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Columna
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El ángel de la historia

Pasmados, vemos cómo se amontonan las ruinas del pasado y nos dirigimos, como sonámbulos, hacia un futuro que desconocemos

Lluís Bassets
Una mujer teletrabaja desde su casa.
Una mujer teletrabaja desde su casa.Enric Fontcuberta (EFE)

Su origen es antiguo y primitivo, pero su diana es la criatura más sofisticada. Surge de las profundidades selváticas, de los murciélagos, que lo transmiten a los pangolinos, unos raros mamíferos con escamas, pero donde mejor se mantiene, dispuesto a infectar durante cuatro o cinco días, es en las superficies de vidrio o de plástico.

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Tiene dos caras, una orientada hacia los orígenes salvajes y otra hacia la naturaleza artificial construida por los humanos. Sucede también con la epidemia, medieval en sus efectos devastadores y futurista en la reacción que suscita. Esta cadena de transmisión mutante no se hubiera producido sin la globalización desgobernada y tumultuosa. Tampoco existirían sin ella los medios para atacarla: móviles, aplicaciones, big data e inteligencia artificial. Ni se habría identificado tan rápidamente el genoma del virus, como sucederá con los fármacos y la vacuna.

Doble es también el combate, con las sencillas armas de ayer, cuarentenas, confinamientos, agua y jabón, y las de mañana que ya tenemos, retrovirales y vacunas. Quienes despliegan las más antiguas, las defensivas, son también las instituciones más antiguas: la coerción de los Estados, los ejércitos y las policías. En el ataque están los científicos y los médicos, los únicos capaces de neutralizarla y de prepararnos para las pestes sucesivas, que sin duda llegarán.

El virus enerva en la humanidad una doble vida. Encerrados en casa, pero hiperconectados con el mundo. A la espera de un mundo sin trabajo, regido por las máquinas, descubrimos el valor del trabajo manual, del que dependen nuestra seguridad, nuestra salud y nuestra supervivencia. Nos amenazan fantasmas de control totalitario, pero tejemos las solidaridades con las que se construyen las comunidades cívicas. Se confirman los peores argumentos del nacionalismo populista sobre las fronteras, pero la misma ciudadanía que los compraba comprende su mendacidad e hipocresía.

El mundo ha frenado. Vivimos en un intervalo, un paréntesis, dominado por las curvas estadísticas de la epidemia y las imágenes trágicas y heroicas de los hospitales. Vemos, pasmados, cómo se amontonan las ruinas del pasado y nos dirigimos, como sonámbulos, hacia un futuro que desconocemos. Somos como el Angelus novus, pintado por Paul Klee, que mira hacia atrás, pero es arrastrado hacia delante por el huracán del progreso, según la observación oracular de Walter Benjamin.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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