Miles y miles
Resulta turbador que los difuntos tengan manos. Manos que abrocharon y desabrocharon, que dijeron adiós, que pasaron la esponja por la espalda del amado o la amada
Resulta turbador que los difuntos tengan manos. Deberían caérseles al expirar como las hojas se desprenden de los árboles en el otoño. Impresiona calcular el número diario de manos que venimos entregando a la tierra o al fuego desde que estallara el desastre. Manos que abrocharon y desabrocharon, que dijeron adiós, que tuvieron la sartén por el mango, que pasaron la esponja por la espalda del amado o la amada, manos que masturbaron, que condujeron un triciclo primero y una bicicleta después, que, en forma de cuenco, llevaron el agua fresca hasta la boca, que extrajeron un ansiolítico del blíster, que manejaron con habilidad el tenedor y el cuchillo, que hicieron lazadas en los cordones de los zapatos, que plancharon la ropa, que aplicaron el champú exacto en la cabeza, que detectaron irregularidades en la piel propia o en la de los otros, que apagaron y encendieron luces, que sujetaron cigarrillos, que pusieron tiritas, que estrecharon las de los demás, que empuñaron el hacha, la taladradora o el destornillador, manos que escribieron poemas, que construyeron puentes, que sacaron la bolsa de la basura, que leyeron el braille, que tradujeron los discursos a los sordos, que abrieron y cerraron puertas, que bajaron la tapa de algún ataúd, quizá también de algún piano, manos que alisaron las penas, que absolvieron, que mostraron el carné de identidad a las fuerzas del orden, que se agarraron a las barras de sujeción del metro o de los autobuses, que viajaron al pecho cuando una punzada de dolor o a la cabeza cuando una preocupación, manos diestras y zurdas, manos de uñas pintadas, de dedos largos, manos con haz y envés. Miles de manos echadas a perder por la pandemia. Las manos de los padres y de los hijos muertos.
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