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Columna
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Los movimientos sociales como límites del populismo

Marzo de 2020 en México se recordará como el momento en el que cambió la percepción pública de López Obrador debido a su pobre reacción ante el hartazgo por la violencia y la impunidad

Alberto J. Olvera
López Obrador durante la mañanera de este miércoles
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El mes de marzo de 2020 se recordará como el momento en el que cambió la percepción pública del Gobierno mexicano de López Obrador debido a su pobre reacción frente a movimientos sociales que se salen del marco de su elemental entendimiento de la sociedad contemporánea y cuyo denominador común es el hartazgo frente a la violencia y a la impunidad. No solo destaca la histórica movilización feminista del 8 y 9 de marzo, sino también la menos percibida movilización estudiantil nacional contra la violencia, que el jueves 5 de marzo se produjo en muchas ciudades del país como protesta contra el asesinato de tres estudiantes de medicina en el Estado de Puebla. Estos movimientos se suman al campo abierto en los últimos diez años por los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada. Los movimientos feministas, contra la desaparición forzada y el estudiantil comparten su carácter antisistémico, la horizontalidad en la acción colectiva, la autonomía política y la carencia de un liderazgo centralizado, todo lo cual los coloca fuera de la gramática clientelista y de la lógica amigo-enemigo que el presidente López Obrador ha definido como campo único de la política. Lo mismo aplica para los movimientos de resistencia contra megaproyectos, minería y agricultura depredadora.

El movimiento feminista está alcanzando en México la cima de su protagonismo público. El detonante de su acción es el hartazgo con la violencia de género, cuya manifestación extrema es el feminicidio (que viene creciendo de forma alarmante), pero abarca también todas las formas de hostigamiento sexual y la persistente desigualdad económica, política y de acceso a oportunidades laborales y a la justicia. Debe destacarse que desde hace un par de años la lucha contra la violencia de género en las universidades ha alcanzado una dimensión nacional. El paro feminista del 9 de marzo marcará un antes y un después en la historia de este movimiento. La torpe reacción del presidente frente a una iniciativa social que se sale del monopolio de las causas “justas” que el Gobierno pretende tener y que está fuera del control político de la 4T es un indicador de los límites del concepto de la política como definición constante de los amigos y los enemigos, propia de todo régimen populista. El movimiento feminista no es enemigo ni amigo del Gobierno. Es un movimiento civilizatorio, una lucha histórica contra el patriarcado que marca todas las relaciones sociales. La extrema violencia que sufren las mujeres es la manifestación brutal de la resistencia de los hombres al empoderamiento femenino. Esa violencia es intolerable, como lo es la impunidad absoluta de los agresores. El Gobierno no tiene propuesta alguna para enfrentar este problema.

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Las manifestaciones estudiantiles contra la violencia tienen ya mucho tiempo de venirse produciendo, en muchas formas, en casi todo el país y por diversos motivos coyunturales. Cada mes, desde hace años, mueren estudiantes debido a asaltos, secuestros, agresiones directas y como víctimas colaterales de la violencia criminal. En México se habla del “juvenicidio” para indicar que las víctimas principales de la violencia generalizada que padece el país son los jóvenes. El reciente asesinato del tres estudiantes de medicina en un municipio de Puebla ha sido el detonante de una movilización estudiantil nacional no vista desde las marchas en exigencia de justicia por la desaparición forzada de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa en 2014. Una vez más, este movimiento no puede juzgarse con la lógica amigo-enemigo. Es un movimiento articulado desde las bases, vía redes sociales, que canaliza un hartazgo colectivo con la violencia y con la impunidad de los violentos.

Los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada mantienen su lucha en exigencia de que el Gobierno localice a las 60.000 personas oficialmente reconocidas como desaparecidas. Y si bien en este mes estos colectivos no tendrán un protagonismo especial, sus miembros estarán acompañando las demostraciones feministas y estudiantiles, con las cuales coinciden en demandas. En su ya larga lucha, estos colectivos tampoco han caído en la lógica amigo-enemigo, ni han logrado ser clientelizados, a pesar de los esfuerzos de todos los Gobiernos por dividirlos y cooptarlos. Además, los colectivos se niegan a aceptar la intención del Gobierno de tomar el caso de Ayotzinapa como única preocupación oficial, como si la atención de este caso equivaliera a la resolución de todos los demás casos de desaparición forzada.

La peculiar forma de populismo del presidente López Obrador ha podido legitimarse mediante la conocida fórmula de plantear un conflicto amigo-enemigo como eje de la política. La “mafia neoliberal”, los “conservadores”, son los enemigos del “pueblo bueno”. Ese pueblo es representado por el presidente, y sus enemigos se encarnan en sujetos que varían según las necesidades políticas coyunturales. Los movimientos feminista, estudiantil y de familiares de desaparecidos rompen esa dicotomía elemental y plantean demandas de justicia que el Gobierno no entiende y no atiende. Todos ellos giran en torno a la denuncia de la persistencia de la impunidad. Esta ceguera política tendrá costos en términos de legitimación, y la ausencia de respuesta puede dar lugar a una gran movilización nacional que articule los diversos movimientos sociales.

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