Espejos de Sudáfrica
La culpa es buena materia prima para un novelista. Como también lo son la traición, la identidad, el perdón, el odio y el choque de civilizaciones, temas que florecen en el paisaje sudafricano y han dado fruto literario abundante y de calidad, dos premios Nobel incluidos.
Ambos, Nadine Gordimer y J. M. Coetzee, han surgido del 15% de la población que es de raza blanca (actualmente unos seis millones de personas), igual que otros dos que han logrado un impacto global, André Brink y Alan Paton. Los escritores negros se han destacado más en la poesía que en la novela, y su obra pocas veces ha llegado más allá de las fronteras de su país. La explicación -o una de ellas- es sencilla. El apartheid, el sistema de discriminación racial más burdo del siglo XX, tuvo como objetivo exterminar la dignidad y la capacidad de competir en el mercado laboral de la mayoría negra. A los negros se les dio una educación escolar deliberadamente inferior a la de los blancos. La supervivencia fue el reto de la mayor parte de los sudafricanos negros; los más brillantes se dedicaron no a la introspección literaria, sino a la liberación política.
No existe la ligereza en la obra de Coetzee. Uno no tiene oportunidad de sonreír, mucho menos reír, nunca
Para la casi totalidad de los blancos, que hasta la caída del apartheid en 1994 gozaron de quizá la mejor calidad de vida de cualquier sociedad del mundo, este no era mayor tema de preocupación. No se detuvieron a reflexionar sobre la espectacular injusticia sin la que su paraíso africano dejaría de existir. Pero hubo un sector que sí se enfrentó al dilema moral y tuvo la valentía de hacer elecciones difíciles, de cuestionar la tradición de racismo fácil y feliz heredado de sus padres, transmitido de generación en generación desde la llegada de los primeros colonos europeos en 1652. De este grupo, algunos se exiliaron en Inglaterra o Estados Unidos o Australia; algunos se incorporaron a la lucha contra el apartheid, sufriendo en muchos casos las brutales secuelas del aparato represivo estatal; algunos optaron por el periodismo militante o por ser abogados defensores de los derechos humanos; y unos pocos a escribir novelas.
"Nada de lo que escribo en mis ensayos o mis artículos dirá la verdad de la manera que lo hace mi ficción", explicó una vez Gordimer, nacida en 1923, autora de 13 novelas y ganadora del Premio Nobel de Literatura en 1991. Dado que la ficción es un disfraz, "abarca todas aquellas cosas que uno no dice a otras personas..., siempre hay una especie de autocensura en la no ficción". Para Gordimer, el escritor es elegido por su tema, que es "la conciencia de la era en la que vive".
La era política en la que vivió Gordimer, y en la que hizo su mejor trabajo, se prestaba a la simpleza y claridad moral de una fábula. Una tiranía minoritaria que vivía en la abundancia oprimía a una mayoría negra que vivía en la miseria. El apartheid era el único sistema de gobierno del mundo sobre el que había consenso casi absoluto durante la guerra fría. Estados Unidos, la Unión Soviética, sus aliados y satélites concurrían con la declaración de Naciones Unidas que definía lo que estaba ocurriendo en Sudáfrica como "un crimen contra la humanidad". Las novelas de Gordimer (La hija de Burger, Un mundo de extraños, El conservador) contaban historias de amor y de familias conflictivas, pero el objetivo siempre era el mismo: la denuncia. La complejidad estaba en las historias humanas, pero en el tema de fondo no había claroscuros.
Lo mismo se puede decir de las obras de Alan Paton y André Brink. Cry the Beloved Country, de Paton, es seguramente la novela sudafricana más famosa. Cuando se publicó en 1948 se convirtió rápidamente en un best seller internacional. Cuatro años después se adaptó al cine, con el actor negro estadounidense Sidney Poitier interpretando el papel del protagonista, un cura negro que viaja del campo a Johanesburgo, sufre en carne propia, y al final perdona, las indignidades a las que le somete el hombre blanco.
André Brink fue el primer afrikáner (los afrikáneres eran la tribu dominante blanca durante el apartheid) cuyo trabajo, escrito en inglés no en afrikaans, fue proscrito por el Gobierno. Su mejor novela, A Dry White Season, se centra en la muerte de un activista negro tras su detención por la policía. Es una historia tremendamente impactante que despertó a muchos blancos sudafricanos de la dulce ignorancia. La película del libro que hizo Hollywood en 1989, con Marlon Brando y Donald Sutherland, fue prohibida en Sudáfrica.
Breyten Breytenbach -lírico, doloroso, a veces surreal- y Christopher Hope -que utilizó la comedia para satirizar a los gobernantes de su país- también forjaron sus reputaciones como novelistas sobre el yunque del apartheid. Ninguno de ellos logró mantener el mismo nivel, o tener el mismo impacto, una vez que el apartheid, con la llegada de Nelson Mandela a la presidencia en 1994, desapareció. El que sí ha sobrevivido al apartheid es el más grande de los escritores sudafricano, ganador del Premio Nobel en 2003, J. M. Coetzee.
La novela de Coetzee que más éxito internacional ha tenido es Desgracia, publicada en 1999, aunque la misma mirada fría, despiadadamente honesta, y la misma terrible economía en el uso de las palabras se ve en las novelas que escribió antes de la caída del apartheid. Obras maestras como Esperando a los bárbaros, Vida y época de Michael K. y La edad de hierro ya lo habían colocado, antes de la salida de Mandela de la cárcel en 1990, como uno de los cuatro o cinco grandes escritores en inglés contemporáneos. A diferencia de los otros escritores aquí mencionados, nunca se definió políticamente, nunca se presentó al público como un intelectual contra el racismo y nunca romantizó a ninguno de sus personajes, sean estos blancos o negros.
Coetzee opera en un frente donde se enfrentan la civilización y la barbarie. La prosa es tensa, pero el terreno es ambiguo y complejo. Examina la culpa y la identidad del individuo en un país fracturado, bañado de sangre, pero siempre quedan al final más preguntas que respuestas. No existe la ligereza en la obra de Coetzee. Uno no tiene oportunidad de sonreír, mucho menos reír, nunca. Su ficción se lee con los dientes apretados.
La mirada de Coetzee es implacablemente adusta. Desgracia ofrece una visión desesperanzada de la Sudáfrica pos-apartheid, en la que el conflicto racial no sólo sobrevive sino que se extiende, porque ahora los negros se desquitan, tras siglos de resentimiento. Algo de verdad hay en lo que percibe la angustiada sensibilidad de Coetzee, que en 2002 encontró la paz de las ovejas en su nuevo país de residencia, Australia; pero es la verdad del microscopio.
Sudáfrica es una sociedad dura, en la que perdura la desigualdad y ha brotado un fenómeno inimaginable hace apenas 20 años, el nuevo rico -craso, muchas veces corrupto- negro. Pero también posee una tremenda energía positiva, concepto ajeno a Coetzee que se empieza a vislumbrar en las novelas de dos de los más prometedores escritores actuales, Damon Galgut e Ivan Vladislavic. El gran éxito de ventas en Sudáfrica en este momento es Spud, una comedia hilarante del joven novelista John van de Ruit que contiene un mensaje impensable para Coetzee: que hoy el choque de razas y culturas en Sudáfrica provoca más risa que lágrimas; y que, pese a la lacerante historia reciente, Sudáfrica, en vísperas de la gran fiesta del Mundial de Fútbol, es un país en el que en el día a día los blancos y los negros se relacionan, en su abrumadora mayoría, con respeto y buen humor.
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