Este país de todos los demonios
Peces-Barba avisó hace 25 años que el reconocimiento por el Gobierno del “hecho diferencial” en Cataluña y el País Vasco rompería el consenso constitucional y potenciaría el nacionalismo español excluyente
Quiero creer que nuestro mal Gobierno
Es un vulgar negocio de los hombres
Y no una metafísica
Jaime Gil de Biedma
Hace ya demasiado tiempo que el periódico me sorprende cada mañana con la nueva ausencia de un amigo. Su memoria reverdece entonces en medio de la tristeza y la gratitud que su recuerdo empeña. La reciente desaparición de Jean Daniel, que se sumó a la muy sentida de Plácido Arango, me ha sumido en la reflexión inevitable sobre las muchas horas que pasamos juntos, bien conversando personalmente, bien enfrascado yo en la lectura de sus libros. Esta es por cierto la relación más íntima que puede uno mantener con cualquier escritor, el lugar donde se establece el diálogo más sincero, en el que florecen las dudas y se ahuyentan las convicciones.
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Subí repetidas veces la angosta escalera que conducía al domicilio parisino de Jean, un palomar lleno de libros en la orilla izquierda del Sena, para debatir sobre el futuro de Europa y de nuestros dos países. Con él y con Eugenio Scalfari, fundador de La Reppublica de Roma, tuvimos oportunidad de entrevistar juntos al presidente Mitterrand. Fue una conversación larga y distendida, en la que pude constatar la personal cercanía entre el periodista y el político, sin que eso enturbiara para nada la independencia intelectual del primero. Milan Kundera ya le definió como uno de los últimos ejemplares de su raza, practicante de un periodismo “todavía no catalogado fuera de la cultura (o incluso opuesto a ella) en esa categoría llamada medios de comunicación”. Mencionaba el escritor checo los precedentes de Camus y Orwell, y nosotros podríamos añadir los de García Márquez o Vargas Llosa, sin necesidad de remontarnos a Dickens. Siguiendo su ejemplo, es necesario recuperar la fibra intelectual y literaria de este oficio nuestro, frente al ruido y el gay trinar de los tertulianos que en la pantalla idiota o en las redes sociales contribuyen con estruendo a la polarización, enemiga letal de las democracias.
En 1995, Jean Daniel visitó España invitado por la fundación Francisco Fernández Ordóñez para dar una conferencia sobre Nación y nacionalismos. Había publicado recientemente un libro sobre el tema. Comentamos lo chocante que resultaba que en un momento en el que emergía la crisis de los Estados nación y se cuestionaba incluso el concepto de soberanía, en la era de la globalización de la cultura, la economía y la política, rebrotaran con más fuerza que nunca los sentimientos nacionales, identitarios y tribales en muchas zonas del planeta. En el pórtico de su libro, Daniel había incrustado una cita de Bertrand Russell que definía el nacionalismo como el río perverso que se origina en el manantial de la nación, y por aquella época España seguía sometida además a la violencia terrorista de ETA, ejercida precisamente en nombre de la nación vasca.
En su disertación, Jean Daniel comentó la inquietud que algunos compatriotas nuestros podían tener ante la interrogante de si Europa ayudaría a promover en mayor medida la unidad de España o la autonomía de las regiones. Se maravilló también de que, frente al jacobinismo francés, nuestro país fuera definido como “nación de naciones”. Dicho término, hoy tan hostigado por la derechona y tan intemperantemente reivindicado por el catalanismo extremo, era moneda corriente en el debate político de hace un cuarto de siglo. Gregorio Peces-Barba, en una obra que publicó solo meses después de la visita de Daniel, explicaba que el consenso constitucional en torno al sistema de las autonomías se asentaba “sobre la idea de España como nación de naciones y regiones”. Este fue un concepto extendido entre los padres de la Constitución, aunque el propio Peces-Barba ya se encargó de explicar que la nación misma, como noción puramente cultural que es, no exige una organización estatal propia “y los Estados pueden no estar apoyados en una comunidad nacional, sino en varias o en ninguna”.
Jean Daniel se maravillaba de que, frente al jacobinismo francés, España fuera definida como “nación de naciones”
No me parece superflua esta reflexión cuando dentro de unos días se va a reunir la llamada mesa de diálogo entre el Gobierno de Madrid y la Generalitat de Cataluña, o al hilo de valorar la entrega de la gestión de las pensiones al Ejecutivo de Euskadi. El problema por el momento no es el contenido en sí mismo de las medidas que puedan pactarse, sino el método y los motivos que impulsan las decisiones de La Moncloa. No son fruto de un proyecto del partido socialista para una reforma del Estado que mejore su funcionamiento, sino del permanente tacticismo de su secretario general, atrapado por la debilidad de su posición parlamentaria. Cuando asegura que el Gobierno durará cuatro años parece haber asumido ya que tal cosa depende en exclusiva de la voluntad de los independentistas. Los Gobiernos de Cataluña y Euskadi han instalado por eso hace tiempo un taxímetro para tarifar en su beneficio el precio del viaje presidencial, que amenaza con vulnerar la igualdad constitucional de todos los ciudadanos. A medio y largo plazo, dialogar sobre Cataluña solo puede ser útil políticamente si se hace en el Parlamento, sede de la soberanía nacional española. Cualquier solución que se imagine pasa necesariamente por una reforma constitucional, imposible de emprender si no participa la oposición conservadora. No creo yo por lo demás que esté en riesgo la unidad de España, reforzada, por cierto, gracias a nuestra integración en Europa contra el ensueño separatista y pese a lo errático de la nueva política exterior que se nos anuncia. Lo que peligra es el desarrollo y profundización de la democracia española, amenazada por la polarización, la fragmentación política y los caciquismos locales.
Volviendo a Jean Daniel, en la conferencia de marras aseguró que los españoles, herederos entre otras cosas de los fueros territoriales, sabemos, “tal vez mejor que los demás, que la nación es a la vez una realidad misteriosa y amenazada”. La definió, citando al sociólogo Marcel Mauss, como “una sociedad suficientemente integrada en la que el poder central democrático ostenta la noción de la soberanía nacional”. A construirla se aplicaron los padres fundadores de nuestra Constitución de 1978. Por lo mismo Peces-Barba ya avisaba hace 25 años que el reconocimiento por el Gobierno central del “hecho diferencial” en Cataluña y el País Vasco rompería frontalmente el consenso constitucional y potenciaría como reacción el nacionalismo español excluyente. En él, tanto o más que en los separatismos de la periferia, habitan los diablillos patrios que algunos creían ya exorcizados.
La polarización, la fragmentación política y los caciquismos locales amenazan el desarrollo de la democracia
Todo presidente de un Gobierno se debate en su interior a la búsqueda del equilibrio entre los votos que precisa y el anhelo inconfesado de su reconocimiento futuro, lo que a veces le empuja a ejercer el poder como si de un deporte de riesgo se tratara. Enredado como está en las definiciones de lo que es una nación, Pedro Sánchez, haya escrito o no su tesis universitaria, debería leer las que otros redactaron. Comprendería así que la ruptura del consenso constitucional que está al borde de protagonizar es la mayor de las amenazas que pueda imaginarse para el futuro de la democracia en este país de todos los demonios. Ni sus votantes ni la Historia se lo perdonarían.
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