Sí, esto es el fin del mundo, pero lo superaremos (de nuevo)
Nos libramos de la peste bubónica, de la crisis de los misiles del 62 o de la del petróleo del 73. Hemos aprendido más o menos a salir de las crisis, solo nos falta aprender a dejar de provocarlas.
“El año 2016 pasará a la historia como uno de los peores desde que Adán y Eva fueron expulsados del jardín del Edén”, escribía Charles Nevin, columnista de The New York Times. “Tal vez 455, cuando los vándalos saquearon Roma, pudo ser peor, pero eso depende de tus niveles de tolerancia a la destrucción y el pillaje”. Nevin hacía un repaso a todo lo que había ido mal ese año (“el Zika, Siria, Haití, Niza, Orlando, Bruselas, David Bowie, Leonard Cohen…”) y, sin aparcar del todo el sentido del humor, apuntaba otras posibles fechas en que se produjeron catástrofes de muy grueso calado, como 789, el año del inicio de las invasiones vikingas. Claro que entonces nadie había oído hablar del coronavirus de Wuhan, la pandemia que hoy vivimos.
Por poner una nota de esperanza, Harry Mount, redactor de The Telegraph, argumenta que “tendemos al pesimismo y a la hipérbole y vivimos un presentismo miope que nos hace olvidar la historia. No tenemos en cuenta detalles como que, hace un siglo, en un solo día de julio de 1916, 19.240 soldados británicos murieron en la batalla del Somme”. O que la peor emergencia médica de la historia, la peste bubónica, “se cobró 200 millones de víctimas en Asia y Europa entre 1346 y 1353”.
“Los que padecieron la peste negra en el siglo XIV sí que tenían razones para pensar que el mundo se acababa”, opina el académico sueco Johan Norberg, autor de Progress: Ten reasons to look forward to the future (progreso: diez razones para esperar el futuro), un libro cuya tesis es que vivimos en la mejor de las épocas y que no hay razón para el “pesimismo secular de catástrofe inminente”. “Ni Siria ni Marine Le Pen ni Kim Jong-un son desastres que justifiquen esa ola de pensamiento apocalíptico”.
Al contrario, para Norberg, “la nuestra es una edad de oro”. Si pudiésemos elegir el mejor momento para nacer, “la decisión más racional sería escoger los últimos 25 años”. En ese periodo se ha reducido la pobreza global a un ritmo sin precedentes, se han extendido la democracia y la alfabetización, ha aumentado la esperanza de vida e incluso disponemos de tecnología eficaz para hacer frente a retos como el cambio climático.
El académico Fernando Gallardo, autor del ensayo Crisis financieras y energéticas de ámbito global (S.A. Ediciones), identifica otro momento en la historia reciente que dio pie a un clima de pesimismo generalizado, el año 1973. “Aquella crisis, la del petróleo, tuvo un impacto psicológico incluso superior al de la crisis de 2008”, explica Gallardo, “porque afectaba casi por igual al conjunto de la población de los países occidentales, no como la gran recesión moderna, que ha tenido ganadores y perdedores muy claros”.
La crisis del 73, consecuencia de un aumento del precio del petróleo propiciado por una OPEP que lideraba Arabia Saudí, “supuso un parón en la larga era de prosperidad y desarrollo que siguió a la II Guerra Mundial, fue una de las causas de la revolución conservadora de los ochenta y del abandono gradual de las políticas keynesianas y creó un pánico generalizado y una pérdida masiva de fe en el futuro”.
Sin embargo, a la larga, tal y como cuenta Gallardo, “motivó profundas reformas en el capitalismo global, incitó a países como Francia a recuperar la autonomía energética e impulsó el interés por las renovables”. Según Gallardo, esta es la lección de esas convulsiones: “Los pánicos que causan los cataclismos económicos no son del todo irracionales. Se acaban superando y vuelven a dar paso a periodos de estabilidad y prosperidad”.
Para Leon Sandler, experto en innovación del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), “las únicas razones verdaderamente sólidas para ser pesimistas provienen de la esfera de la política: no es fácil evitar que Corea del Norte siga con su programa nuclear o que un tirano de Asia Central desvíe el curso de un río provocando un desastre ecológico”.
Al margen de estos imponderables, Sandler opina que “la tecnología ofrece soluciones eficaces para los principales retos del futuro inmediato”. Estamos incluso a tiempo “de moderar muy significativamente los efectos del cambio climático igual que resolvimos el problema del agujero de la capa de ozono, con un pacto político global no dogmático que tenga en cuenta la evidencia científica”. Norberg insiste también, como Sandler, en la importancia del protocolo de Montreal, que frenó en 1987 la destrucción de la capa de ozono. “Ahora mismo, disponemos ya de coches eléctricos, energías limpias y una nueva generación de reactores nucleares que van a convertirnos en una especie mucho menos contaminante a muy corto plazo”.
Pese al optimismo fundamentado de científicos y académicos como Sandler o Norberg, hay indicadores que siguen dando pábulo al pesimismo. En enero, el Reloj del Apocalipsis, indicador simbólico de lo cerca que está el género humano de un desastre decisivo (y que viene siendo actualizado desde 1947 por el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago), fue adelantado 30 segundos: ahora estamos a “dos minutos de la medianoche”.
Como explicaba en un artículo reciente Kennette Benedict, coordinadora hasta 2015 del panel de expertos encargado de actualizar el reloj, “el adelanto se debe a que, desde 2007, el indicador tiene también muy en cuenta las amenazas medioambientales, y nada sustancial se ha hecho desde entonces para combatir el brusco deshielo del Ártico”.
Sin embargo, la propia Benedict recordaba que “el reloj estuvo a dos minutos de la medianoche durante un largo periodo, entre 1953 y 1963, tras los primeros ensayos termonucleares de EE UU y la Unión Soviética”. Entre el 16 y el 28 de octubre de 1962, durante la crisis de los misiles cubanos, “las manecillas no se movieron”, siempre según Benedict, “porque no teníamos apenas información de lo tenso que llegó a ser el pulso entre la administración Kennedy y el Kremlin y lo cerca que se estuvo de una confrontación nuclear, pero con la información de la que disponemos ahora podría decirse que el mundo llegó a estar a escasos segundos del desastre”.
Para Norberg, la lección de esos 12 días del año 62 “es que el instinto de conservación de la especie humana ha hecho que la sensatez se imponga incluso en las circunstancias más extremas. Me niego a pensar que la generación de mi hijo, la de los nativos digitales extremos, capaces de aprender inglés de manera autodidacta a los seis años sin más ayuda que un iPhone, vaya a destruir el mundo. Al contrario, creo que van a resolver gran parte de los problemas que hemos dejado pendientes gracias a su dominio de la tecnología y al desarrollo de sus enormes capacidades cognitivas”.
Por supuesto, una parte al menos de la corriente apocalíptica contemporánea se basa en el pensamiento mágico. En una revisión interesada de las profecías de Nostradamus y San Malaquías que ha querido ver en Francisco I al Papa negro (por el color de su sotana, la de la orden jesuita) “que apacentará su rebaño entre múltiples tribulaciones hasta que la ciudad de las siete colinas sea destruida y el tremendo Juez juzgue a su pueblo” (Malaquías). Ante semejante profecía, Harry Mount, que se define como “un optimista cauto”, asegura con humor: “Si la hecatombe que nos espera es de tipo espiritual, no hay nada que se pueda argumentar contra eso desde el optimismo informado”.
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