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Columna
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Morir por el libre mercado

Algunos republicanos preparan el infame camino que convierta a los más ancianos en culpables de la ruina que se prepara

Lluís Bassets
Un hombre con mascarilla camina por las calles de Brooklyn, Nueva York.
Un hombre con mascarilla camina por las calles de Brooklyn, Nueva York. ANGELA WEISS (AFP)

Este virus que va a transformar el mundo tiene raíces medievales. No hay epidemia sin terrores apocalípticos, signos extraños en el cielo y oscuras conspiraciones. Siendo un castigo de los dioses, también necesita culpables, o al menos chivos expiatorios sobre los que volcar la culpa, unos mecanismos ancestrales que Donald Trump sabe muy bien cómo funcionan. La epidemia era una invención demócrata para echarle de la Casa Blanca. Ahora es un virus chino.

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Pekín le ha devuelto la obsesión conspirativa con la insidia del ministro de Exteriores sobre su origen en el Ejército estadounidense. China es una potencia en ascenso pero con los vicios de las potencias declinantes. Sobresale ahora en su explotación propagandística del éxito de Wuhan para exaltar a Xi Jinping, el generoso aspirante a nuevo jefe del mundo que manda médicos a Italia y suministros sanitarios a todos los países que se lo piden —previo pago por adelantado—, mientras quien fue líder del mundo libre está en otras cosas.

Por ejemplo, rabiando por las recetas contra el coronavirus que le imponen los epidemiólogos, esa distancia social insoportable que amenaza con destruir la economía y el individualismo. Estados Unidos tiene la suerte de poder contar con el doctor Anthony Fauci, el sabio que ya combatió el sida y que ahora es quien manda de verdad en la Casa Blanca en la guerra contra la epidemia. Trump es el comandante el jefe solo a efectos decorativos y de explotar la retórica bélica para obtener, como siempre, la máxima concentración de poder en sus manos. Sus arengas no sirven para evitar el contagio, al contrario. Cuando urge convocar a los ciudadanos para que se queden en casa, se apresura a demandar el levantamiento de la medida.

Boris Johnson, que ha seguido la misma pauta, ha desistido ya del darwinismo con el que se disponía a sacrificar a los más débiles para salvar la sociedad de mercado. Solo queda Bolsonaro, que supera a cualquiera, también a Trump, en escepticismo: nada de confinarse, solo es una gripesinha.

El desmoronamiento de los liderazgos occidentales tiene su mejor ejemplo en las ciudades y las entidades regionales, que son las que se han enfrentado a Trump, Johnson y Bolsonaro en la defensa del confinamiento y de la medicina pública. En vez de dirigir el mundo en su momento más grave desde 1945, Trump piensa en los cheques que llegarán al bolsillo de los electores gracias al soberbio paquete de estímulo aprobado por el Senado. No parecen importarle mucho las cifras de víctimas, que crecerán cuanto más relajados sean los confinamientos.

Todavía va más lejos el trumpismo recalcitrante. Sabiendo que los mayores son población de riesgo, algunos republicanos ya han dado un paso al frente: si hace falta, moriremos por el libre mercado. Preparan así el infame camino que convierta a los más ancianos en culpables de la ruina que se prepara y, por confusión dolosa entre la enfermedad y la medicina, de la propia epidemia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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