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De la curiosidad al empacho: cómo el buffet libre nos iguala a todos

Por lo general, esta comida no es de calidad pero ofrece una sugerente montaña rusa de colores, olores y sabores que con la pandemia se enfrenta a un gran problema: la exposición de los alimentos, los utensilios tocados por multitud de personas...

Sergio C. Fanjul
Rowan Atkinson como Mr.Bean en 1990.
Rowan Atkinson como Mr.Bean en 1990.Foto: Cordon

Hay cosas que nos igualan a todos: la muerte, Ikea, el buffet libre. No corren tiempos buenos para el buffet, porque la pandemia ha impuesto las distancias, pero algunos resisten. Aunque es una cosa muy hotelera y muy veraniega, también abundan en las ciudades, sobre todo los buffets de comida oriental y esos que ofrecen gran variedad de pastas y ensaladas. También las parrillas libres argentinas o el rodizio brasileño. Coma usted todo lo que quiera por un módico precio.

La cosa pinta apocalíptica: hay que servirse la comida con mascarilla y con esos guantes de plástico barato que la gente deja hechos una bola sobre la mesa antes de levantarse a por otro plato. Así no hay quien se abandone plácidamente a los placeres de la gula. Porque en el buffet siempre se quiere más, un poco más de pizza, o un muslo de pollo, o unas piezas de sushi, o repetir de macarrones con esa inquietante salsa carbonara (siempre es inquietante la carbonara en un buffet), o un trozo más de tarta Red Velvet, aunque ya no nos quepa ni una miga.

En el buffet siempre se quiere más, un poco más de pizza, o un muslo de pollo, o unas piezas de sushi, o repetir de macarrones con esa inquietante salsa carbonara (siempre es inquietante la carbonara en un buffet), o un trozo más de tarta Red Velvet, aunque ya no nos quepa ni una miga

Aquí somos las maquinas deseantes de Deleuze, caminando con los cinco sentidos alerta, escrutando las bandejas humeantes de las que saldrá nuestro almuerzo o nuestra cena. El buffet se configura a través de los flujos del deseo. De alguna manera, estos momentos de caza y búsqueda nos reconcilian con nuestra anterior condición de cazadores-recolectores, abandonada hace unos 10.000 años, cuando el ser humano descubrió la ganadería y la agricultura y sentó la cabeza. Muchos pensadores opinan que la Revolución Neolítica supuso algo así como una esclavitud y que antes, en el Paleolítico, se vivía mejor: pasear por el buffet con el tenedor en ristre no es tan diferente de vagar por el bosque en busca de algunas bayas o de un pequeño animal que llevarnos a la cueva. Ahí sale nuestro instinto. Solo que en plan comodón.

De hecho, la comida tipo buffet se hunde en las raíces de la historia, desde ciertos banquetes de la Antigüedad grecorromana, medievales o de la versallesca corte de Luis XIV. Pero la creación del buffet libre moderno, del buffet tal y como lo conocemos, se le atribuye al publicista Herb MacDonald, que lanzó en los años cuarenta el Buckaroo Buffet, en Las Vegas, abierto 24 horas, popularizando el concepto “All you can eat” (“Todo lo que puedas comer”). Todo para “apaciguar al coyote que vive en tus entrañas”, según rezaba el eslogan. Aquel buffet era sencillo, incluía platos fríos, mariscos, ensaladas, quesos y pan, pero poco a poco se fue ampliando y los hoteles y casinos de la zona de Sunset Strip fueron adoptando aquella metodología. Y hasta hoy, donde el buffet libre es casi obligatorio en el ecosistema hotelero, sobre todo para los desayunos.

Uno de los principales dilemas que plantea es el que se da entre calidad y cantidad (y variedad). Por lo general la comida del buffet no es de calidad óptima, pero a cambio ofrece ese parque de atracciones gastronómico en el que perdernos, una montaña rusa de colores, olores y sabores a nuestro alcance. En ningún otro formato de restauración se ofrece tal variedad de comida, ni en tal cantidad.

El buffet libre tiene esa cosa socialdemócrata de que todos tenemos el derecho a la misma comida, todos pagamos lo mismo y todos podemos comer lo mismo. Esperamos todos, sin diferencia de clase o condición, una cola con el plato en la mano

Esto puede producir mucho placer, como produce al ciudadano contemporáneo estar suscrito a tres o cuatro plataformas de contenidos audiovisuales. Se pasa uno la tarde mirando la oferta de Netflix, HBO, Amazon o Filmin y al final no pone nada: la propia búsqueda de contenidos ya es un contenido. Como en el buffet, solo que en el buffet, ante la duda, la gente se sirve de todo y todo junto.

Así que también pueden generarse monstruos. Nunca se han visto aberraciones alimenticias tan tremendas como las que se dan en los buffets: platos arquitectónicos en los que los comensales más ansiosos amontonan sin pudor paella con patatas fritas, y ensaladilla rusa, y tres tipos de croquetas, y dos lonchas de carne en salsa, y un tomate asado y, los más audaces, un trozo de bizcocho (esto no es lo habitual, pero sí, también se han dado casos). Se trata de llevar el plato combinado a la categoría de delirio porque, reconozcámoslo, la voracidad contemporánea no conoce límites.

También fomenta la curiosidad más malsana que, como se sabe, es cosa del demonio: ¿quién no se ha aventurado a probar los platos más misteriosos en un buffet, eso que siempre ha querido probar sin reunir el valor, sabiendo que no le van a cobrar por ello?

Pero uno de los grandes problemas que puede presentar hoy un buffet libre tiene que ver con lo microbiológico: la exposición de los alimentos durante largo tiempo, los utensilios tocados por multitud de personas, las temperaturas inadecuadas… En los malos buffets, todo esto se añade a los alimentos procesados, salsas hipercalóricas y, en fin, todo tipo de atentados contra nuestro bienestar estomacal que pueden conducir a una sobremesa de bicarbonato de sodio que, como escribió Julio Camba, es un ingrediente fundamental de la gastronomía española.

El buffet libre tiene además esa cosa socialdemócrata, e incluso soviética, de que todos tenemos el derecho a la misma comida, todos pagamos lo mismo y, cada cual según su capacidad, todos podemos comer lo mismo (la bebida no suele estar incluida); esperamos todos, sin diferencia de clase o condición, una cola con el plato en la mano y las glándulas salivales segregando al 100%. Luego también tiene esa cosa tan capitalista salvaje que es la sobreabundancia, el empacho, el despilfarro (¿es el buffet sostenible?) y, cómo no, la competición darwinista a codazos por los mejores trozos de jamón (si lo hubiera o hubiese). Digamos que el buffet libre es algo así como la Tercera Vía, pero en plan gastronómico.

Vivimos en la época del selector: ante la avalancha de información y productos, se han visto aumentados el valor y prestigio de aquellos que nos guían a través de esta jungla. Dj’s, editores estrella, comisarios artísticos, personal shoppers. Pero no hay buffet malo si se sabe seleccionar con tino entre lo que se ofrece. Quizás un trabajo con futuro, además de todos aquellos relacionados con técnicas de Big Data, robótica, Inteligencia Artificial..., será el de selector de buffet libre. Alguien que, por un módico precio, nos guiase por las procelosas aguas de los buffets, con garantía de éxito. Piénseselo, usted que es joven. Eso si el buffet, con lo que tiene de roce con el prójimo y de compartir pinzas y cucharones, sobrevive a la pandemia.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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