El motor que mueve a los cerebros raquíticos
Si uno no se “pronuncia” a chillidos contra los abusos e injusticias, es susceptible de ser acusado de “connivente” con ellos
Siempre he pensado que las protestas, huelgas y manifestaciones debían tener un objetivo práctico, y así fue durante mucho tiempo: se llevaban a cabo para conseguir “algo”, poco o mucho. Para torcer el brazo de los patronos, lograr abolir leyes injustas o abusivas, mejorar condiciones laborales. Hace ya años que se añadió otra finalidad “estética” o “simbólica”, abaratadora de las reivindicaciones y decepcionante: ya no se trataba de obtener nada (o no siempre), simplemente había que “dejar testimonio” del repudio a alguien o algo. Este último propósito ha sufrido una veloz degradación en este siglo.
Pocas imágenes tan repugnantes y atroces como las del policía de Minneapolis Derek Chauvin matando lentamente, con saña, al ciudadano George Floyd. No era la primera vez que eso ocurría, policías americanos bestias o demasiado nerviosos cargándose a inofensivos negros con frecuencia, pero también a blancos que tuvieron la mala idea de sacar un móvil en su presencia, o una pistolita de juguete o la cartera. Las inmediatas protestas, manifestaciones y marchas eran útiles y necesarias en Minneapolis y probablemente en todas las ciudades de su país, con un 13% de población de raza negra y seculares comportamientos racistas de individuos y organizaciones, sobre todo en los Estados secesionistas que condujeron a la Guerra Civil entre 1861 y 1865. De Nueva York a Los Ángeles, la indignación y el clamor tenían finalidad, podían influir en policías, jueces y políticos, aunque era imposible que hicieran mella en el más bruto y racista de los últimos, Donald Trump, que incomprensiblemente continúa al mando y al que se perdonan felonías muy castigadas no ya en otros dirigentes, sino en presentadores de televisión o actores.
Las manifestaciones podían tener sentido incluso en París y Londres, que desde hace décadas son multirraciales. Lo que resulta más pintoresco es que se hayan copiado y reproducido en Madrid, Barcelona, Berlín, Viena o ¡Berna, capital de Suiza! Que los madrileños, vieneses o berneses desplieguen su ira en sus respectivas calles les traerá sin cuidado a los policías americanos bestias y a Trump el Adoquín. Así, hay que preguntarse por el objetivo de esos coléricos, porque conseguir, no iban a conseguir nada. Hay que añadir que todo esto sucedía en plena pandemia y con las personas aún confinadas para evitar y evitarse contagios. Sin embargo, los mismos barceloneses, berlineses y berneses que llevaban tres meses renunciando a ver a sus madres o abuelas, o a sus amantes, no dudaron en mezclarse y compartir sudores —en poner en riesgo sus vidas y las de otros— con tal de exhibir su furia por lo acontecido a miles de kilómetros, y respecto a lo que nada podían lograr práctico, real y efectivo. Hay que mirar a qué puede deberse semejante reacción, meramente testimonial e inútil, hasta el punto de abandonar por ello todas protección y prudencia.
Sólo se me ocurre una explicación, bastante penosa; porque no creo que haya persona en el mundo a la que las imágenes de Chauvin y Floyd no hayan parecido repugnantes y atroces (quitando a los deficientes del Ku-Klux-Klan y criminales afines). Ante algo así no hay obligación de “pronunciarse” en principio, porque el horror y la condena se dan por supuestos. No obstante, en esta época aspaventosa, no basta con lo que uno piense o diga en privado. Si uno no se “pronuncia” a chillidos contra los abusos e injusticias, es susceptible de ser acusado de “connivente” con ellos. En virtud de lo cual han abundado los columnistas ¡españoles! que de pronto se han ofendido melodramática, curil y plañideramente con Lo que el viento se llevó… a los 81 años de su estreno. Bien, ya han alardeado de lo antirracistas que son, ya han cumplido con el precepto que toque cada semana. Pero ¿esas masas apretujadas? Obedecen al mismo espíritu de “meritorio”, me temo. Las redes sociales han creado en sus usuarios una ilusión de “fama”, aunque sólo sea fama entre sus grupúsculos de amistades. Si salta a la actualidad una causa justa y de lucimiento, muchos son incapaces de renunciar a alimentar su vanidad y su narcisismo, así sea a costa de la salud y el pellejo propios y de sus familias. ¿Cómo no voy a enseñar lo virtuoso, recto y empático que soy colgando fotos de mi rabia en Instagram o Facebook? Insisto: en Viena o Berna, que nada tienen que ver con Minneapolis ni con los Estados Unidos, y cuyas voces no van a ser escuchadas donde acaso valdrían de algo. La conclusión es un tópico a estas alturas, pero este episodio internacional enloquecido —la pandemia, la pandemia— lo hace innegable: el motor que mueve a los cerebros raquíticos del mundo no es ya el dinero ni el egoísmo ni el afán de poder —que también—, sino, por encima de todo, una desmedida vanidad de andar por casa y un narcisismo ensimismado, valga la redundancia. Lo peor es que día a día aumenta la cantidad de cerebros que se raquitizan, y que además, como el coronavirus, se trata de un mal contagioso.
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