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Columna
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México reduce su corrupción, por las razones equivocadas

El país redujo sus índices de corrupción por una variable que ha pasado desapercibida: la implementación de una feroz política de austeridad

Viri Ríos
López Obrador en una conferencia matutina.
López Obrador en una conferencia matutina. Cuartoscuro

Obsesionados con negar que México ha tenido avance alguno en su lucha contra la corrupción, los analistas han decidido desconocer un hecho histórico y decisivo que aconteció el último año: una notoria, constante y francamente inesperada reducción en los índices de corrupción del país.

La evidencia de la reducción es contundente. Se expresa en medidas de percepción y en experiencias, tanto en las que vienen de fuentes oficiales como independientes. Por ejemplo, México disminuyó el porcentaje de personas a las que se les pedían pagos extraoficiales para acceder a servicios públicos de un 51% a un 34% de 2017 a 2019. Esta es una de las reducciones más grandes del mundo. De hecho, solo un 17% de los países del mundo lograron progresos mayores.

Lo extraordinario de la reducción no solo es la magnitud sino que ha acaecido durante una Administración que manifiestamente ha descartado perseguir casos de corrupción de gobiernos anteriores, que ha congelado el avance de iniciativas ciudadanas anticorrupción por considerarlas ilegítimas y que mantiene una lucha política silenciosa, pero constante, en contra de quienes comandan las instituciones de transparencia.

Así, todo apunta a que la razón por la que México está reduciendo la corrupción no es una mejora institucional o judicial sino un punto ciego, algo distinto que la opinión pública no ve, o no ha querido ver.

Los datos

De hecho, hay solo una cosa que me sorprende más que las reducciones en corrupción que está experimentado México: que la opinión pública las niegue.

Múltiples medidas dan evidencia del descenso de la corrupción. El porcentaje de mexicanos que reporta haber sido víctima de la corrupción ha disminuido del 51% al 34% en los dos últimos años. Grupos empresariales conocidos por su rechazo al Gobierno en turno, han reportado que el porcentaje de empresarios víctimas de la corrupción ha disminuido de 42% a 35% en el último año. Incluso el Índice de Percepción de la Corrupción muestra que México redujo su corrupción de 28 a 29 puntos en el último año.

Vale la pena enfatizar la disminución en percepción de corrupción porque es bastante anómalo que algún país reduzca este indicador de forma consistente. En promedio, de 2018 a 2019 la percepción de corrupción a lo largo del mundo se mantuvo sin cambio. Solo en 31 de 180 países se logró bajar la corrupción más que en México, y en el continente americano solo cuatro de 32 países lo hicieron.

En todos los estándares México ha sido un campeón en mejorar su reputación. El país pasó del lugar 138 al 130, de 180 países medidos en el ranking de percepción de corrupción, lo cual es el avance más importante que ha tenido el país desde que Transparencia Internacional reporta las cifras en 2012. Esto significa que México mejoró más que el 88% de los países del mundo, y más que el 84% de los países del continente americano.

El acertijo

Lo raro es que todo indicaba que la corrupción en México aumentaría.

Primero, porque el mismo Andrés Manuel López Obrador, al tomar protesta como presidente de México en diciembre el 2018, había dejado en claro que no perseguiría la corrupción, o al menos no partes de ella. Utilizó la primera parte de su discurso inaugural para explicar, ante los ojos atónitos de miles de mexicanos, que no sometería a procesos judiciales a los políticos corruptos de administraciones anteriores pues su punto fuerte “no es la venganza sino el perdón”. El presidente mexicano explicó que no consideraba estratégico perseguir la corrupción pues crearía inestabilidad política. Si abrimos los expedientes, comentó, “tendríamos que empezar con los de mero arriba (…) no habría juzgados ni cárceles suficientes para procesarlos, [y] meteríamos al país en una dinámica de fractura, conflicto y confrontación”.

El caso prototípico de esta forma de operar se presentó hace unos cuantos meses cuando la prensa mexicana mostró que el director de la Comisión Federal de Electricidad  (CFE) del país, Manuel Bartlett, se había hecho de un patrimonio de más de 40 millones de dólares a través presuntos prestanombres. A pesar de la contundencia de la evidencia presentada, las autoridades declararon informalmente que el delito, de haber tal, no se había llevado a cabo durante la Administración de López Obrador y concluyeron formalmente que el funcionario no estaba obligado a declarar la existencia de 25 propiedades y 12 empresas vinculadas a su pareja e hijos.

Institucionalmente tampoco parece haber avances que justifiquen la gran reducción en corrupción. El muy celebrado Sistema Nacional Anticorrupción mexicano puesto en marcha en 2016 no ha logrado articularse. De sus cinco integrantes ciudadanos, uno está pendientes de nombrar y no se tiene seleccionado un jurado que pueda designarlo. La llamada “política anticorrupción mexicana” fue presentada apenas hace un par de semanas, con años de retraso, y el Ejecutivo ha rechazado abiertamente permitir que se nombre a un fiscal anticorrupción independiente.

Más aun, a nivel local hay múltiples acusaciones de que los Sistemas Locales Anticorrupción han sido capturados por gobernadores de todos los partidos políticos, y de que los ciudadanos mexicanos que los integran no tienen independencia, presupuesto o capacidad legal alguna para articular una lucha anticorrupción.

