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AL HILO DE LOS DÍAS
Tribuna
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Confuso y peligroso

El pacto entre el PSOE y ERC es una irresponsabilidad desde el punto de vista institucional, histórico y democrático. Pero Sánchez no es el único culpable: la derecha ha cebado la confrontación

Juan Luis Cebrián
EVA VÁZQUEZ

Así resumía días atrás un militante socialista el balance de los acuerdos entre el PSOE y Esquerra Republicana de Catalunya que han de facilitar la abstención de los independentistas en la votación de investidura de Pedro Sánchez como presidente. La confusión emana del oscurantismo sobre el contenido real de las negociaciones, que el jefe de Gobierno no explicó ni siquiera a los suyos, y que la oposición denuncia como traición a la patria. Frente a estos trazos de brocha gorda del lenguaje neoconservador, el de los independentistas, mentirosos y falsarios como han sido hasta ahora, merodea en busca de palabras políticamente correctas que no asusten al personal hablando de autodeterminación, referéndum, ni cosas por el estilo.

La única traición de Sánchez apreciable en este entremés tan poco heroico es la que ejerce contra sí mismo, sus declaraciones, sus promesas, su impostado cosmopolitismo, rendido como está al nacionalismo pueblerino y cantonal en el que Teruel y León comienzan a disputarle esa condición a la mismísima Cartagena. De todos los protagonistas del evento, Sánchez ha acabado por ser el menos creíble y el menos fiable. Tanto Podemos como Esquerra han hecho gala de una flexibilidad adecuada a sus objetivos, de los que no se han apartado en absoluto, y pueden creer hoy con justicia que se encuentran más cerca de obtenerlos. Mientras tanto, el Partido Socialista Obrero Español se ha embarcado en una singladura que añade nuevas debilidades a las que ya padecía. La principal de todas ellas la definió el propio Sánchez en su discurso al Parlamento el sábado pasado, cuando dijo textualmente que una coalición progresista debe construir la cohesión social a través de la cohesión territorial. Esta es una visión preilustrada y casi medieval de lo que debe ser el Estado moderno. La democracia se edifica sobre la soberanía de los ciudadanos, iguales en derechos y obligaciones ante la ley, y no sobre la identidad territorial, lingüística, religiosa, étnica o de cualquier otro género. De modo que no sé si este será al cabo un Gobierno de progreso ni es previsible el tiempo que llegue a serlo, pero por el momento no ofrece ninguna perspectiva de garantizar la estabilidad tan deseada por los agentes sociales. Naturalmente tendrá a su favor el ejercicio del poder, aunque este puede llegar a ser autodestructivo si su titular pierde, como es el caso, toda autoridad personal. Es posible que la recupere, y ojalá sea así, pero no le resultará fácil.

Las mejoras sociales del programa conjunto presentado por Podemos y el PSOE son más de atribuir a la formación de Pablo Iglesias que a las sugerencias de Ferraz, y no resultan tan amenazadoras para los mercados como la derecha insiste. La crisis de la socialdemocracia, en retirada en casi toda Europa, tiene que ver con los excesos del capitalismo con el que inicialmente pactó antes de convertirse en su cómplice. El aumento de las desigualdades en el mundo y el deterioro de las clases medias son fruto de la quiebra de un sistema financiero global que el Estado nación es incapaz de orientar y controlar. La suposición de que las recetas socialdemócratas son las únicas capaces de garantizar progreso e igualdad es del todo gratuita. Frente a los excesos del capitalismo ultraliberal, propuestas de intelectuales como Piketty, Varoufakis o Guy Standing tratan de investigar nuevos caminos para la izquierda que huyen del empacho ideológico al que estábamos acostumbrados. Los movimientos de raíz popular respondieron en su inicio al fracaso del viejo régimen puesto en evidencia por la crisis de 2008. Se trata ahora de promover una sociedad en que a la distribución de rentas se sume la de la propiedad de activos. Que yo sepa, en ese debate los socialistas españoles y muchos de sus colegas europeos han brillado por su ausencia y eso justificó el atractivo de Podemos sobre las nuevas generaciones.

