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la zona fantasma
Columna
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Mascarillas e idiotas cabales

Javier Marías

Que se preocupen de sus padres y abuelos, eso ya sería, supongo, demasiado pedir y esperar de un idiota cabal

Ni los más optimistas niegan que desde hace unas décadas se ha producido una inducida tontificación general y creciente de la sociedad. La mayor prueba son los gobernantes que se padecen en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Hungría, Polonia, España, Egipto, Venezuela, México, la Argentina, Nicaragua, Turquía, Bielorrusia, Filipinas, la India, la tremenda Rusia, el infame Brasil (sin olvidar la Cataluña suicida), todos ellos votados y elegidos en algún momento por la población. La irrupción de una plaga no tenía por qué mejorar la inteligencia ni la cordura, más bien al contrario: la gente amenazada se imbeciliza más, unos porque se acobardan en exceso, otros porque se rebelan contra la amenaza negándola y creyendo en teorías conspirativas del todo ajenas al raciocinio, a la ciencia no digamos.

Aunque ahora haya menos personas en las calles, observo que los idiotas no escasean en ellas, y para comprobarlo basta echar un vistazo a las ya imprescindibles mascarillas. Hay que reconocer que la mayoría las usa como es debido y responsablemente. Pero hay una serie de variados bobos que no se sabe en qué extrañas supersticiones tienen depositada su fe. Dejando de lado a los sin techo, que no las llevan —bastante tienen con lo suyo para permitirse gastos extra—, y a los negacionistas voxeros o trumpistas, que tampoco, por convicción, he detectado estos tipos de idiotas:

El idiota que corre. Este individuo ha gozado, además, de una incomprensible discriminación a favor desde el inicio de la epidemia. Ya entonces se los autorizó a salir libremente, y tienen permiso para no cubrirse. Tal vez la mascarilla pueda ahogarlos en pleno trote o sprint, no lo sé, pero lo absurdo es que, mientras a los fumadores se los castiga por exhalar sus aerosoles sosegadamente, se premia a los corredores, que van echando el bofe y esparciéndolos con denuedo, cuando no con violencia. Cada vez que se cruza uno con ellos, más le vale encomendarse a los santos y arcángeles para no infectarse con su estela.

Otro tanto sucede con el o la idiota en patinete o bici, que a lo anterior añade que a menudo tira el vehículo en medio de la acera, una vez usado (con la intolerable permisividad municipal), para impedir el paso a los transeúntes o procurar que se rompan algo si van distraídos o mirando hacia abajo.

Los que miran en esa dirección son numerosos, y quizá los más idiotas de todos (aunque la competición está reñida). Son los y las idiotas con móvil. Es llamativo que muchos se bajen o quiten la mascarilla para hablar, como si sin ella se les fuera a oír mejor, o con ella peor. Pero todavía más descerebrados son los que se la bajan o quitan… para leer o escribir un mensaje, como si el aditamento afectara a la visión. Cierto que los cristales de las gafas se empañan con el vaho, pero basta con alzárselas un momento, o, más sensato, aguardar a volver a casa o estar apartados de los demás para enterarse o contestar. Casi nada es nunca muy urgente. Este género de idiota debe de pensar que el móvil posee propiedades curativas o inmunizadoras, tanta es su adoración por él, y que nada puede pasarle mientras está absorto en su contemplación. Lo mismo deben de creer los corredores de sus prácticas pseudodeportivas. Y los ciclistas y patineteros estarán convencidos de que los protege la velocidad. Lo que a ninguno concierne es proteger a los demás de sus vaharadas y chillidos (la mayoría sigue hablando por el móvil a voz en cuello).

Un idiota en verdad misterioso es el que va con perro. La mayoría de los dueños de perros cumple las reglas estrictamente, pero no son pocos los que no. También esta porción fue discriminada desde el primer instante a favor, y se los autorizó a salir sin cortapisas porque los perros son ya tan sagrados como solían serlo (ignoro si aún) las vacas en la India. Y lo cierto es que son millones los que hoy tienen perros: de hecho es raro el que sólo pasea a uno, lo normal son dos, tres o más. Con frecuencia, en mis paseos, atravieso una bonita y recoleta plaza absolutamente tomada por las orinas del animal sagrado. (Bueno, hay quien lleva perros nobles y quien arrastra o es arrastrado por una especie de ratones que sin embargo ladran como los neuróticos que acostumbran a ser.) Pues bien, algunos dueños, ya digo, prescinden alegremente de la mascarilla o se la colocan como sotabarba o bufanda. En consonancia con el credo de la comunidad occidental, deben de estar persuadidos de que tanto perros como ratones caninos son un tótem ante cuya poderosa presencia el virus retrocede, se asusta y no osa contagiar. Como un vampiro ante la cruz.

De los idiotas que, pese a todas las advertencias y escarmientos, continúan celebrando botellones en las calles y fiestas en los malhadados pisos turísticos que ahora alquilan para tal propósito, hay suficientes noticias como para insistir. Lo más estúpido es que no se arredren tras constatarse que en esta segunda oleada están infectados, hospitalizados o difuntos numerosos menores de cuarenta años. Que se preocupen de sus padres y abuelos, eso ya sería, supongo, demasiado pedir y esperar de un idiota cabal.

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