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Columna
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El derecho a la contradicción

El intervencionismo del Estado solo se reclama para salvar el sector propio, pero si favorece a otros productores nacionales no queremos asumir unas posibles represalias externas

David Trueba
Protesta de agricultores el pasado 14 de febrero en Valencia.
Protesta de agricultores el pasado 14 de febrero en Valencia.Monica Torres

Los agricultores españoles han salido en tromba a defender las subvenciones que les permiten sobrevivir. Y cuentan con el respaldo social de la mayoría del país, que entiende sus reivindicaciones y no quiere renunciar a ese imaginario colectivo de una nación con labores del campo por más que esté inmersa en el nuevo modelo tecnológico de comercio que aún no sabe adónde conducirá. La otra gran reivindicación de los agricultores es el precio justo en la cadena comercial para quien hace el esfuerzo en origen. En eso, se sitúan al lado de quienes pelean por que el mercado no quede en manos de intermediarios, una situación que ya golpea a todas las actividades profesionales y que conocemos como uberización. El mantenimiento de los subsidios ahora se ve amenazado por la reducción de los fondos europeos para la Política Agrícola Común y las reivindicaciones de los agricultores se extienden por todos los países del continente que cuentan con un potente sector primario. Es llamativo que sean los agricultores y ganaderos quienes exigen una política intervencionista al Gobierno sobre la cadena comercial y quienes reivindican el derecho a las subvenciones europeas, cuando en la disputa electoral se suelen posicionar a favor de los partidos que defienden exactamente lo contrario.

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Por eso resulta muy llamativo el silencio de quienes representan esas posturas opuestas al subsidio y al intervencionismo. Es habitual que en la conversación nacional sobre la economía siempre tengan mucha voz los gurús que provienen de exitosas plataformas de comercio, cadenas de supermercados y grandes distribuidoras. Pero, qué curioso, desde que han salido los agricultores a la calle no han asomado por los micrófonos con sus recetas infalibles. Al revés, han dejado al nuevo Gobierno recién formado a solas para enfrentarse a una marea que viene de muy atrás. Convenientemente, se ha esgrimido el incremento del salario mínimo profesional como una causa inmediata del conflicto. En el reino del oportunismo nada de esto nos tiene que sorprender, una de las características de ese comportamiento es la de hacerse oír solo cuando conviene y esconderse del debate público cuando asoma la complejidad de los problemas.

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El derecho a la propia contradicción no se le puede negar a nadie. Pero la salida del Reino Unido de Europa ha provocado un recorte de miles de millones en nuestros presupuestos. Es una consecuencia del deseo de romper las políticas comunes, por ese ultranacionalismo que reivindicamos cuando nos favorece, pero que criticamos cuando es asumido por el vecino. Sucede igual con las políticas agrarias, que por un lado expresan la necesidad de un mercado internacional potente y sin aranceles, pero exigen para el mercado propio todo lo contrario. La complejidad llega a tal extremo, que el intervencionismo del Estado solo se reclama para salvar el sector propio, pero si favorece a otros productores nacionales no queremos asumir unas posibles represalias externas. No olvidemos que Estados Unidos esgrime la amenaza del arancel como chantaje en cualquier negociación comercial, después de décadas de defensa de un modelo global con las menores interferencias gubernativas. Este es el espectáculo de las contradicciones que hoy nos toca vivir. Verdades parciales para fabricar una mentira global.

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