El restaurante Saddle y la glamurosa cocina de sala
Una parcela casi extinguida de la mejor alta cocina
Poco después de comer en Saddle hice un rápido balance de los platos del menú que nos habían terminado en la sala. En total cinco salados a los que se sumó el suflé al Grand Marnier, contrapunto goloso del almuerzo.
De entrada, una lasca gruesa del paté en crôute con lengua de ternera y papada ibérica cortada al momento. Después, el lenguado meunier, pieza hecha al horno que Carlos Mayorales desespinó antes de rociarlo con salsa meunier y suquet de pescados. Enseguida, el steak tartar de ternera gallega aliñado al instante. Luego, un costillar de cordero loncheado y bañado con su propio jugo. Y, por último, el espectacular jarrete de ternera, lacado con un fondo de carne que nos cortaron a la vista. Platos que se habían ido intercalando con otros emplatados en la propia cocina.
Nada más llegar, después de tomar acomodo, se aproximó a nuestra mesa un carrito repleto de hogazas con un cono gigante de mantequilla. Siguió el carrito de cócteles que nos tentaba con el dry Martini de la casa a modo de aperitivo. Al final, como antesala de los postres, hizo aparición un monumental mostrador de quesos y, ya en el penúltimo tramo, otro gueridón con las infusiones de café y de tés de distintos orígenes. Aún más, en el último suspiro, llegó una pirámide móvil de destilados atiborrada de marcas. En suma, 11 utensilios auxiliares, entre carritos y gueridones. Algo inviable sin el concurso de profesionales de la talla del sumiller Israel Ramírez, el coctelero Alberto Fernández, el maître Stefano Buscema y la supervisión de Carlos García Mayorales, director general de la casa. Un ejemplo de conexión entre una gran sala y la brigada de cocina que dirige Adolfo Santos.
Mis fotografías en Instagram suscitaron preguntas inmediatas en relación con la académica cocina de sala y los motivos de su desaparición paulatina. Un tema que me entusiasma. Con todas las salvedades que se puedan establecer, la terminación de platos a la vista se consolidó en los grandes restaurantes y hoteles de Paris y Londres a partir de 1870. Acababa de finalizar en Francia el Segundo Imperio (Napoleón III), daba comienzo la segunda revolución ondustrial y emergía incipiente la Belle Époque, ese glamuroso periodo que concluyó con el estallido de la I Guerra Mundial en 1914. Años de bonanza a caballo entre dos siglos, XIX y XX.
Me declaro incondicional de la teoría de los paradigmas gastronómicos y los cambios de ciclo de mi amigo el catedrático Raimundo García del Moral, una forma inteligente de interpretar la historia.
De sobra es sabido que los restaurantes, tal y como hoy los entendemos, hijos de la Revolución Francesa, surgieron por iniciativa de aquellos cocineros de las grandes casas relegados al paro forzoso. Tras el colapso, las riendas de la alta cocina francesa pasaron a manos de Marie-Antoine Carême (1784-1833), estudioso de las salsas y artífice de escultóricas piezas montadas destinadas a ocupar el centro de las mejores mesas. Un maestro cuyo libro L'art de la cuisine française establecía normas estrictas. No menos influyente que su discípulo dilecto, Jules Gouffé (1807-1877) considerado el apóstol de la cocina decorativa, cuyas obras, Le livre de cuisine y Le Livre de la Pâtisserie, dejaron profunda huella. Periodo de esplendor que contó con los apasionados escritos de Grimod de Reynière, (1758-1837) primer crítico gastronómico de la historia; con la erudición de Brillat Savarin (1755-1826) autor de la Fisiología del gusto, y con la desbordante imaginación de Alejandro Dumas (1802-1870), que en Le Gran Dictionnaire de Cuisine reflejó con su voluptuosidad habitual lo mejor de la cocina romántica de su época.
