La realidad y el deseo
No me quejo. No sé nada. Supongo que tiene que ser así, pero muchas tardes me quedo en casa para no darme pena
Conviene temer lo que se desea, porque el destino es capaz de jugar muy malas pasadas.
Termina el verano más deseado, el que parecía destinado a abrir un paréntesis de felicidad normal tras meses de desconocida angustia. Ha sido un verano caluroso, incluso sofocante, pero en los termómetros se ha acabado su normalidad. Seguimos sabiendo muy poco del covid-19, pero al menos sabemos que no es estacional, que el calor no lo mata. He pasado dos meses en la provincia de Cádiz, en un pueblo donde apenas se han registrado contagios. Mientras escribo estas líneas, sé que desde hace semanas no se ha producido ninguno, y sin embargo, la tristeza del verano del virus también ha llegado hasta aquí.
Camino algunas tardes por una playa inmensa donde apenas me cruzo con nadie, porque no se puede andar por la orilla del mar sin mascarilla y el castigo de la cara cubierta disuade hasta a los más fanáticos del paseo. No me quejo. No sé nada. Supongo que tiene que ser así, pero muchas tardes me quedo en casa para no darme pena a mí misma. Y me encantaría salir a cenar, a tomar copas por ahí, igual que antes, pero algunos restaurantes no han vuelto a abrir, otros nunca tienen mesas libres por problemas de aforo, y mis amigos fumadores se resisten, y yo los entiendo, porque salir a cenar no consiste en alimentarse. Para alimentarnos, todos tenemos una nevera en casa, y de nuevo esa es la palabra clave, casa. No voy a la playa y tampoco salgo a cenar. Ahora que nadie nos lo impone, nos quedamos en casa, hoy en la tuya, mañana en la mía, pasado en la de éste o en la de aquél. Nos autoconfinamos para poder reírnos, para disfrutar de las copas bajo el cielo nocturno, para hacer en verano algo parecido a lo que siempre habíamos entendido por estar vivos. No me quejo. No sé nada. Acato las normas, pero me quedo en casa y ya no me pregunto por la crisis de la hostelería, por los empleos de los hoteles y de los chiringuitos. La tristeza es una cuestión de vida o muerte, un enemigo al que hay que combatir con todas las armas disponibles.
Conviene temer lo que se desea, también cuando no depende de nuestra voluntad. Juan Carlos de Borbón se ha marchado de España sin pena ni gloria. Sin arreglar sus cuentas con Hacienda, sin intentar justificarse ante sus exsúbditos, sin mostrar el menor respeto hacia su propia figura, elevada a la categoría de leyenda viva tras cuatro décadas de reverencial culto a su personalidad. Se ha largado, siguiendo una arraigada costumbre familiar, y ha escogido como destino una monarquía absoluta, de las poquísimas que quedan en el planeta. Parecería una declaración de intenciones si no fuera porque aquí ya no le quiere nadie. Los juancarlistas han desaparecido de la faz de la tierra a una velocidad superior a la que ha desarrollado el coronavirus para poner nuestras vidas boca abajo. Tras haber identificado machaconamente su persona con la Corona, con la democracia, con las libertades e incluso contra el dictador que le educó y preparó como sucesor de sí mismo, ahora su ídolo no es más que carne de meme. Eso también me parece triste.
Pienso en mis viejos y admirados republicanos, la mejor generación de hombres y mujeres que ha dado nunca este país. Pienso en su ambición, en su emoción, en la alegría con la que despidieron a un rey en 1931 y en la orgullosa tristeza con la que se declararon derrotados, pero nunca vencidos, al perderlo todo, menos la fe, ocho años después. Pienso en quienes se fueron y en quienes se quedaron, en quienes lucharon fuera y en quienes lucharon dentro, en quienes jamás se cansaron de desear lo que nunca llegó. Aunque ya no estén entre nosotros, pienso que habrían merecido otro desenlace para esta que sigue siendo su propia historia. Un final sobrio, incluso ligeramente épico, en lugar de este vodevil de máquinas de contar dinero, falsas princesas infladas de bótox, safaris con cadáveres, y tantos episodios de vergüenza propia, de vergüenza ajena.
He tomado prestado el título de este artículo de un libro de Luis Cernuda, un poeta imprescindible, un español más imprescindible aún. También pienso en él, y me pregunto qué sentiría ahora mismo, cuando una vez más, y vuelvo a citarle, la estupidez sucede al crimen
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