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Columna
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De quién son nuestras vidas… y nuestras muertes

Expresión de la agudeza y la sensibilidad de Jordi Ibáñez Fanés, el ensayo ‘Morir o no morir’ aborda con brillantez filosófica y excelencia de estilo temas como el suicidio, la eutanasia, el dolor y hasta el martirio o la inmortalidad

Juan Luis Cebrián
Pierre Boulez, Roland Barthes y Michel Foucault en París en 1978. 
Pierre Boulez, Roland Barthes y Michel Foucault en París en 1978. Gilbert UZAN (Gamma-Rapho / Getty Images)

¿Pertenecen los hijos a sus padres? ¿Pertenecen al Estado? Estaba el teatrillo político enfangado en argumentos tan triviales, pese a su apariencia profunda y responsable, al tiempo que yo disfrutaba con la lectura de un ensayo de Jordi Ibáñez Fanés, admirablemente escrito, que reiteradamente se pregunta por lo único que importa al fin y al cabo: si en realidad somos o podemos ser dueños no ya de nuestros hijos, sino de nuestra propia vida y, por ende, también de nuestra muerte.

En una reflexión sobre lo que considera un dilema moderno, morir o no morir, aborda con brillantez filosófica y excelencia de estilo un tema que condiciona la existencia de todo ser humano: la interrogante sobre el final de su propia vida. En su entorno merodean cuestiones como el suicidio, la eutanasia, el dolor y hasta el martirio, pero también la inmortalidad, que algunos consideran acabará siendo posible, aunque por lo visto bastante cara.

Ibáñez, escritor, poeta, novelista, articulista y profesor de estética, es lo más parecido posible a un representante del nuevo renacimiento. En un tono que algunos criticarán por su diletantismo, y que es sin embargo una de sus grandes aportaciones, cubre un itinerario intelectual que comienza en Francis Fukuyama para terminar despeñándose en Michel Foucault, no sin antes mencionar las aportaciones de nuestro Rafael Azcona, del que dice que “meditó con hilarante seriedad sobre la muerte y la vejez”.

Del primero, autor de la tesis escandalosamente errónea sobre El fin de la Historia, que le dio fama y dinero, reconoce su capacidad de rectificar una vez que entendió el significado de la revolución biotecnológica. Respecto a Foucault, su personal currículo de depredador sexual me impide a veces valorar con justeza su importante contribución al mundo de las ideas. Uno puede ser un pedófilo redomado al tiempo que inteligente pensador, pero la inmoralidad de sus actos nubla por desgracia el valor de sus propuestas. Cuando expresa su deseo de morir de placer es imposible no imaginar con qué tipo de gozo fantaseaba.

El relato sobre la pederastia de los más conocidos intelectuales de izquierda franceses en los años sesenta y setenta se ha recrudecido ahora con motivo de la publicación del libro de una mujer violada a sus 14 años por Gabriel Matzneff, amigo de Foucault. Él mismo ha contado cómo este le presumía de su habilidad y acierto a la hora de elegir a adolescentes y niños de 12 años como víctimas de lo que era su anhelo de un éxtasis que pudiera conducirle a la muerte. Foucault, con Sartre, Barthes y otros, firmó en su día una petición a la Asamblea francesa para que se redujeran las penas contra los pederastas. El argumento jurídico utilizado era que permitiendo la ley las relaciones sexuales entre menores no tenía sentido que se prohibieran entre un adulto y un menor mientras éste prestara el consentimiento. El pudor político ha llevado a olvidar que incluso Simone de Beauvoir, al tiempo que sublevaba las conciencias contra el patriarcado, fue juzgada y expulsada del sistema escolar por haber mantenido relaciones sexuales con una alumna suya cuando esta era menor de edad.

En su libro Ibáñez habla de la muerte, no del sexo, y no cita para nada estas derivaciones de mi exclusiva responsabilidad. Pero al fin y al cabo sexo y sangre han sido históricamente los grandes aliados del éxito de la prensa amarilla, la única, según Salman Rushdie confesó un día a Carlos Fuentes, que hablaba (y todavía habla) de lo que de verdad le pasa a la gente. Por eso encuentro resonancias en las dificultades jurídicas que a veces demuestra el Estado moderno para legislar sobre ambas cuestiones: el principio de la vida que el arte inmortalizó en un velloso monte de Venus, y el final de la misma en manos de la guadaña. Ibáñez no cree “que el suicidio sea un derecho ni un caso susceptible de prohibición”. Es más bien “un no lugar del derecho… algo que estará siempre fuera de la ley, aunque tampoco pueda decirse que está contra la ley”. A Foucault le hubiera encantado el argumento.

Resulta pertinente entonces volver a la pregunta inicial sobre quién es el verdadero propietario de nuestras vidas, y por lo tanto de nuestras muertes. Emergen las interrogantes acerca de por qué el Estado tiene que proteger, admitir o prohibir la forma en que cada uno de nosotros muere o en que cada uno de nosotros ama. Por qué si la laicidad ha desterrado la idea de que la vida pertenezca a ningún tipo de divinidad, el Estado, prohibiendo la eutanasia o la asistencia al suicidio, es capaz en cambio de entrometerse en determinar la cantidad de sufrimiento que un ser humano deba soportar en su agonía.

Expresión de la agudeza y la sensibilidad de su autor, Morir o no morir es definitivamente un libro para la lectura y la relectura. Lo que no es fácil decir de casi nada de lo que se publica.

Morir o no morir. Un dilema moderno. Jordi Ibáñez Fanés. Anagrama, 2020. 128 páginas. 9,90 euros.

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