A partir de 1870, la alta cocina francesa experimenta un cambio radical en las formas. Del servicio imperante a la francesa se pasa al servicio a la rusa. Poco a poco, comienzan a quedar atrás los montajes decorativos de Antonine Carême y Jules Gouffé para rehabilitar el papel de los jefes de sala y de sus ayudantes a los que se otorgan prerrogativas para el trinchado de carnes y pescados y la finalización de salsas en la sala. Rituales destinados a deslumbrar con la ayuda de ampulosas orquestaciones.
¿Servicio a la rusa? Varias teorías han intentado explicar el origen del nombre. Una de ellas –la más verosímil– lo atribuye al embajador ruso en París Alexandre Borisovitch, quien a mediados del XIX obligaba a que los platos se preparasen en su presencia.
Un cambio que impulsaron dos líderes de envergadura, los cocineros, Auguste Escoffier (1846-1935) autor del libro Le guide culinaire, uno de los iconos gastronómicos de la Belle Époque, y Prosper Montagné (1865-1948), autor del Larousse Gastronomique. Por si no fuera suficiente, a partir de 1900 surgiría un portavoz de relumbre, la Guía Michelin, cuya primera edición aparece en Francia en 1900.
La evolución llegaba acompañada de transformaciones importantes para la alta cocina: organización casi militar del personal en brigadas y partidas; creación de los primeros menús y, a grandes rasgos, sistematización de un trabajo que en ciertos aspectos aun sigue vigente. Tal y como afirma García del Moral, era "una filosofía revolucionaria en las formas, pero conservadora en el fondo".
Movimiento que según Néstor Lujan acogió con regocijo la sociedad francesa: “El arte de vivir, y la obsesión protocolaria en las mesas publicas y privadas dieron pie a solemnes maîtres en prestigiosos restaurantes”. Fue la apoteosis de los fastuosos banquetes de Maxim's, lugar de encuentro del tout Paris de la Belle Époque; de los menús de La Tour D'Argent y Le Gran Vefour. Y, como no, de Lucas Carton de la place de la Madelaine, cuya becada flameada al gratín, la pularda al oporto y el canard au sang figuran registrados con letras de oro en la historia de la alta cocina francesa. El cambio no solo cristalizó en Paris, también en Londres. Auguste Escoffier llevó la cocina francesa a Inglaterra, primero al hotel Savoy y luego al Carlton. Siempre en alianza con el hotelero suizo César Ritz, padre de la hostelería moderna, con quien administró ambos establecimientos.
Después de mil avatares, la puntilla a la cocina de sala, ya decadente, llegaría a partir de 1969 con la nouvelle cuisine de la mano de un conjunto de cocineros que rompieron frontalmente con las ideas de Escoffier para convertirse en creadores de sus propios platos. Huelga recordar el movimiento que impulsaron Paul Bocuse, Michel Guérard, Alain Senderens, Alain Chapel y los hermanos Troisgros. Los espacios de cocina recuperaban protagonismo en detrimento de la sala, mientras que el fenómeno del emplatado se convertía en uno de los puntos básicos del nuevo decálogo que resumieron los periodistas Henri Gault y Christian Millau en su mítica guía de la que ya nadie se acuerda.
Lo que sigue después ya lo sabemos. Hacia 1992 irrumpe la cocina conceptual de Ferrán Adrià y de vanguardia española, que propinó un vuelco radical a los principios anteriores.
A estas alturas de la evolución culinaria, cuando todo hace barruntar que nos encaminamos a un nuevo cambio de ciclo, es reconfortante comprobar que un restaurante como Saddle se aferra junto a otros colegas al antiguo ceremonial del servicio de sala. Y escenifica el oficio de pelar, trinchar, trocear, lonchear, cortar, flambear, desespinar y otras técnicas a las que obligan los platos terminados en directo. Para muchos un espectáculo trasnochado. Para mí, una liturgia casi extinguida de la mejor alta cocina.
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