La democracia se edifica sobre la soberanía de los ciudadanos, no sobre su identidad territorial

Pero además de confuso, como decía mi interlocutor, el pacto con Esquerra Republicana es peligroso y denota una manifiesta irresponsabilidad desde el punto de vista institucional, histórico y democrático. No es sin embargo Sánchez el único culpable del descalabro, con ser el más significado. La derecha que se autoproclama constitucionalista no ha hecho sino cebar el enfrentamiento y la confrontación entre la ciudadanía. Quienes critican con razón la sumisión de barones y diputados socialistas al pacto con el independentismo no pueden excusar la cavernícola actitud de los despojos de Ciudadanos y del Partido Popular, negándose a ofrecer la abstención, siquiera parcial, de sus curules a fin de evitar lo que ya parece inevitable. La arrogancia de los populares de atribuirse a sí mismos la única representación de la identidad española es simétrica a la del Gobierno en funciones, que murmura entre bastidores la necesidad de formar a cualquier precio un Gabinete frente a la amenaza de un golpe de Estado. Eso es lo que suponen, a su juicio, las declaraciones del general en la reserva Fulgencio Coll. La incitación de este antiguo jefe del Ejército de procesar por traición o prevaricación al presidente carece de todo sentido y no tiene ningún fundamento legal. Pero los actos políticos del Gobierno, y no solo los administrativos, deben estar sujetos a control judicial. La naturaleza y contenido de la consulta prometida por el PSOE a los independentistas será sometida con toda probabilidad a la sanción del Tribunal Supremo y del Constitucional y ha de merecer también un dictamen del Consejo de Estado. Quienes se quejan de la judicialización de la política olvidan con frecuencia que esta es consecuencia del desprecio a las instituciones tantas veces manifestado por los gobernantes de todos los partidos y, por último, de la vulneración delictiva de las leyes por parte de quienes hoy negocian con el Gobierno no solo su instalación sino también su pervivencia en el tiempo.

Es fundamental el diálogo, pero la residencia natural del mismo es el Parlamento

Como no hay mal que por bien no venga, el pacto de marras ha permitido al fin que La Moncloa se apee de las muchas tonterías que sus habitantes han venido declarando en los últimos meses respecto a la cuestión catalana. Hemos oído así que no era un problema de independencia, sino de convivencia, y algunos ministros pretendían reducir las hogueras y disturbios de las noches barcelonesas a una simple cuestión de orden público. Ahora reconocen por fin que nos encontramos ante un conflicto político, y eso es lo que es diga lo que diga la derechona. Veremos cuánto tardan los nuevos ministros en reconocer que ese conflicto derivó en una insurrección popular alentada por los poderes públicos y financiada con dinero de igual naturaleza, al servicio de los intereses y deseos de una parte minoritaria de la población catalana, en flagrante rebeldía contra el poder y las leyes democráticas del Estado y de la propia Cataluña. Naturalmente que para resolver el caso no basta la acción de los tribunales, ni de la fuerza pública si fuese necesaria. Es fundamental el diálogo. Pero la residencia natural e inevitable del mismo es el Parlamento. Resulta imposible pretender sustituir la soberanía de este por acuerdos interpartidarios o negociaciones entre el poder central y el de una comunidad autónoma. Como nos hallamos ante un conflicto político es obligación del Gobierno, y del resto de las fuerzas parlamentarias, presentar propuestas al Congreso de los Diputados de las que puedan alumbrarse soluciones al respecto. Ninguna será posible ni deseable sin el apoyo mayoritario de los grandes partidos. La votación de investidura de mañana, en las condiciones en que se produce, no es sino más leña al fuego de la inestabilidad y el agotamiento de un sistema víctima de quienes más llamados estaban a defenderlo. Si por desgracia acaba descarrilando no serán Puigdemont ni Junqueras sus victimarios, sino Sánchez, Rivera y Casado, más pendientes de mirarse al espejo de sus diversas avaricias que de asumir responsabilidades que con toda evidencia desbordan su capacidad.

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