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Amor perruno del siglo de oro

La Universidad de Huelva evoca, en un texto del XVII, el influjo del animalismo en la literatura española

El escritor argentino Julio Cortázar, fotografiado en París con su gata Flanelle en 1982.
El escritor argentino Julio Cortázar, fotografiado en París con su gata Flanelle en 1982.Ulla Montan (Álbum)

Enrique Jardiel Poncela sentenció que existían dos clases de personas —las que necesitan amar y las que necesitan ser amadas—, para las cuales existen dos compañeros ideales: “El gato es el predilecto de aquellas personas que necesitan amar, y el perro, el elegido de aquellas personas que necesitan ser amadas”. Jardiel quería proponer una de sus risueñas Máximas mínimas, pero lo que es indiscutible es que el amor a esos compañeros ha perfumado la literatura de un amor singular: el de los escritores por sus animales. Las letras ­anglosajonas son tan ricas en títulos felinos y perrunos que no faltan quienes han pensado que esa sensibilidad literaria prendió en nuestra lengua por moda o influencia del ­inglés. Nanay.

Guillermo Cabrera Infante le dedicó un hermoso artículo a su gato Offenbach. Borges también tuvo un gato —Beppo— al que adoró a través de poemas y entrevistas, llegando a decir: “Yo percibo su presencia como la de un dios que me protegiera”. ¿Y qué podríamos decir de Osiris, aquel mullido protagonista de Orientación de los gatos, de Julio Cortázar? Sin embargo, aunque Rosa Montero, Soledad Puértolas, Margo Glantz, Arturo Pérez-Reverte, Juan Pedro Aparicio y Andrés Trapiello —entre otros— han escrito textos bellos y conmovedores acerca de sus perros, sigo escuchando la cantaleta de que el animalismo es un engreimiento anglosajón, ajeno a nuestra lengua y nuestra cultura.

Para debelar aquel malentendido comparto el rescate de un maravilloso impreso del siglo XVII: Don Juan Enríquez de Zúñiga, doctor en ambos derechos, consultor del Santo Oficio, a Lelio, su amigo, satisfaciendo a haberle condenado el sentimiento que ha hecho por la muerte de una perrica (1671), prologado y anotado por el filólogo Luis Gómez Canseco, responsable también de las fastuosas ediciones del Guzmán de Alfarache y del apócrifo Quijote de Avellaneda de la RAE. El texto original se encuentra en la Biblioteca Nacional y consiste en una carta en la que Juan Enríquez de Zúñiga desahoga su dolor: “De la perrilla que se me murió solo digo que, si la perfección consiste en la pequeñez, era más perfecta que todas, pues era más que todas pequeña”.

Ignoramos si “Lelio, su amigo” existió en realidad, porque lo esencial es que Enríquez de Zúñiga quería hacer un elogio a los perros en general y a los perrillos en particular “porque la perfección de estos perritos consiste en ser pequeños. Quieren comer con los amos en la mesa y dormir en la cama”. Así, después de hacer inventario de la lealtad perruna a través de los mitos y los clásicos, Enríquez de Zúñiga refiere los casos de un perro cordobés que montaba guardia junto a la tumba de su amo y al que los regidores “le consignaron ración por todos los días que viviese”, así como el caso de otro perro que, por seguir acompañando al Santísimo tras la muerte de su devoto amo, “el cabildo de la catedral le señaló de ración un real cada día”. Y aquí viene lo mejor, pues según el autor “el agradecer y remunerar a un perro como a una persona el amor y lealtad que tiene no es gracia que se le hace, sino deuda que se le paga, que por tal está reputada en nuestro derecho”.

La Universidad de Huelva inaugura su Biblioteca Biográfica del Renacimiento Español con esta golosina de amor perruno, que demuestra que la defensa de los derechos de los animales tiene más relación con el Siglo de Oro que con la Commonwealth.

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