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Tribuna
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El aire que nos hace falta

Aumentan en todo el mundo las protestas contra el racismo. ¿Es posible crear otra forma de vincularnos que vaya erradicando esa perversa práctica tan instalada en cuerpos y almas?

Assa Traore, hermana de Adama Traore, se dirige a la prensa frente a una pintura que representa a Adama y a George Floyd en Stains, cerca de París, Francia, el 22 de junio de 2020.  Ambos hombres murieron a manos de la policía.
Assa Traore, hermana de Adama Traore, se dirige a la prensa frente a una pintura que representa a Adama y a George Floyd en Stains, cerca de París, Francia, el 22 de junio de 2020. Ambos hombres murieron a manos de la policía. YOAN VALAT (EFE/EPA)

Pocas cosas tan cruelmente metafóricas en este tiempo como la imagen de George Floyd tirado en el piso, con una rodilla en el cuello y clamando, desde sus últimos alientos, “no puedo respirar”. Le faltaba el aire en un momento límite, cuando ya se le iba la vida, como a miles de personas, en todo el mundo, les falta en este momento un flujo de oxígeno providencial.

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El policía que pudo darle un respiro no lo hizo y ahora, tras su muerte, buena parte de la comunidad humana, no solo en Estados Unidos, ha estallado de indignación, con una fuerza que no parece circunstancial. Hay algo en esa marea de protestas que se asemeja a un batallón de anticuerpos que estaban semi-dormidos, y que hoy luchan encarnizadamente contra un virus.

El racismo, como dice Tzvetan Todorov, es un comportamiento, algo que millones de personas pueden tener, incluso sin darse cuenta y a lo largo de sus vidas. En los países de América Latina, por ejemplo, se suele mamar desde la infancia en la fórmula de frases estereotipadas sobre los afrodescendientes, los indígenas o sobre quienes guardan la herencia de la migración asiática.

El mal está extendido en todo el planeta, desde hace siglos, pero lo de Estados Unidos es especialmente dramático, y emblemático, por algunas razones: es un país poderoso que quiere proyectarse como un faro para otras naciones; tiene un presidente que no es precisamente devoto de los derechos humanos, y cuenta con una herencia de abusos raciales profusa y lamentable.

La esclavitud estuvo clavada desde el nacimiento de esa nación, para aludir a la película de D.W. Griffith (El nacimiento de una nación), que hoy vuelve al epicentro de la discusión por su contenido racista. Pero lo triste no es solo saber que Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de EE UU, tuvo esclavos, sino también preguntarse por qué el desprecio persistió.

El cruel régimen fue oficialmente abolido por la Enmienda XIII de la Constitución, promovida por Abraham Lincoln. Pero como cuenta el demoledor documental, llamado justo Enmienda XIII, sobrevivió en diversos formatos, como las Leyes de Jim Crow, que duraron casi un siglo en varios estados (1876-1965), o el monstruoso Experimento Tugskegee, que duró 40 años

Este último consistió en que el mismísimo Servicio de Salud Pública del país dejó, por ese tiempo (1932-1972), sin tratamiento a cerca de 400 afroamericanos que tenían sífilis. Para observarlos y ver sí podían ser longevos… ¿Hay que sorprenderse en el presente de que la herida en la comunidad negra norteamericana sea tan grande, profunda, permanente y furiosa?

En la historia tormentosa de Latinoamérica la esclavitud dejó también una herencia abominable, sobre afrodescendientes e indígenas

Como explica Enmienda XIII, hoy las cárceles albergan más norteamericanos. Y como sostienen las cifras recientes, a propósito del crimen de Floyd, son muchos más los afroamericanos que mueren por una agresión policial. Es como si las cadenas de la esclavitud hubieran sobrevivido, ya no colgadas en cuerpos, pero sí en leyes y prácticas horrendas.