Las reducciones en corrupción tampoco pueden atribuirse a mejoras procedimentales porque la Administración actual no es más transparente o competitiva en la forma de hacer compras públicas. El 77% de los contratos públicos se han otorgado sin licitación. La reciente centralización de las compras ha dado pie, en muchas instancias, incluso a menor competencia pues son pocas las empresas con capacidad para surtir las cantidades requeridas a nivel nacional.

La austeridad

Es por ello que, ni la procuración de justicia, ni los cambios institucionales o procedimentales explican la reducción de la corrupción. Lo que lo explica es algo más mundano y simple, que ha escapado a la vista de la mayoría de los analistas: una brutal política de austeridad implementada por el Gobierno de López Obrador.

Las perspectivas de corrupción van a la baja porque el Gobierno mexicano ha sido extremadamente hábil en promover una imagen frugal y modesta, atentando contra los privilegios que hasta ahora había gozado la alta burocracia mexicana. Andrés Manuel ha liderado una abierta y enérgica campaña en contra de la “burocracia dorada”, funcionarios públicos cuyos sueldos eran 25 veces más altos que la remuneración del trabajador promedio y que tenían los más altos de Latinoamérica.

Su Gobierno aprobó una ley de Austeridad Republicana que limita sueldos y prestaciones para la burocracia, y que recorta el número de puestos de mando dentro de la administración pública. La ley ha sido sucedida de múltiples símbolos de moderación que van desde que el presidente mexicano solo vuele en aviones comerciales, hasta que éste dejara de vivir en la mansión presidencial. Su Gobierno se ha caracterizado porque prescinde mayormente del Estado Mayor Presidencial, la onerosa guardia que típicamente había protegido a los presidentes mexicanos y por visitar frecuentemente pueblos rurales donde se le ve comiendo en fondas.

Estas acciones han probado ser apabullantemente efectivas para que el mexicano promedio perciba que el nuevo Gobierno está siendo efectivo reduciendo la corrupción. El 56% de los mexicanos dicen que la política de austeridad y la forma de gobernar de López Obrador son las acciones más loables del Gobierno mexicano, y el 61% considera que el Ejecutivo ha manejado bien o muy bien la lucha contra la corrupción.

La austeridad, sin embargo, no solo explica reducciones en la percepción de corrupción, sino también en experiencias, principalmente porque la falta de gasto público ha reducido notoriamente la construcción y obra pública, industrias notables por su susceptibilidad a la corrupción. De acuerdo con la Auditoría Superior de la Federación, uno de cada 7 pesos clasificados como daños a la Hacienda Pública se explican exclusivamente por corrupción en obras de infraestructura pública.

La austeridad ha impactado brutalmente a esta industria. El gasto de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes --donde se realizan la mayoría de las obras públicas de gran calado—cayó en 54% en el mismo periodo. En total, se estima que las medidas de austeridad redujeron en un 30% la obra pública que se construye en México en un solo año.

Mucha de la obra pública que continúa realizándose ha sido encomendada, no a la industria, sino al Ejército mexicano o a pequeñas comunidades rurales. Así, en lo que va del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, el valor de las empresas constructoras mexicanas ha presenciado un descenso estrepitoso de un 10%, llegando a su mínimo en 14 años. El sector se ha visto muy afectado. Encuestas oficiales muestran que esta industria es, por mucho, la que menos confianza tiene en que la economía mexicana va a mejorar.

Las ganancias temporales que el Gobierno ha cosechado como resultado de la austeridad son tremendas. Desde que Andrés Manuel López Obrador tomó posesión el porcentaje de mexicanos que considera que la corrupción es el principal problema de México ha disminuido en 45%. López Obrador goza de una popularidad de un 70%, un nivel históricamente alto en México, y su Secretaria de la Función Pública, la parte más visible de la lucha anticorrupción a nivel federal es una de las funcionarias con mayor aprobación de su gabinete.

El milagro será temporal

El que la austeridad, y no los cambios procedimentales o institucionales, sea la razón detrás de la milagrosa reducción de la corrupción en México es una mala noticia pues significa que la reducción no será sostenible sino temporal.

La austeridad está afectando fuertemente a la economía mexicana. En 2019, la economía mexicana decreció y creó solo una cuarta parte de los empleos que necesita para emplear a los jóvenes en edad productiva. La obra pública deberá reactivarse y sin cambios sustanciales en la forma en la que se establecen los contratos, la corrupción simplemente volverá.

Hay límites sobre cuánto se puede reducir la percepción de corrupción a partir de simbolismos. Los recortes al número de trabajos públicos han dejado ciertas áreas sin capacidad para dar resultados, aplicar programas y avanzar en la agenda programática del Gobierno. Recortar al Estado lo vuelve más ineficiente y potencialmente más susceptible a la corrupción.

México tiene un largo camino por recorrer para llegar a niveles aceptables de corrupción y la austeridad no será suficiente para lograrlo. Al paso actual, a México le tomaría 38 años llegar a los niveles de corrupción de Chile y cerca de 12 años llegar al promedio de Latinoamérica. El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador tendrá que recorrer el largo camino de la mejora institucional si en verdad quieren reducir la corrupción de forma sostenida.

Viridiana Ríos es analista política mexicana y doctora en Gobierno de la Universidad de Harvard.

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