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Columna
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Ciencia, cientificidad y Gobierno

Creer que la representación gráfica de los fenómenos son los fenómenos mismos o que la marca de etapas determina lo que en realidad acontecerá, es cientificismo, no ciencia

José Ramón Cossío Díaz
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en rueda de prensa el 24 de abril.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en rueda de prensa el 24 de abril.Marco González (DPA)

Desde hace semanas asistimos a un ritual. Su significante es doble. Una parte lo constituye el médico presentando datos y gráficas en términos de registros, tasas y códigos. La otra, el presidente mirando las presentaciones y los saberes acumulados que ahí se muestran. El significado del ritual es poderoso. Parece decirnos que la ciencia se expresa en libertad y el poder la acata para actuar como ella marca. El poder, nos dice la imagen, es solo instrumento del saber. Finalmente, los sabios deciden y los poderosos ejecutan. ¿Quién, en su sano juicio, puede estar en contra de esta manera de actuar? ¿Quién puede dudar de las virtudes de la relación cuando la ignorancia y el temor cunden? Si la imagen es tan buena, ¿por qué no acaba de convencer? ¿Por qué aparece como montaje, como la escenificación de algo que no es auténtico?

La primera cuestión que genera el ritual cotidiano es determinar si lo que ahí se dice califica como ciencia. Los cuadros, los términos y las explicaciones que día a día se dan están expresados en modo científico. Están hechos conforme a usos ordinarios al hablarse de virus, tasas de contagio y de mortalidad, por ejemplo. Este primer test está salvado. Sin embargo, ¿cómo sabemos si lo que se dice y muestra es, más allá de formas y representaciones, sustantivamente científico? Por obvio que parezca, ello depende de la satisfacción de un procedimiento específico. Como las conferencias tratan de pandemias y estas forman parte del campo de la epidemiología, serán científicamente aceptables los resultados obtenidos mediante técnicas específicamente epidemiológicas. Actualmente, tales criterios tienen un fuerte componente matemático y descansan en supuestos de verificabilidad. En la posibilidad de que, bajo las condiciones planteadas por el propio modelo, puedan realizarse las operaciones necesarias para objetar lo postulado, sea como hipótesis, procedimiento o resultado.

Dada la condición básica del quehacer acreditado, las conferencias covid-19 no están basadas en estudios científicos. Su estructura y objetivo no tienen como propósito ningún sustento de refutación. Las bases de datos no están compartidas, los pares no están convocados, la discusión del modelo mismo no está permitida. Lo que hay, más allá de su valor, es una exposición de datos obtenidos con métodos propios, presentados con escalas y magnitudes propias e interpretados con criterios subjetivos. Lo que se presenta como el resultado de procedimientos científicos, en realidad resulta del actuar de una función del gobierno. En ello, en sí mismo considerado, no hay nada de reprochable. Es el Gobierno el que, mediante sus agentes, presenta datos y entendimientos, desde luego sustentado en conocimientos científicos. La carencia de condiciones científicas no está dada por esa manera de operar, sino por la imposibilidad de cuestionar y contradecir dentro del mismo proceder y como parte de él, la información, los métodos y los resultados. Científicamente hablando, ¿cómo pueden objetarse las decisiones de los funcionarios púbicos?

Cuando el Gobierno habla en modo científico, lo hace como Gobierno, no como científico. Lo suyo es imponer un sentido social, pero no hacer ciencia. Las impugnaciones que se hagan a las bases científicas de las resoluciones no son ya, en este plano, meros rebatimientos científicos, sino refutaciones a las decisiones del Gobierno, lo cual tiene que hacerse de manera tal que la determinación, y no su base científica, sea invalidada. Si una resolución pública se toma con base en un error de contabilidad sobre el número de personas o enfermedades involucradas, más allá de lo que la ciencia haya logrado demostrar a plenitud del error, es preciso iniciar el proceso jurídico necesario para anular la norma en la que se haya planteado. De otra manera, la norma subsistirá y la decisión, por equivocada que esté, generará los correspondientes efectos jurídicos. Esta parte de los rituales expositivos genera la primera inquietud. Lo que se hace ahí, insisto, no es ciencia en sentido estricto. Es un actuar público fundado en conocimientos que, desde el punto de vista de sus creadores son científicos, pero que por sus condiciones de difusión no pueden ser verificados ni rebatidos desde la ciencia, sino únicamente desde el derecho siempre que hayan adquirido forma jurídica.

La segunda incomodidad del ritual proviene de la primera, o tal vez la primera dependa de la segunda. Me explico. Si los servidores que comparecen a la función no están realizando prácticas científicas sino produciendo informes basados en elementos científicos, el presidente de la República recibe informes de Gobierno. Con base en ellos toma sus decisiones. El presidente, dicho de otra manera, ni hace por sí mismo ciencia, que no tendría por qué hacerlo, ni consulta con la comunidad científica, ni somete al escrutinio de esta los informes que le rinden sus funcionarios. Lo que hace es asumir, en el mejor de los casos, lo que sus funcionarios le dicen. En lo que vemos y él mismo nos informa, no hay un solo elemento que rompa la circularidad de las relaciones gubernamentales, tanto en la forma de producir conocimiento como de implementarlo.

Lo que finalmente no hay, es un ejercicio científico, más allá de que se opere bajo el supuesto de que todo lo que se ha hecho, se está haciendo y se hará, es producto de la ciencia. Creer que la representación gráfica de los fenómenos son los fenómenos mismos o que la marca de etapas determina lo que en realidad acontecerá, es cientificismo, no ciencia. En tiempos ordinarios mucho de esto pasa a diario. Decisiones sobre puentes, carreteras, energía o compras, se hacen suponiendo que están sustentadas en ciencia, cuando en realidad provienen de lo que los operadores gubernamentales asumen o interpretan como tal. Ahí los daños suelen ser patrimoniales aún cuando, en ocasiones produzcan tragedias y pérdidas de vida. En tiempos extraordinarios como los que vivimos, las cosas deberían abordarse de otra manera.

Confundir ciencia con cientificidad es ya la causa de males. Contar mal a las personas, no saber el número ni localización de los contagiados, suponer que los recursos están disponibles o no prever lo que acontecerá como mera consecuencia de las cosas, es una cuestión que va más allá de los de por sí inconvenientes descalabros patrimoniales. Es importante comprender que para que el Gobierno haga ciencia, tiene que ajustar su quehacer a los requerimientos de ella. Supone dejar de lado, así sea solo durante los procesos de reflexión y deliberación, la condición de autoridad y asumirse en la de participante. De no estar dispuesto a ello, difícilmente podrá decirse que opera con bases científicas. Se estará ante un actuar que utiliza a la ciencia y a su enorme poder legitimador como un medio más para lograr sus fines; ante cientificismo más que ante ciencia.

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