A una parte de la comunidad mundial le encanta ver a los norteamericanos como el súmmum de las taras sociales, a pesar de su poder. Sin embargo, en la historia tormentosa de Latinoamérica la esclavitud dejó también una herencia abominable, sobre afrodescendientes e indígenas, que en estos días han vuelto a saltar a la escena, en medio de la amenaza creciente del coronavirus.

El pasado 24 de mayo, en el municipio colombiano de Puerto Tejada (departamento del Cauca) el joven de 19 años Anderson Arboleda fue golpeado en la cabeza por un policía, en la puerta de su casa y al filo del toque de queda decretado por la pandemia. Pocas horas después, falleció. Habría muerto por la paliza y por ese desprecio que sobrevive a la nueva normalidad.

En Brasil, como ha informado la BBC de Londres recientemente, fallecen más afrodescendientes en manos de la policía que en Estados Unidos, sin que el asunto importe tanto como el fútbol. Según el Foro Brasileño de Salud Pública, son casi ocho de 10 ciudadanos que terminan muertos luego de una operación policial. Al año serían alrededor de 4.491 sobre 6.000 víctimas totales.

Estamos, entonces, ante una suerte de plaga de dimensiones globales, que pasa algo desapercibida en tiempos normales. Aun cuando incluso hoy muestra su rostro pernicioso al comprobarse que en EE UU, y probablemente en otros países, la mayoría de víctimas de la covid-19 tienen el rostro de uno de esos colores que han sufrido una brutal condena histórica.

¿Se puede salir de esta espiral que nos asfixia por tantos siglos? Al ver la persistencia de la crueldad, no solo en las manos policiales sino en la vida cotidiana, uno se descorazona. Pero la misma historia demuestra que, incluso en las situaciones más difíciles y aplastantes, hay seres humanos, de todas las etnias y biotipos, que alimentan la atmósfera social con otros aires.

Para suerte de nuestra especie, han existido un Nelson Mandela, un Martin Luther King, o un Fray Bartolomé de las Casas, quien defendía a los indígenas en pleno siglo XVI, cuando era normal esclavizarlos sin piedad. También un Peter Buxtun, el médico que denunció el Experimento Tugskegee. O una Nadine Gordimer y un J.M. Coetzee, dos novelistas sudafricanos, ambos Premios Nobel, que retrataron en sus obras la miseria del apartheid

Cualquier ciudadano puede hacer su exorcismo personal de prejuicios

Incluso el cine y la literatura norteamericanos han luchado contra la corriente del racismo oficial y extraoficial. Una figura señera en ese territorio es el entrañable abogado Atticus Finch, protagonista de Matar un ruiseñor, la novela de Harper Lee llevada luego al cine por Robert Mulligan en 1960. Gregory Peck le dio tanta vida en el cine que fue y es inolvidable.

Nótese que no es necesario estar en el lado de los oprimidos para sentir el dolor de la injusticia y luchar contra ella, como hace Finch en la historia al defender a un joven afroamericano en un juicio, contra la marea de amenazas. En estos días, se ha visto a muchos estadounidenses blancos sumarse a la protesta por la muerte de Floyd, con un fervor que sugiere una posible esperanza.

Si ese contagio benigno de asumir que todos somos iguales y podemos hermanarnos de algún modo, como soñaba Luther King, creciera, tal vez este momento doloroso sea fundamental. Sin duda los desbordes violentos de algunas manifestaciones turban el panorama, pero, en el fondo, se puede percibir cierto horizonte en el cual el racismo será por lo menos más cuestionado.

No hay que sentarse a esperarlo. Cualquier ciudadano —ya sea en Londres, en Minneapolis, en Lima, en Río de Janeiro, en Bogotá o en Ciudad del Cabo— puede hacer su exorcismo personal de prejuicios, su propia ruta para darse cuenta de cuánta falta nos hace otro aire social. De modo que, algún día, la brutalidad racial llegue a ser algo que realmente el viento se llevó…

Ramiro Escobar Lacruz es periodista y profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú, de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. Colabora regularmente con Planeta Futuro.

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