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carta blanca
Columna
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Querida casa mía

Es el don travesti de saber que por fuera del cuerpo todo es ajeno, el que me capacitó a montar sobre mi espalda el sitio donde sentirme a salvo

Adonde fui, tú viniste conmigo. Al comienzo apenas el espacio de un cuarto, a veces un departamento cuando la suerte fue buena. Siempre viniste en las valijas, en los bolsos y las cajas donde mudé mis propios órganos, el pardo pajarito de los sueños y este asunto muy mío porque fuiste y eres mi casa. Me costó toda una vida poder llevarte conmigo como una joroba o un caparazón, como las garras que cavan madrigueras. Es el don travesti de saber que por fuera del cuerpo todo es ajeno, todo es frontera, el que me hizo capaz de montar sobre mi espalda el sitio donde sentirme a salvo, donde esconderme en tiempos de cacería y donde hacer el amor cuando el invierno azote. Hice mi casa con chucherías heredadas, con muebles prestados y adornos que un día se pusieron viejos. Cosí las cortinas y reparé los daños. Levantarla desde la mierda donde pasaba mis días fue tan costoso, como costó poner en pie la casa paterna, la casa de ese padre y esa madre mía con paredes de bloque y las ventanas tapiadas. El mismo sudor y las mismas lágrimas y también la dicha única e inmensa de poder hacer una casa que fuera mía, una casita pequeñita, sin dinero, sin ambición, sin terreno. Un hogar móvil donde servir el té a las amigas de cuando en cuando, porque se sabe que ahí afuera todo es muerte, todo es cuchillo que te corta el cuello, todo hiede. Viniste conmigo de pobreza en pobreza, con el alarido de una carne podrida como la de quien te escribe esta carta. Cada mueble rescatado de las vecinas que abandonaban en la calle una silla, un colchón o una repisa donde poner las especias. Cada cosa heredada de mi propia madre que me traspasó el saber de sus antepasadas, las mujeres morenas e indias de mi familia. Todo lo travesti que rezuma de mis vestidos, los colores que veo cuando cierro los ojos, las tristezas que se desvanecieron como esas primeras pasiones que parecían eternas. Has salido de mis manos y rodeado mi vida con la belleza de tu prisma, el silencio de tus plantas y el privilegio donde estamos tú y yo, al final de los tiempos, viendo cada mañana el amanecer irrepetible que se macera en el este. Estamos juntas, casa mía, desde hace tantas vidas custodiando la alegría de la una y de la otra, en la justicia de no saber dónde terminas tú y dónde yo, como si tú misma fueras la travesti herida que te habita. Dentro tuyo estuve siempre a salvo, incluso cuando la fiebre me dejó como un cadáver y el dolor me careó los dientes, siempre fui feliz contigo, amada casa mía, templo donde hacer cada día este nombre, esta criatura inesperada que soy en el orden de los vivos y los muertos. Gracias te doy, por ser el abrazo que imaginé en los días amargos, para mí misma y para quien venga a visitarme.

Camila Sosa Villada es autora de Las malas (Tusquets).

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