Las islas del más allá
Historias fantásticas y a veces sobrecogedoras de los pedazos de tierra más lejanos y minúsculos del planeta
Cuando los marineros ingleses naufragaron en la isla de St. Paul, en el océano Índico en 1871, encontraron que la isla tenía solo dos habitantes: el gobernador y el súbdito. Sonaba como una obra de Samuel Beckett. Había rumores de que se habían comido a la tercera persona y guardado los huesos en su pequeña casa”. Esta es una de las historias que más le ha gustado a la escritora alemana Judith Schalansky a la hora de escribir su hermoso, poético y a veces sobrecogedor Atlas de islas remotas (Nórdica Libros / Capitán Swing), que recoge historias fabulosas de los pedazos de tierras más lejanos y minúsculos del planeta.
Un libro muy útil para los viajeros de sillón, aquellos que no mueven el trasero de las mullidas comodidades de su hogar, a poder ser en bata y pantuflas, pero que viajan con la imaginación a través de los exóticos relatos que otros traen a sus manos desde los confines del planeta. No los subestimen: los viajeros de sillón suelen haber visto cosas que el resto de los simples mortales jamás podrían imaginar.
Judith Schalansky se considera una viajera de sillón, aunque lo cierto es que ha transitado bastante para escribir el libro sin viajar a ninguna de las islas que reseña: “Me pasé un año buscando a través de viejos tomos, extrañas webs y oscuros artículos científicos sobre estas pequeñas islas. Fue divertido, pero también una actividad solitaria. Además, tuve que obligarme a tomar zumo de naranja para no coger escorbuto”, bromea. Aunque a veces lo parece, Schalansky no se ha inventado nada de lo que se cuenta: lo ha encontrado en documentos. Eso sí, no se sabe si lo que refirieron muchos marineros era cierto o producto de su imaginación. “Se trata de un proyecto poético”, aclara la autora.
Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré, reza el subtítulo. Sin embargo, si tuviera que viajar a alguna, ¿cuál elegiría? “Si el mundo no hubiera sido completamente descubierto, probablemente sería una exploradora y hubiera viajado a los lugares más remotos. Ahora que todo es accesible, no me queda más remedio que quedarme en casa y escribir. Como dijo G. K. Chesterton: ‘La mayor aventura nos espera en las calles donde crecimos”. Este Atlas,bellamente ilustrado con mapas de estas islas mínimas y recónditas, es un libro que más que leerse se navega. Así, surcando sus procelosos mares, uno arriba a islas como estas, de las que Schalansky extrae hermosas e inquietantes historias:
Decepción
Muy cerca de la Antártida se encuentra la volcánica Isla Decepción, perteneciente a las islas Shetland del Sur. Su nombre proviene de la decepción que sufrían aquellos que venían aquí buscando unos tesoros de piratas y bucaneros que solo existían en la imaginación de los marineros. Schalansky narra la actividad ballenera en la isla durante las primeras décadas del siglo pasado, tiempo en el que, aparte de algunos fogoneros chilenos, vivían doscientos balleneros noruegos y una mujer, Marie Betsy Rasmussen, que en aquellos tiempos era “la primera y única criatura del género femenino que ha soportado la vida en la Antártida”. Por entonces, “en las playas negras de la bahía los balleneros arrancaban las barbas de las ballenas de sus mandíbulas, las despellejaban por completo, despedazaban su carne y la separaban de la grasa, extraían el preciado oro blanco y lo hervían en grandes contenedores para obtener aceite. Las calderas no se alimentaban con carbón, sino con cadáveres de pingüinos muertos”. Actualmente hay dos bases científicas de verano, una española y otra argentina. El Tratado Antártico impide que ningún país reclame derechos de propiedad sobre estas tierras y solo permite su uso para fines pacíficos y científicos.
Pitcairn
Perdida en medio del océano Pacífico, a 2.120 kilómetros de Tahití y a 2.070 de la isla de Pascua, está la última colonia británica en este océano, descubierta en 1767 por Robert Pitcairn. Mide tan solo 4,5 kilómetros cuadrados de superficie y viven 48 habitantes, los que podrían ser los descendientes de los amotinados del Bounty y los tahitianos que les acompañaban. De este motín habla Schalansky: “Se habían sublevado y sus acciones deberían ser juzgadas, probablemente con la pena máxima, pero no era posible regresar a casa, no para esos hombres ni para sus mujeres, raptadas en Tahití”. Cambiaron la cárcel en Inglaterra por la minúscula cárcel de tierra que era esta isla.
