remolinos.La señora Ximena Martínez Green intentó salvarse subiendo al tercer piso de su hostería. Sin embargo, el tsunami levantó completo el edificio de madera. Su hijo la vio pasar navegando en lo alto de la casa convertida en barco. Ximena se salvó, pero uno de sus nietos pequeños y otros dos parientes no. Ella lo cuenta sonriendo, sin permitir que la tristeza la domine. Al fin y al cabo, viene de una familia de pioneros para los cuales la vida nunca fue fácil. Tampoco tiene tiempo para quejarse porque está muy ocupada reconstruyendo. En la novela de Defoe, Crusoe salva todo lo que puede del naufragio de su barco para empezar una nueva vida. En esta isla aquella hostería naufragada ha resurgido, convertida en el pequeño y amable eco-lodge Más Afuera, donde una nueva generación imita el espíritu emprendedor de Robinson.
En cambio, nada surge todavía en la playa desierta de Puerto Inglés, donde Bernard Keiser busca el tesoro. Solo el ruido de las palas y las cumbias que transmite una radio emergen del hoyo. Keiser reconoce que, hasta ahora, apenas ha encontrado diez botones y un par de cañones. Pero cree que es tarde para echarse atrás. Seguirá buscando indefinidamente. No obstante, a diferencia de la familia Martínez Green, afirma no desear que sus hijos lo imiten. Suena como si quisiera librarlos de la obsesión que dominaba al pirata de la pata de palo, Long John Silver, en La isla del tesoro.
Todo lo contrario le ocurría a Robinson Crusoe, quien, en su isla desierta y sin riquezas escondidas, pensaba que el dinero que logró rescatar de su barco naufragado valía menos que la tierra bajo sus pies. Mientras recuerdo esto, un vendaval cae de lo alto de las montañas sobre Puerto Inglés, con la fuerza de un aluvión. Y el viento se lleva las palabras del buscador de tesoros.
» Carlos Franz es autor de las novelas El desierto y Almuerzo de vampiros.
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