De eso se trata
Estos días en España no se puede vivir sin temor; tampoco se debe: la valentía no consiste en no tener miedo, sino en dominarlo, hacer lo que hay que hacer y seguir adelante
Pertenezco a la primera generación de europeos que no conoce una guerra, al menos —no olvido la de la extinta Yugoslavia— una guerra entre las grandes potencias. Es posible que ese hecho asombroso inoculase en nosotros la íntima convicción de que, una vez libres de ciertas rémoras del pasado —el terrorismo de ETA, por ejemplo—, íbamos a vivir a resguardo de las calamidades que se abatieron sobre nuestros antepasados. Este optimismo sin fundamento empezó a agrietarse el 11 de septiembre de 2001, cuando el islamismo radical presentó su inesperada tarjeta de visita en Nueva York, y se volvió mucho más frágil con la no menos inesperada crisis de 2008; pero lo que nadie podía esperar es que terminara de hundirlo una plaga de resonancias bíblicas que nos ha confinado a todos en casa durante tiempo indefinido. Lo escribí en este periódico hace solo unas semanas: el único rasgo previsible de la historia es su imprevisibilidad.
Ivan Krastev afirma que la crisis del coronavirus reforzará el nacionalismo en Europa. No parece un vaticinio aventurado: las grandes crisis de los dos últimos siglos han provocado ese efecto; también lo hizo la de 1929, y desde luego la de 2008, la única de nuestro siglo comparable en magnitud a aquélla. La razón de este fenómeno salta a la vista. Una crisis profunda genera miedo, y el nacionalismo se presenta como el antídoto ideal contra el miedo, en la medida en que ofrece, frente a la incertidumbre, el refugio de una comunidad atada con lazos de sangre; el problema es que ese refugio es, además de irracional, ilusorio, y que no nos protege de nada o nos protege mucho peor que el refugio racional de la ciudadanía, construido con los lazos del derecho. La prueba flagrante de ello es que, en Europa, todo refuerzo del nacionalismo ha desencadenado conflictos mucho peores que los que lo engendraron. Ocurrió con la crisis de 1929, que desembocó en la II Guerra Mundial, y no ha ocurrido del todo con la de 2008 porque, aunque la UE no es lo que algunos querríamos que fuese —un estado federal—, como mínimo ha frenado el resurgimiento del nacionalismo, que es para lo que se fundó. ¿Será capaz de seguir haciéndolo? Si la crisis del coronavirus cobra la dimensión económica de la de 2008, como teme Christine Lagarde, presidenta del BCE, ¿podrá soportar la UE dos crisis consecutivas de semejante calibre, habida cuenta de que la anterior estuvo a punto de llevarse el euro por delante? Esa es ahora mismo, para mí, la pregunta del millón. Porque de una cosa no hay duda: los grandes problemas de la actualidad son, como esta crisis enseña de nuevo, transnacionales, pero casi solo disponemos de instrumentos nacionales para resolverlos, lo que equivale más o menos a intentar abrir una caja fuerte a cabezazos. Para colmo, los políticos hacen un uso deprimente de nuestros escasos instrumentos transnacionales, según ha vuelto a demostrar la lenta, dubitativa, cicatera, insolidaria y timorata reacción de la UE ante la pandemia. Desde que esta se declaró, por lo demás, oigo decir a menudo que las peores crisis sacan lo mejor de nosotros mismos. He ahí otro alarde de optimismo infundado. Por lo menos, esa es la conclusión que saqué de la crisis de 2008, y sobre todo de la de Cataluña, que en lo esencial fue consecuencia de aquella. De hecho, a raíz de esta última no paro de repetir una frase de George Orwell, que en castellano suena así: “¿Dónde está la gente buena cuando ocurren cosas malas?”. Se trata por supuesto de una pregunta retórica: Orwell, que había hecho la guerra, sabía que, cuando ocurren cosas malas, la gente buena está, salvo contadísimas excepciones, escondida o callada, si no haciendo cosas malas. Esto no es una afirmación optimista; ojalá demostremos que, por una vez, es falsa.
Walter Benjamin escribió que la felicidad consiste en vivir sin temor. Estos días, recién declarado el estado de alarma, en España no se puede vivir sin temor (al menos sin temer por la vida de mucha gente); tampoco se debe: la valentía no consiste en no tener miedo —eso es temeridad—, sino en dominarlo, hacer lo que hay que hacer y seguir adelante. Ahora mismo, de eso se trata.
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