El motín del Bounty tuvo gran repercusión en la cultura popular y se han producido hasta cinco películas sobre el suceso, en las que han participado actores como Errol Flynn, Marlon Brando, Anthony Hopkins o Mel Gibson, interpretando al capitán William Bligh o al líder de los amotinados, el primer oficial Fletcher Christian, que se había casado con una tahitiana y no quería regresar. “Tengo curiosidad por saber qué les sucedió a los marineros sublevados. ¿Por qué se quedaron en Pitcairn, matándose mutuamente durante dos largos años? ¿Qué le sucede a la naturaleza humana, que permite que los hombres sean violentos incluso en una isla tan paradisiaca? ¡Esto es lo que me interesa!”, dice Christian al morir, en la boca de Brando.
Navidad
Territorio australiano, a 2.590 kilómetros de Perth, la Isla de Navidad, de 135 kilómetros cuadrados, está habitada por 1.420 personas. Pero para Schalansky sus habitantes más interesantes no son los humanos sino otras criaturas: “Cada mes de noviembre, 120 millones de cangrejos rojos alcanzan su madurez sexual e inician su travesía hacia el mar; un enorme tapiz rojo se extiende sobre toda la isla”. Pero tienen unos enemigos acérrimos: las hormigas araña amarillas, una especie invasora que solo mide cuatro milímetros, peroque, en conjunto, en forma de supercolonia, resulta un ejército aniquilador. Su primera aparición fue en 1989. “Es posible que las trajera un visitante sin darse cuenta”, explica la autora, “las hormigas araña rocían sus caparazones con ácido fórmico y los cangrejos pierden la vista. Su rojo brillante se apaga y mueren a los tres días. La isla de Navidad está en guerra”. Los cangrejos que superen todos los obstáculos llegarán al mar, donde depositarán sus huevas negras entre las olas justo antes de la luna nueva.
Isla de Pascua
“Estas enormes cabezas de piedra sin cuello, con las cuencas de los ojos vacías y las orejas alargadas, dominan toda la costa, su piel de piedra está erosionada por efecto del viento y del salitre y sus bocas forman un extraño puchero, como de niño terco y mimado”, escribe Schalansky sobre una de las islas más populares de las 50 que reseña en su libro. También conocida como Rapa Nui, las tribus que la poblaron se enzarzaron en cruentas guerras por la construcción de estas misteriosas figuras, los moáis. Invirtieron en ello todo su tejido productivo y acabaron exterminados por la viruela, introducida por los occidentales, o esclavizados por los extranjeros. “Los rapanui”, cuenta la escritora, “aceptaron el final de su mundo y arrasaron todo lo que tenían, en una cadena de hechos desafortunados que les condujo a la autodestrucción”. Hoy la isla de Pascua es territorio chileno (Chile está a 3.690 kilómetros de distancia), y en ella viven unas 5.000 personas.
Santa Elena
A 2.800 kilómetros de la costa occidental de Angola, en pleno océano Atlántico, se avista la isla británica de Santa Elena. En esta tierra rodeada de mar pasó Napoleón Bonaparte los últimos cinco años de su vida: “Siempre se le dieron mal las islas”, escribe Schalansky, “Napoleón no ganó ni una sola batalla marina. ¡Pérfida Albión! En la isla no le faltaba libertad, sino poder y autoridad para retornar al teatro del mundo”. El emperador derrotado, “vigilado por un regimiento, malvivía en un altiplano a merced de los vientos, rodeado del círculo de sus traidores más leales”. Murió el 5 de mayo de 1821 y fue enterrado en la isla. En 1840 sus restos fueron exhumados y ahora reposa con todos los honores en París, en el Palacio Nacional de los Inválidos, dentro de seis ataúdes concéntricos de porfirio rojo, como si estuviera dentro de una muñeca rusa funeraria. Hoy la isla de Santa Elena, de 122 kilómetros cuadrados, es habitada por unos 4.200 habitantes.
Pedro I
La Isla de Pedro I, casi inexpugnable, a 420 kilómetros de la Antártida, fue descubierta en 1821 por Fabian Gottlieb von Bellingshausen (y bautizada así en honor al zar Pedro el Grande), pero hasta más de un siglo después nadie consiguió poner el pie en ella. “La gélida costa es escarpada por todos los lados”, escribe Schalansky, “parece como si las rocas de hielo se recortaran en vertical sobre el escarpado mar”. Esta isla significó un reto para aquellos exploradores que querían inscribir su nombre en la historia: “Tres expediciones enteras”, cuenta la autora, “fueron vencidas por esta isla completamente congelada; la primera que logró desembarcar allí lo hizo en 1929, 108 años después de su descubrimiento”. Hasta los años noventa, más gente había pisado la Luna que la isla Pedro I, que permanece deshabitada.
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