Paisajes
Hopper puede ser un buen remedio para cuando la soledad y la devastación tienen arreglo


Cada mujer, cada hombre acaba siendo un paisaje. La vida de uno se puede reconstruir como una sucesión de imágenes evocadoras, de momentos, de situaciones que han hecho que cada sujeto edifique, más o menos, lo que le habría gustado ser. De mi andadura por el hospital en el que esquivo, creo que con éxito, el coronavirus, se quedarán grabadas dos de esas imágenes que en el fondo ya venían conmigo.
Después del fárrago de las urgencias —que da para todo un palimpsesto de múltiples viñetas— me llevaron a la unidad de cuidados intensivos de coronaria. Un lugar manso en el que el tiempo se detiene —una vez más la espera—, la luz se atenúa y el ruido se amortigua para que el paciente encuentre un falso remanso de paz. Necesariamente falso cuando llevas varias UCI, y cuando ves la expresión de las caras de los elegidos a los que han dejado pasar a verte. A acompañarte. A animarte a quedarte entre los vivos o a decirte que lo que hagas les parecerá bien.
Entre prueba y prueba, con máquinas robotizadas que te visitan también, aunque con otros fines, y cuando aciertas a levantar la mirada hacia el lugar del que llega la luz, se dibuja un paisaje que quieres que sea tuyo: en primer plano las ramas lloronas de los cedros que todavía no se han cargado las cotorras verdes. Y al fondo, la Sierra de Guadarrama. Las montañas azules de esa silueta tan querida para Manuel Azaña, pero no solo.
Es un paisaje que evoca la obra de Durand, el gran paisajista americano que nos trajo hace unos años la Fundación Juan March. Yo no veo el detalle de las rocas graníticas de La Pedriza, que Durand sí vería, y que unos voluntarios han tenido que ir a vaciar de excursionistas que mezclaron confinamiento con vacaciones. Veo la atmósfera de esos “paisajes terapéuticos” en los que confiaban muchos médicos del XIX. Y empiezo a pensar que tenían razón.
Quizá con su ayuda remonto este Orinoco particular y alcanzo el grado de paciente exportable a planta. Es la misma planta, pero con distintos collares. De modo que para restablecerme soy trasladado a una habitación para mi solo donde, de no ser por la alerta sanitaria, podría organizar partidas de mus.
Busco el lugar del que procede la luz. Pero no hay suerte. Es un patio de edificios de ladrillo recorrido por lo que al principio parecen columnas plateadas que son en realidad enormes tuberías de acero. Patio desierto, en el que mi acompañante me cuenta que vuelan desoladas de vez en cuando dos o tres palomas. Cambio de siglo y de pincel y me zambullo en Hopper. La soledad del hombre contemporáneo. Y entonces toca remar de nuevo río arriba y constatar que no estoy solo. Pero es mejor no asomarse mucho, por muy Hopper que sea. Porque las ventanas que dan al patio están plagadas de seres que tienen la misma procedencia que tú, es decir, la Seguridad Social, y las mismas absurdas ganas de recibir el alta. Un alta que, según las muchas personas que entran y salen del hospital cada día, no garantiza nada. La crema de puerros, desde luego.
No está mal pensado eso de ponerte la miel en los labios de la UCI y dejar a Hopper para cuando el cuerpo empieza a responderte. Hopper puede ser un buen remedio para cuando la soledad y la devastación tienen arreglo.
Pero lo de fuera tiene que llegar. Y dice el presidente Sánchez que lo peor está por venir.
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